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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (110 page)

—Me hace falta tu cuello —anunció con sarcástica, elaborada y falsa amabilidad.

Csongor no tenía la menor idea de cómo entablar contacto con un especialista en blanquear dinero de T’Rain, pero suponía que el enfoque directo no podría hacer daño. Empezó a generar algunas búsquedas adecuadas en Google y pronto empezó a comprender las contraseñas y los términos de búsqueda.

El problema estribaba en que ninguno de estos tipos tenía páginas web per se. Eran post-web y post-email. Te ponías en contacto con ellos a través de sus dibus en T’Rain.

Así que Csongor empezó a descargar la versión Linux de T’Rain en su ordenador; y mientras esto sucedía, empezó a leer sobre el juego, intentando aprender algunas de las cosas básicas para no encontrarse completamente indefenso cuando entrara en el mundo.

El proceso de descarga era muy rápido y tenía su propio tema musical, que resonó por los altavoces del ordenador durante unos momentos antes de que Csongor descubriera cómo bajar el volumen. Marlon lo advirtió.

—¿Vas a entrar? —preguntó. Parecía un poco incómodo.

—A buscar cambistas.

—Pero no tienes dibu.

—Es cierto, Marlon.

—Tendrás que crear uno nuevo. No funcionará. Te matarán una y otra vez.

—¿Entonces qué quieres que haga?

—Mis colegas y yo nos ganábamos la vida vendiendo dibus a tipos como tú.

—No eran como yo.

—Da igual, te prestaré uno gratis.

—Es muy probable que hayamos identificado a Csongor —dijo la voz del tío Meng al teléfono de Olivia, sin ningún saludo preliminar ni ningún comentario sobre el tiempo—. Su e-mail fue muy valioso.

Olivia, después de su conversación anterior, le había enviado un e-mail describiendo el contenido del mensaje de Zula en las toallas de papel.

No dijo nada durante unos instantes. Una ambulancia, con las sirenas destellando, intentaba abrirse paso a través del atasco de tráfico, sonando el claxon y haciendo que los conductores se echaran a un lado.

—¿Todo va bien? —preguntó el tío Meng.

—Bien. Estoy en una carretera, viajando mucho más despacio que a pie —llevaba media hora conduciendo y todavía no había salido de los límites de Seattle—. ¿Qué han descubierto?

—Csongor Takács, veinticinco años, consultor de seguridad informática independiente y administrador de sistemas, con base en Budapest. Contactos conocidos con personalidades del crimen organizado. No ha conectado con ninguno de sus servidores habituales, Facebook, etcétera, desde hace tres semanas.

Olivia probablemente debería haber estado pensando en otra cosa, pero se preguntaba si debería llamar a Richard. Pero un detalle que no podía quitarse de la cabeza era que este Csongor había estado haciendo búsquedas en Google sobre el nombre de Zula. Sabía quién era. Pero no sabía dónde estaba. ¿Estaba leyendo demasiado en esa búsqueda de Google para interpretar que estaba preocupado por ella?

¿Era, en otras palabras, un buen tipo?

—¿Dónde nos lleva esto? —preguntó.

—Como todos los demás datos de inteligencia relacionados con los rusos, no nos lleva a ninguna parte —dijo el tío Meng. No lo hizo con rudeza, sino con un poco de pesar—. Es material de fondo interesante, que ayuda a explicar los acontecimientos que desembocaron en la huida de Jones de Xiamen. Pero la naturaleza de la búsqueda en Google por parte de Csongor nos dice que...

—Está tan a oscuras como nosotros —dijo Olivia—. Por favor, infórmeme si la situación cambia.

—Oh, naturalmente que lo haré —respondió el tío Meng, y colgó tan bruscamente como había iniciado la conversación.

