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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (108 page)

Un punto rojo se acercaba en la pantalla del radar y a Csongor le preocupó que Marlon, ocupado con sus chats, no se diera cuenta. Pero entonces lanzó una compleja combinación de teclas que hizo que casi todas las ventanas desaparecieran, dejando solo las que eran relevantes durante el combate. Sucedió algo muy rápido, algo que para Csongor no tenía ningún sentido, cuyas ideas de lo que debería ser un combate de videojuego eran, supuso, irremediablemente anticuadas. Las pocas veces que había intentado jugar a videojuegos populares en los cibercafés de Budapest había sido eliminado en microsegundos por oponentes que, a juzgar por la naturaleza de sus burlas, eran muy jóvenes, probablemente menores de diez años. Csongor tuvo ahora la impresión de que Marlon era uno de aquellos niños que habían crecido sin perder ninguna de sus habilidades. En cualquier caso, el tipo que había intentado sorprender a Reamde estaba muerto, y su cuerpo fue saqueado en menos tiempo del que Csongor habría tardado en estirar la mano y tomar un sorbo de café de la taza que tenía junto al teclado, y entonces todas las pantallas volvieron a ocupar la pantalla y Marlon continuó con su chat.

Csongor había supuesto que mostrar un silencio absoluto y respetuoso era la conducta correcta que debía observar, pero Marlon parecía tan diestro en multitareas que esto de ahora parecía una ridícula y apolillada etiqueta del Antiguo Mundo.

—¿Poniéndote en contacto con los da O shou? —preguntó.

—Sí.

—¿Entonces están bien?

—Algunos. Al menos —tecleó durante un rato—. Han estado esperando.

—¿A ti?

—Una ocasión para sacar el dinero.

—¿Y cómo lo van a hacer?

Csongor había aprendido lo suficiente para saber que los da O shou usaban cuentas autosostenibles, lo que quería decir que no estaban relacionadas con tarjetas de crédito. Esto resultaba conveniente para los jóvenes chinos que estaban empezando, pero dificultaba sacar los beneficios del mundo del juego.

—Puede conseguirse —dijo Marlon—. Hay agentes que transfieren dinero que lo hacen. Normalmente trabajamos con los de China pero podemos encontrar a otros, en cualquier parte del mundo. Nos pueden enviar aquí el dinero, a través de Western Union —Marlon apartó la mirada de la pantalla por primera vez desde que se conectó—. Vi un cartel de Western Union cuando veníamos en el autobús. Está solo a medio kilómetro de aquí.

—Entonces mañana por la mañana, cuando abran, podríamos tener dinero esperándonos.

—Yo podría tener dinero esperándome —lo corrigió Marlon—, pero me alegraré de compartirlo contigo y con Yuxia.

Csongor se ruborizó ligeramente, pero siguió hablando a pesar de su vergüenza.

—¿Cuál es el procedimiento?

—Intentar encontrar a más miembros de da O shou y conseguir que se conecten —dijo Marlon—. Uno de ellos puede ir a buscar un agente de transferencia de dinero extranjero y los demás podemos crear un grupo de saqueo y recoger el oro.

—¿Nunca habéis tratado antes con agentes de transferencia de dinero que no sean chinos?

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? —preguntó Marlon.

—Déjame que haga unos cuantos contactos —propuso Csongor, mirando el ordenador que había asegurado antes. Yuxia había terminado de teclear y ahora parecía estar navegando por la red—. Probablemente podré encontrar uno en Hungría. Y si no, en Austria.

—¿Están cerca de... no sé el nombre... punto C H?

Csongor tardó un momento en comprender. Entonces cayó en la cuenta de que era una referencia a los nombres de dominios terminados en «.ch».

—Suiza —dijo Csongor.
Confederatio Helvetica
.

—El sitio de los bancos —dijo Marlon.

—Sí, Suiza está cerca de Austria y Hungría.

—Prueba en Suiza —sugirió Marlon amablemente, y luego volvió de nuevo su atención al juego, pues casi en el mismo momento las caras de otras dos criaturas pasaron del gris al color y saltaron a lo alto de la lista. Csongor imaginó a los adolescentes de todo el sur de China (refugiados aterrorizados que habían pasado las dos últimas semanas huyendo de la policía, escondiéndose en albergues para indigentes o gorroneando camas de sobra a los parientes del campo), recibiendo boletines en sus teléfonos, corriendo a los
wangbas
más cercanos, pegando el culo en las sillas, haciendo crujir los nudillos, y entrando en acción.

Csongor se acercó a Yuxia y miró por encima de su hombro. Estaba leyendo una página de la Wikipedia. El título del artículo era «Abdalá Jones». Mostraba la foto de un hombre a quien Csongor había intentado pegar un tiro en la cabeza en un embarcadero en Xiamen.

—¡Hijo de puta! —exclamó Csongor.

Yuxia se dio la vuelta lentamente y lo miró.

—El destino nos ha puesto delante a un enemigo formidable —observó.

