Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (27 page)

Pues, como C-plus no tenía que explicarle a Richard, las piezas de oro virtuales del juego no podían ser convertidas en dinero del mundo real sin los servicios de un cambista (un CB), y no podías encontrar a esos tipos en cualquier parte. Por razones técnico-legales que Richard había olvidado, habían limitado el número de cambistas, insertando alguna fricción y retraso en el sistema.

—Así que los creadores del virus estaban equilibrando el control físico del... ¡maldición! —exclamó, pues Corvallis tenía una expresión maliciosa en la cara y apartó un dedo índice del volante. Richard se corrigió—. Estaban equilibrando su dominio virtual en el poderío militar del mundo del juego en esa región para crear un mecanismo de pago que nos resultara más difícil cerrar.

—Por lo que podemos decir, están usando hasta mil personajes diferentes para entrar en esa región y recoger el oro y actuar como mulas.

—Todo autosostenido, sin duda.

—Exactamente.

—¿Pero cómo extraen dinero real de esas cuentas autosostenidas?

La forma habitual de convertir tus monedas de oro falsas en dinero real era que aparecieran como pago en una cuenta de tarjeta de crédito.

—Transferencias de dinero de Western Union, a través de un banco en Taiwán.

Richard no reaccionó.

—Es una opción que añadimos —explicó Corvallis—. Nolan siempre está buscando formas de hacer que el sistema sea más transparente para esos chicos chinos que no tienen tarjetas de crédito.

—Bien. ¿Dónde es la suelta?

—¿La suelta?

—¿Dónde depositan las víctimas el dinero del rescate?

—Interesante pregunta. Resulta que no hay solo un lugar. Los archivos REAMDE son todos un poco diferentes: al parecer fueron generados por un script que inserta un conjunto distinto de coordenadas cada vez. Hasta ahora hemos identificado más de trescientos puntos diferentes que son especificados en versiones distintas del archivo.

—Me estás diciendo que el oro está disperso por todo el lugar.

—Sí.

—Previeron que pudiéramos hacer movimientos para echarlos —dijo Richard—, así que extendieron las cosas.

—Eso parece. Así que es análogo a una situación en el mundo real donde alijos de oro se dispersan por una zona abrupta de cientos de kilómetros cuadrados.

—Si eso sucediera en el mundo real, la policía acordonaría la zona.

—Y eso es exactamente lo que los polis de varias nacionalidades nos están pidiendo que hagamos en este caso —dijo C-plus—. Escribir un script que banee o expulse a todos los personajes de las montañas Torgai e impida que vuelvan a conectarse. Luego ve allí a recoger pruebas.

—Por «ir allí» te refieres a que se ejecute un programa que identifique todas las piezas de oro, o los montones o contenedores de oro que haya en esa región...

—Sí.

—¿Y les hemos dicho que se vayan a tomar por el culo?

Parecía la reacción obvia, pero Richard no quería pisarle el terreno al actual presidente de la Corporación 9592.

—¡No tenemos otra opción! —dijo C-plus.

Richard se quedó mudo de admiración por la forma en que C-plus había respondido a la pregunta sin achacar nada excepto estar indefenso ante la dirección.

—Que sepamos, REAMDE ha afectado a usuarios de al menos cuarenta y tres países —continuó Corvallis—. Si le decimos que sí a uno, tendremos que decir que sí a todos ellos.

—Y entonces nuestra compañía sería microdirigida por las Naciones Unidas —dijo Richard—. Impresionante.

Era demasiado viejo para usar este adjetivo multiusos con sinceridad, pero no estaba por encima de lanzarlo en una frase por su efecto irónico.

—Los problemas legales son solo fantásticamente complejos —dijo C-plus—, con tantas nacionalidades distintas. Así que no estoy aquí para decirte que tenemos una respuesta. Pero ayuda que cada hecho individual sea un pequeño delito. Veintisiete dólares al cambio actual. Bajo el radar en lo que respecta a una acusación criminal seria.

—Ya me duele la cabeza —dijo Richard—. ¿Hay algo que necesitas que haga? ¿O estás solo...?

—Solo te estoy informando. Estoy seguro de que el personal de relaciones públicas querrá pasar unos minutos contigo antes de que te marches.

—Solo quieren que me esté callado —dijo Richard—. Eso ya lo sé.

—Ese no es el tema. Solo quieren que se vea que han hecho su trabajo.

Richard guardó silencio durante un rato, preguntándose si habría algún modo de poder delegar a un subordinado todas esas reuniones cuyo único propósito era que la gente con la que se reunía demostrara que estaba haciendo su trabajo. Entonces se dio cuenta de que debería haberse quedado en el Schloss si era eso lo que de verdad quería.