Olivia se mordió la uña del pulgar durante unos treinta segundos, preguntándose si debería hacerse a un lado y continuar esta investigación desde el arcén durante un rato. Pero no había nada que pudiera hacer con respecto al tráfico. Cogió el teléfono, buscó en la lista de «llamadas recientes», y pulsó el número de Richard Forthrast.

Sonó unas cuantas veces. Pero finalmente su voz sonó.

—La chavala espía británica.

—¿Es así como me ve?

—¿Puede darme una descripción mejor?

—¿No le gustó mi nombre falso?

—Lo he olvidado ya. La tengo en mi directorio telefónico como la chavala espía británica.

—Estaba pensando en usted —dijo—. Y me pareció que debería comprobar cómo les va a usted y a sus hermanos.

Él se echó a reír.

—Estábamos a punto de matarnos unos a otros, así que los metí en un avión con destino a Vado de Bourne esta mañana.

—Ah. Parece encantador —Olivia se oía decir palabras sin sentido, mientras intentaba tomar una decisión sobre lo que debería o no debería contarle a Richard.

—El Troll está conectado —anunció él.

—¿Ah, sí?

—Y está actuando. Y yo lo estoy siguiendo. Lo que significa que estoy ocupado. Quiero que llame a este número —le dio un número con un código de zona 206—, y hable con Corvallis para que le dé los detalles.

—¿Qué detalles son esos? —preguntó ella, distraída, tratando de retener el número en su memoria.

—La IP del Troll —dijo Richard—. Para que puedan rastrearlo. Está en Filipinas. Con sus recursos probablemente podrán conseguir sus coordenadas exactas y atacarlo con un avión no tripulado, o algo por el estilo.

—Sin comentarios a eso.

—Pero no lo hagan —le instó Richard—, porque quiero obtener primero cierta información de él. Después de eso, pueden golpearlo con todos los misiles del infierno que quieran.

Ella no supo qué decir. Tenía problemas con el sentido del humor de Richard.

Él lo intentó de nuevo.

—Síganlo todo lo que quieran. Pero no lo asusten. Más importante aún: no intenten seguirlo en T’Rain. Porque lo sabrá. Los pillará en un segundo.

Ella colgó y marcó el número de Corvallis una décima de segundo antes de que se borrara para siempre de su memoria.

Una nueva voz al teléfono.

—¿La... ejem, mujer espía británica?

—Puede decir «chavala» si quiere, no cursaré ninguna queja.

—Intentamos que siguiera un curso de sensibilidad, pero se escaqueó.

—Oh, comparado con alguna gente que conozco, su jefe es exquisitamente refinado. No se preocupe por eso.

—Richard dijo que posiblemente llamaría usted.

—Sí. ¿Creen que el Troll está en Filipinas?

—Sí, pero no tenemos los recursos necesarios para afinar más: su IP es parte de un grupo que se reparte por una zona geográfica bastante amplia. ¿Le gustaría anotar el cuádruple de puntos?

—Me gustaría, pero estoy conduciendo. Más o menos. Voy a hacer otra cosa.

—Mmm, vale, ¿cuál es?

—Voy a darle su número a un colega mío que está en Filipinas. Se llama Seamus Costello. Sabrá qué hacer.

—Encantado de ser útil.

—Y probablemente le hará un montón de preguntas sobre cómo hacer más poderoso a su personaje.

Corvallis había estado tecleando.

—Parece que Thorakks es ya bastante poderoso.

—¿Cómo lo sabía?

—T’Rain es una gran base de datos —dijo Corvallis—, y es mi... bueno, digamos que yo soy su amo.

—Por favor, no me diga que Seamus está conectado ahora mismo.

—Desconectó hace tres horas —dijo Corvallis—. Allá son las siete de la mañana.

—¿Dónde? ¿Puede decirme desde dónde conectó?

Tecleó.

—El Hotel Manila Shangri-La. Nivel Club. ¿Quiere su número de habitación?

—Tengo el de su móvil —dijo Olivia—, pero si quisiera follar con él (y quiero), sería mejor llamarlo al fijo, ¿no?