—Entonces deberíamos hacerle algo formidable —sugirió Csongor—. De mala manera.

—No es tan fácil, desde la capital pervertida del mundo.

Lo dijo en voz alta. Por encima de todos los monitores del café asomaron cabezas, pero Yuxia no les hizo caso. Se había vuelto hacia su pantalla. Tras leer algunas de las hazañas de Jones, sus letales estadísticas, sacudió convulsivamente la cabeza.

—Este tipo es peligroso de veras.

—Pero eso ya lo sabías —dijo Csongor.

—No me digas.

Richard no perdió el tiempo durante su viaje a través de Elphinstone; pero el feo secreto de los canadienses era que conducían como locos, así que su velocidad y los semáforos que se saltó no estaban tan fuera de la norma como lo habrían sido al sur de la frontera. La carretera que subía el valle hacia el Schloss, en años recientes, se había convertido en un vector para la expansión urbana descontrolada y ahora estaba flanqueada por los negocios que habían sido excluidos del centro de la ciudad por su famosa fatua para conservar el entorno histórico. Pero en el fondo Elphinstone no era tan grande y solo podía soportar un número limitado de concesionarios de coches y cafés Tim Hortons, y por eso este tipo de desarrollo urbanístico acababa en una zona muerta en torno a la fábrica de madera abandonada. Más allá la carretera se dividía en dos carriles y empezaba a ascender, y luego, unos cuantos kilómetros más adelante, empezaba a contonearse como una serpiente y a patear como una mula.

Así que fue inevitable que se acercara a la trasera de una caravana gigantesca poco más de treinta segundos después de llegar a esa parte de la carretera donde adelantar quedaba completamente descartado. No llegaba a tener el tamaño de un tráiler. Llevaba matrícula de Utah. Necesitaba un lavado. La parte trasera estaba moteada de las habituales pegatinas que hacían bromas sobre gastarse la herencia de los nietos. Y avanzaba a unos cincuenta kilómetros por hora. Richard pisó los frenos, encendió los faros para dejar claro que estaba ahí, y se quedó atrás hasta el punto en que podía ver sus retrovisores. Entonces maldijo Internet. Estas cosas antes no pasaban, porque la carretera en realidad no llevaba a ninguna parte; más allá del Schloss, se convertía en un camino de grava y seguía unas cuantas curvas más hasta un campamento minero abandonado a un par de kilómetros, donde lo único que los conductores podían hacer era dar la vuelta en una rotonda y volver por donde habían venido. Pero los que practicaban geocatching se habían puesto a plantar contenedores de Tupperware y cajas de munición de chorraditas al azar en los árboles y bajo las rocas en las inmediaciones de la rotonda, y la gente seguía visitando esos sitios y colgando sus cosas en Internet, haciendo alegres observaciones del bonito panorama, la carencia de multitudes, y la abundancia de arándanos. Normalmente, Richard y los habituales del Schloss tendrían otro mes de conducir tranquilos antes de que esa gente empezara a aparecer, pero aquella caravana al parecer había decidido adelantarse a la estación del turismo y ser los primeros jugadores de geocatching del año en llegar a esos sitios en cuestión.

Richard permitió un intervalo decente de unos treinta segundos para adelantar, luego tocó el claxon, y siguió haciéndolo hasta que, menos de un minuto después, para su agradable sorpresa, las luces de freno de la caravana se encendieron y giró las ruedas hacia el escaso arcén de la carretera en un lugar donde solo era un poquito peligroso adelantar. No es que viniera nunca nadie de frente, pero Richard había aprendido los rudimentos del adelantamiento en Iowa, donde si no veías un carril despejado hasta el horizonte, esperabas. Adelantó a la caravana, y habría bajado la ventanilla y saludado al conductor si no hubiera estado preocupado. Ni siquiera miró al otro vehículo: su conductor iba sentado en un sillón a un par de metros de altura y era difícil verlo desde donde estaba Richard.

Quince minutos más tarde estaba en el Schloss. Sentía una poderosa necesidad de ir directamente al ordenador, pero supuso que podría entretenerse un rato, así que decidió poner en orden sus asuntos primero. En tiempos normales, lo habría hecho en su apartamento privado, pero estaban en mitad del Mes del Barro y no había nadie. Así que decidió ponerse cómodo en la taberna, que tenía una pantalla enorme que podía conectarse a un ordenador. Como la máquina había sido preparada para poder ser utilizada durante los retiros de la Corporación 9592, era potente, completamente actualizada, conectada a Internet por un grueso cable, y mantenida asiduamente, desde Seattle, por el departamento tecnológico. Su salida de audio estaba conectada con el excelente sistema de sonido de la taberna, y sentarse delante de la pantalla era disfrutar de cómodos sillones abatibles y sofás de cuero. Richard hizo una incursión en la cocina y apiló un montón de calorías en forma de aperitivos y refrescos, lanzando a las Musas Furiosas en estado de Alerta Roja. En su apartamento las habría aplacado caminando por la cinta sin fin mientras jugaba, pero la taberna no estaba equipada así. Abrió el portátil en una mesita lateral y conectó el cargador. Hizo un último viaje al cuarto de baño. Cuando salió, se fijo en un cubo que Chet o alguien habían dejado bajo el mostrador mientras limpiaban. Siguiendo un viejo instinto, lo cogió y se lo llevó a la taberna, y lo colocó junto al lugar donde estaría jugando. Hacía mucho tiempo que no jugaba con tanta devoción para necesitar mear en un recipiente, y bien podría pasarle ahora. Pero estaba solo en el Schloss, nadie lo sabría, era un cincuentón y había un montón de bebidas descafeinadas a su alcance.