Media hora más tarde estaban en la sede de la Corporación 9592, helándose en una pequeña sala de reuniones con una enorme pantalla de vídeo LCD. Corvallis se ofreció a «conducir», lo que significaba que manejaría el ratón y el teclado, pero Richard reafirmó su prerrogativa, acercó los mandos a su lado de la mesa y conectó usando su cuenta personal. Todos sus personajes estaban listados en la pantalla de inicio. Comparado con algunos jugadores, no tenía tantos: solo ocho. Aunque comprendía, intelectualmente, que eran solo bots de software, le hacía sentirse algo culpable saber que todos estaban sentados en sus zonas-hogar veinticuatro horas al día, ejecutando sus botductas, y esperando que el master conectara y los hiciera ejercitarse. Sentía que poseía un puñado de casas de vacaciones por todo el mundo, con un perro leal en cada una, bien cuidado, pero al que nunca sacaban a dar un paseo.

Escrutó la lista de nombres y decidió, qué demonios, que despertaría a Egdod.

Egdod era el primer personaje-jugador que había sido creado en T’Rain, sin contar a un puñado de titanes, dioses, semidioses y demás que habían sido establecidos para construir el mundo y que no pertenecían a ningún jugador. Tenía su propia zona-hogar personal, una alta fortaleza de la soledad construida en la cima de una de las montañas más altas de T’Rain y decorada con artefactos que Egdod había ido saqueando de diversos palacios y ruinas en cuya conquista había participado. Egdod era tan famoso que Richard ni siquiera podía sacarlo por la puerta sin ocultar primero su identidad bajo una pantalla de múltiples capas de hechizos, conjuros, disfraces y encantamientos cuyo propósito era hacerlo parecer un personaje mucho menos poderoso, pero con el que no convenía meterse. Incluso el más sencillo de aquellos hechizos estaba por encima de todos menos de unos pocos centenares de los más poderosos habitantes de T’Rain. Richard había escrito un script que los invocaba todos automáticamente, con solo pulsar una tecla; de otro modo, habría tardado media hora. Cada hechizo lanzaba su propia fanfarria de efectos de luz y sonido especiales, y estos últimos se propagaban por todo el edificio gracias a los enormes subwoofers con los que había sido equipada esta sala de reuniones, y por eso el conocimiento de que Egdod había sido invocado se extendía por las oficinas cercanas por medio de vibraciones subsónicas y luego al resto del edificio a través de mensajes de texto, y los empleados curiosos empezaban a congregarse en la puerta de la sala de reuniones, sin atreverse a cruzar su umbral, solo para poder captar un atisbo del hecho, de algún modo con el mismo espíritu que los veteranos de la marina se reunían en la costa para ver remolcar al acorazado
Missouri
a un nuevo atracadero. Lo que no quería decir que un buque de guerra de esa clase tuviera mucho que hacer contra la potencia de fuego de un Egdod. Un impacto directo de un misil balístico intercontinental podría haberle revuelto a Egdod el pelo... que, como era de esperar, era blanco, en la tradición del Dios del Antiguo Testamento. Richard ansiaba cambiarlo por algo un poco menos llamativo, y cuando Egdod iba disfrazado, siempre lo hacía. Pero de vez en cuando, Egdod tenía que aparecer en su auténtico avatar para matar a un dios, desviar a un cometa, o llevar a cabo alguna ceremonia, y en esas ocasiones era necesario dar el papel. Sin embargo, a medida que los sucesivos envoltorios mágicos se fueron colocando, esta asombrosa figura y sus heraldos y vanguardias, su envolvente nube de energía y sus acompañamientos meteorológicos se despojaron y finalmente el propio Egdod alteró su aspecto para convertirse en una joven duende de aspecto vagamente élfico con el pelo oscuro y de punta. En este punto la multitud de la puerta se dispersó, a excepción de unos cuantos que quisieron quedarse un poco más para echar un buen vistazo a la fortaleza de Egdod desde dentro.

La gravedad no le preocupaba más a Egdod que una pulga a un arcángel, así que podía haber salido volando directamente desde cualquier balcón o ventana abierta, pero las montañas Torgai estaban a nueve mil kilómetros de distancia, y suponían un largo viaje incluso a las velocidades supersónicas de las que Egdod era capaz. Así que en cambio usó la intersección de línea ley que estaba directamente debajo de la montaña. Consciente de que lo seguirían desde la intersección de la Cañada de las Gaitas, se dirigió a otra ILL a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, bajo una gran ciudad junto a un gran río que fluía desde la cordillera montañosa que se alzaba sobre Torgai. Pero incluso este lugar había sido desequilibrado por REAMDE, con largas colas ante los tenderetes de los cambistas y pociones sanadoras a tal precio que se subastaban en la plaza del pueblo por diez veces su precio habitual. Camino de las puertas de la ciudad, Egdod fue asaltado varias veces por bandas de guerreros que supusieron que él, o más bien la duende de pelos de punta que fingía ser, habían venido a pagar rescate en las montañas Torgai. «Ni se te ocurra subir sola», era el tono general de sus observaciones. «Páganos y te escoltaremos hasta las coordenadas adecuadas.» Richard se deshizo de ellos rápidamente diciendo que su misión no tenía nada que ver con REAMDE. A la primera oportunidad, hizo al personaje invisible y luego, por si lo seguían, superinvisible y luego doble-súper y después hiperinvisible. Pues los hechizos de invisibilidad cotidianos podían ser penetrados por contramedidas de diversa índole. Satisfecho de que nadie pusiera verlo/la, saltó al aire y voló los ciento cincuenta kilómetros hacia Torgai en unos pocos minutos, zambulléndose a ras de los árboles al final y volando cerca de la tierra para ver mejor lo que estaba pasando allá abajo.