—El puto teléfono está conectado a la pared por un cable —dijo Seamus Costello, con una mezcla de horror y disgusto, cuando estuvo lo bastante despierto para comprender algunas cosas—. ¿Cómo demonios contacta conmigo a través de un cable?

—Tiene que aprender unas cuantas cosas sobre espionaje —dijo Olivia con severidad—. De verdad, me sorprende. Espero que se le pueda confiar la información que estoy a punto de darle.

—¿Qué información es esa?

—No estoy del todo segura —admitió Olivia—, pero es una pista. En Filipinas. Que es donde está usted atascado.

—Me alojo en hoteles como este específicamente para no recordar ese hecho.

—Bien, escuche esto, y tal vez sea su billete de salida.

—¿Relacionado con la GGAJ?

—Por supuesto.

—¿Dónde demonios está, por cierto?

—Rumbo norte por la Interestatal 5, a la apabullante velocidad de cinco kilómetros por hora. Ups, retiro lo dicho, ahora estoy parada.

—Como Manila otra vez, ¿eh?

—Excepto que no puedo abandonar el vehículo.

—¿Rumbo norte desde... San Diego? ¿Los Ángeles?

—Seattle —dijo Olivia, y le dio un breve sumario de lo que había estado haciendo desde que se marchó de Manila.

—Muy bien —dijo Seamus, una vez que lo comprendió todo—. Así que el mayor impulso a la investigación, por lo que a usted respecta, es el GNA, y va a Vancouver a seguir una posible pista allí... ¿pero qué tiene eso que ver conmigo?

—Seamus, es usted un agente altamente entrenado con un conjunto de habilidades excepcional. Reflejos de gato e instinto asesino que nadie puede rivalizar.

Seamus sospechaba ya que le estaban haciendo la pelota de algún modo, así que se negó a decir una sola palabra.

—Miles de enemigos han caído bajo los mandobles de su maza afilada de guerra targadiana —continuó Olivia.

—Cuando quiera empezar a tener sentido, aquí estoy.

—Ahora hay una misión que requiere de un guerrero con sus capacidades.

Y Olivia pasó a describirle lo que sucedía en relación al Troll. Lo más importante lo dijo en las primeras frases; después de eso, le pareció que lo demás era insignificante. El tráfico empezaba a moverse, y ella a cambiar de carriles, más tareas de las que realmente quería.

Finalmente Seamus la interrumpió.

—¿He de entender que ese chico estuvo viviendo a tres metros de Jones durante meses? ¿Y que estuvo en mitad de la «explosión de gas» de Xiamen?

—Sí a ambas preguntas.

—Es todo lo que me hace falta. ¿Dónde está el pequeño cabrón?

—Es lo que tienen que descubrir usted y su estupendo aparato de inteligencia nacional —dijo Olivia. Y le dio la IP.

—Me pongo a ello.

—Una cosa más...

—¿Sí? —Seamus, que estaba dulcemente confuso y medio adormilado al principio de la conversación, estaba de repente completamente despierto e impaciente, y no le preocupaba que Olivia lo supiera.

De hecho, quería que Olivia lo supiera.

—El chico es bueno. No intente sorprenderlo.

—Thorakks puede encargarse del chico. Buena suerte con la GNA.

Y colgó.

Lo cual fue buena cosa, porque el tío Meng volvía a llamar.

Ella advirtió que era la una de la madrugada en Londres. El tío Meng sonaba como si estuviera borracho y cansado. Estaba en su club o algo.

—Tenemos indicaciones de que Csongor (suponiendo que sea él quien está usando Google) puede estar tratando de establecer contacto con un cambista de T’Rain.

Olivia, tratando de pensar demasiadas cosas a la vez, tardó unos momentos en comprender.

—Están juntos —estalló—. Csongor y el Troll —y entonces, tras un par de cambios de carril, añadió—: ¿Por qué iban a estar juntos?