Lo encendió todo y arrancó T’Rain. Mientras esperaba, advirtió una molesta luz que se reflejaba en la ventana y se acercó a echar las persianas de madera. Entonces, por si acaso, cerró las persianas de todas las ventanas de la habitación, pues el sol podía tener los malos modales de moverse y brillar desde otras direcciones. Mientras terminaba, un movimiento en el exterior captó su atención, y advirtió la caravana que había adelantado antes, subiendo lentamente por la carretera y reduciendo todavía más la velocidad para que sus ocupantes pudieran admirar las vistas del Schloss desde la carretera. La miró con saña, intentando usar algún tipo de poder extrasensorial para decirles que se largaran. A veces este tipo de gente subía por el camino de acceso y quería entrar en el lugar y usar las instalaciones. A Richard no le importaba mientras hubiera personal para encargarse de ellos, pero podía volverse desagradable si los afables conductores de caravanas jubilados con enormes cantidades de tiempo libre en las manos conseguían poner un pie en la puerta. Para su alivio, el gigantesco vehículo aceleró y dejó atrás el camino de acceso al Schloss.

—Estoy conectando —le anunció a Corvallis a través de un auricular con Bluetooth que acababa de colocarse. Se tumbó en un sofá de cuero, miró alrededor para asegurarse de que todo lo que pudiera necesitar estaba a su alcance, y se colocó el teclado inalámbrico sobre el regazo.

—Sigue allí —respondió C-plus—, preparando una banda de guerreros.

—¿Cuántos hasta ahora? —preguntó Richard. Pero la respuesta de Corvallis, si la hubo, quedó ahogada por una catarata de asombrosas fanfarrias, solos de tambor, acordes de órgano y cánticos pseudogregorianos que surgían de los subwoofers, altavoces de alta frecuencia, altavoces de panel plano y otras tecnologías para hacer ruido desplegadas alrededor de Richard.

—Entiendo —dijo por fin Corvallis, cuando pareció seguro salir de debajo de su escritorio en Seattle— que has entrado como Egdod.

—Si hubo alguna vez un momento mejor...

—Sabes que si el Troll advierte el menor atisbo de que Egdod sabe de su existencia...

—Egdod ni siquiera va a asomar la nariz hasta que se haya rodeado de todos los disfraces y recursos de invisibilidad conocidos por nuestros servidores.

—Es muy listo. Y rápido. Lo he visto abatir a unos pocos vagabundos realmente malos. Y los chicos de su grupo son igual de formidables.

—¿Has puesto alguna vez una trampa para mapaches?

—No —respondió C-plus—. Me dijeron que transmitían la rabia, y no le vi la gracia a cazar uno.

—Se abre un agujero en el tronco de un árbol, lo bastante grande para que quepa la mano del mapache. Pero le pones clavos en el borde y les doblas las cabezas hacia dentro para que tenga que meter la zarpa entre ellos para llegar al agujero. Luego dejas un pedazo de cebo en el agujero. El mapache mete la mano y lo coge. Pero no puede sacarla entre los clavos a menos que lo suelte. Acaba atrapado por su negativa a soltarlo.

—¿Lo has hecho alguna vez? Ya sé que tuviste una infancia rural y todo eso, pero...

—Pues claro que no —rezongó Richard—. ¿Qué demonios iba a hacer yo con un animal rabioso atrapado en un tocón?

—Por eso lo preguntaba...

—Probablemente ni siquiera funciona. Es solo una metáfora.

Pero Richard no continuó hablando porque parecía muy ocupado colocando las múltiples capas de escudos y disfraces y salvaguardias que Egdod necesitaba para poder aventurarse fuera de la casa.

—De modo que la aplicación de la metáfora, supongo, es como sigue —dijo Corvallis por fin—. Ahora mismo el Troll podría desconectarse y no perder nada. Es como el mapache que no ha metido todavía la mano en el tocón. Pero parece que está preparándose para salir con su grupo y Encontrar y desOcultar el oro que está repartido por las Torgai. Luego intentará ir a un cambista. En ese punto, es como el mapache que ha agarrado el cebo. Si lo atacas y muere, o desconecta, no se lleva el dinero que necesite.

—Lo has pillado —dijo Richard—. Y ese será el momento en que intentaré agarrar al pequeño capullo un momento y tener una conversación con él.

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