«Mucho», fue la respuesta rápida.

No es que Richard no lo supiera ya; pero verlo era otra cosa.

Y además, esto era más o menos su trabajo ahora. La dirección, que tenía responsabilidades reales, podía pasar leyendo resúmenes y quizá permitir que se le viera echando un vistazo a la
Gaceta de T’Rain
durante el descanso del café. Pero ir al sitio era un desperdicio de su carísimo tiempo. De Richard, sin embargo, como fundador/presidente que recibía solo una compensación simbólica, casi se esperaba que fuera a ver espectáculos de esta índole, más o menos igual que se esperaba que la reina de Inglaterra volara en helicóptero sobre los descarrilamientos.

Una diferencia clave era que tenía que tener respuestas emocionales inadecuadas.

—Esto es jodidamente guai —observó, contemplando desde una altura de unos trescientos metros un prado cubierto de cadáveres y esqueletos donde algo así como veinte combates con armas medievales tenían lugar simultáneamente—. Deberíamos pagarle a estos tipos para que hagan esto todo el tiempo.

—¿Qué tipos?

—Los que crearon este virus.

—Oh.

—¿Quién lo creó, por cierto?

—No se sabe —dijo C-plus—, pero gracias a tu sobrina, estamos bastante seguros de que se encuentra en Xiamen.

—¿El sitio ese de los guerreros de terracota?

—No, estás pensando en Xian.

—¿Zula os ha estado ayudando a localizar a esos tipos?

C-plus pareció un poco sorprendido.

—Creía que lo sabías.

—¿El qué?

—Su participación. Dijo que era un proyecto lateral que tú le habías encargado.

Si hubiera sido cualquier otra persona, Richard habría dicho: «No tengo ni idea de qué demonios estás hablando», pero como era familia, su instinto fue protegerla.

—Puede que se haya desviado un poco de la misión —especuló.

—Lo que sea. Tenemos una dirección IP en Xiamen, pero nada más.

Richard puso a Egdod en modo autoflotación, luego se inclinó hacia atrás y retiró las manos de los controles.

—¿La policía china nos ha estado dando también la lata para que hagamos algo al respecto?

—Tengo entendido que fueron de los primeros en hacerlo.

—Entonces una forma de callarlos...

—Es pedirles que nos localicen esta dirección IP. Sí, estoy de acuerdo: así nunca volveríamos a oír hablar de ellos.

—¿Y es lo que vamos a hacer?

—Lo dudo —dijo C-plus—, porque estaríamos dando información sobre nuestro funcionamiento interno. Y estoy bastante seguro de que Nolan no quiere hacer eso.

—Y, ahora que lo pienso, estoy seguro de que Nolan tiene razón —dijo Richard—. Soy un idiota. No le digamos nada al gobierno chino.

—¿Me estás pidiendo que pase esto a nuestro director ejecutivo? —dijo Corvallis, con un tono de voz que dejaba claro que, si se lo pedían, se negaría en redondo.

—No —respondió Richard—. Tengo otros motivos para estropearle el día.

DÍA 2

En la oscuridad, conducir por Xiamen era como hacerlo por cualquier otra ciudad moderna, excepto que aquí eran más exuberantes en el alumbrado: la carretera estaba iluminada con líneas discontinuas de neón azul, y en lo alto de los edificios surgían carteles brillantes, algunos logotipos de corporaciones familiares y otros ilegibles para Zula.

Se detuvieron ante un flamante Hyatt no muy lejos del aeropuerto y dejaron a los dos pilotos. Luego siguieron hasta lo que ella interpretó como una carretera de circunvalación, ya que el agua quedaba siempre a su derecha, hasta que se encontraron en la mitad de lo que tenía que ser la parte más poblada y edificada de la isla. No tenía nada que envidiarle a Seattle.

El muelle a la derecha era una serie ininterrumpida de apartadas terminales de ferris de pasajeros. A la izquierda había una mezcla de edificios: algunos rascacielos flamantes, algunos hoteles y edificios de oficinas anteriores al milagro económico se alzaban diez o quince pisos, algunos solares vacíos en construcción, y unos cuantos parches tenaces de viejos edificios residenciales de tres a siete plantas.

Other books

Calculated Risk by Elaine Raco Chase
No Love for the Wicked by Powell, Megan
Emma's Heart (Brides of Theron 3) by Pond, Rebecca, Lorino, Rebecca
ACE (Defenders M.C. Book 4) by Amanda Anderson
Rise of Keitus by Andrea Pearson
Seekers of Tomorrow by Sam Moskowitz
Por quién doblan las campanas by Ernest Hemingway
Design For Loving by Jenny Lane
The Early Stories by John Updike


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024