—Incógnita —respondió el tío Meng—, pero tal vez su contacto pueda preguntárselo. Yo me voy a la cama.

Zula tardó un buen rato en acostumbrarse a tener espacio despejado a su alrededor, y cielo sobre su cabeza.

Estaban en la rotonda al final de la carretera, un par de kilómetros más allá del Schloss, en la base del alud de tablones que eran las ruinas del antiguo complejo minero que se alzaba sobre su cabeza en lo que parecía ser un ángulo de cuarenta y cinco grados, aunque dudaba que estuviera tan empinado. Trozos de tablas, con dientes retorcidos en los extremos formados por clavos doblados y arrancados, creaban negros estallidos contra el cielo. Las zarzamoras y la yedra intentaban unir lo que las hormigas carpinteras y la gravedad habían separado. A unos cientos de metros pendiente arriba, lo sabía, la vieja vía férrea atravesaba este despojo. Un mes antes Peter y ella habían estado practicando snowboard aquí. Dentro de un mes, vendrían los asiduos de las bicicletas de montaña. Pero ahora era un charco de barro cubierto de surcos que tendrían que ser cubiertos con grava y alisados antes de que nadie pudiera utilizarlos para nada. Dentro de unas pocas semanas, las cuadrillas de trabajadores iniciarían las labores de mantenimiento, pero por ahora estaba tan abandonado como era posible.

Era exactamente el lugar donde pensaba que iban a ir, pero incluso así parecía algo surreal y como salido de un sueño: la sensación del aire frío en la piel, el olor de los cedros y el barro y, por supuesto, el hecho de estar rodeada por yihadistas y tener una cadena al cuello. Ahora que estaban en mitad de ninguna parte, los yihadistas habían empezado por fin a mostrarse tal como eran y llevaban las armas de manera más descarada. Uno de ellos estaba sentado con las piernas cruzadas en el techo de la caravana, que habían aparcado cruzada en la carretera, impidiendo el acceso a la rotonda, donde habían descargado y habían empezado a catalogar su material de acampada. Este hombre tenía un fusil en el regazo y unos prismáticos colgando del cuello que cogía de vez en cuando y usaba para escrutar el valle. Zula tenía bien claro que si algún turista aficionado al geocatching o algún policía local subían por la carretera para investigar, esperaría a poderles ver el blanco de los ojos a través del parabrisas y luego los mataría a tiros.

Durante la última semana se habían producido algunos cambios. Zula estaba empezando a perder el cómputo de todos los jugadores. De los tres que habían salido de Vancouver la mañana siguiente al robo de la caravana, Zakir seguía ahí, naturalmente, sujetando el extremo de la cadena que ella llevaba al cuello como si sacara a pasear al perro; y Sharjeel, que era el irritable, eficiente y vagamente retorcido, parecía haberse convertido en uno de los subalternos más importantes de Jones. Ershut, el grueso trabajador que había venido en el avión, desempeñaba su función habitual, moviendo pilas de cargamento y clasificando las cosas. Mahir y Sharif, los amantes, no estaban a la vista. Tampoco Aziz, el tercero de los que habían venido de Vancouver. Abdul-Wahaab se movía de un lado a otro, mirando a la distancia y hablando con aires de importancia por muchos teléfonos, sin parar de mirar el reloj. Pero ahora había al menos cuatro tipos nuevos: el tirador de lo alto de la caravana, otro hombre claramente armado que parecía estar montando guardia cerca (había encontrado un escondite en los árboles, aunque Zula podía verlo), y dos tipos delgados y barbudos que parecían haber llegado para ir a una expedición de caza mayor. Incluso así Zula pensaba que no los había visto a todos, y que los demás se habían dispersado por las inmediaciones, en la pequeña flota de coches que la red de Jones había conseguido reunir durante las casi dos semanas que llevaban en el país.

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