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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (12 page)

—No hasta que reconozca que es lo que dice.

—¡Adelante, compruébelo!

—Oh, he mirado la muestra que envió. Todos eran números auténticos de tarjetas de crédito, como dijo. Nombres, fechas de expiración, y todo lo demás.

—¿Entonces adónde quiere ir a parar?

—A la procedencia.

—¿No se llama así una ciudad de Rhode Island?

—Ya que es usted autodidacta, Peter, y yo tengo cierta debilidad por los autodidactas, perdonaré que no conozca la palabra. Se refiere al origen de los datos.

—¿Y qué importa, si los datos son buenos?

Wallace suspiró, bebió su agua con gas, y contempló el salón. Como si acumulara la energía necesaria para continuar con esta estúpida conversación.

—Está malinterpretando todo esto, joven. Intento ayudarle.

—No era consciente de que necesitara ninguna ayuda.

—Es ayuda proactiva. ¿Entiende? La ayuda retroactiva, en la que usted está pensando, es lanzarle a un borracho un salvavidas después de que se haya caído al agua. La ayuda proactiva es cogerlo por el cinturón y ponerlo a salvo antes de que se caiga.

—¿Y por qué le importa siquiera?

—Porque si acaba necesitando ayuda, chico, debido a un problema con la procedencia de estos números de tarjetas de crédito, yo también acabaré necesitándola.

Peter dedicó un momento a reflexionar sobre esto.

—No trabaja usted por su cuenta.

Wallace asintió, consiguiendo parecer complaciente y agrio al mismo tiempo.

—Solo hace el encargo... actúa como agente o algo por el estilo, para quien sea que esté de verdad detrás de esta compra.

Wallace hizo gestos expresivos, como un director de orquesta, y casi derribó su agua con gas.

—Si algo sale mal, esa gente se sentirá molesta, y tiene miedo de lo que puedan hacer —continuó Peter.

Wallace se quedó ahora quieto y en silencio, lo que pareció significar que Peter había llegado por fin a la conclusión correcta.

—¿Quiénes son?

—No imaginará que voy a decirle sus nombres.

—Pues claro que no.

—¿Entonces por qué lo pregunta, Peter?

—Es usted quien los ha mencionado.

—Son rusos.

—Quiere decir... ¿la mafia rusa? —Peter estaba demasiado fascinado para sentirse asustado.

—«Mafia rusa» es un término idiota. Un oxímoron. Chorradas de los medios. Es mucho más complicado que eso.

—Bueno, pero obviamente...

—Obviamente —reconoció Peter—, si van a adquirir a unos hackers números robados de tarjetas de crédito, están por definición involucrados en una actividad de crimen organizado.

Los dos hombres continuaron en silencio durante un momento mientras Peter reflexionaba.

—Cómo se implicó esta gente en una actividad criminal organizada es algo muy interesante y complicado. Le parecería fascinante hablar con ellos, si ellos tuvieran el más mínimo interés en hablar con usted. Puedo asegurarle que no tienen nada que ver con la mafia siciliana.

—Pero usted acaba de amenazarme. Esto parece...

—La crueldad y el oportunismo de los rusos se han exagerado mucho —dijo Wallace—, pero hay una pizca de verdad. Usted, Peter, ha decidido comerciar con artículos ilegales. Al hacerlo, se ha salido de las estructuras del comercio corriente, con sus facturas, sus mediadores, sus organizaciones de consumidores. Si la transacción sale mal, sus clientes no tendrán ninguna de las formas normales de recurrir. Eso es todo lo que estoy diciendo. Así que aunque sea un auténtico sesos de chorlito sin ninguna preocupación por su seguridad ni la de su chica, le pido que responda a mi pregunta sobre la procedencia, porque todavía tengo que decidir si seguir adelante con esta transacción, y no hago negocios con ningún sesos de chorlito.

—Bien —dijo Peter—. Trabajo en una asesoría de redes de seguridad. Eso ya lo sabe. Nos contrató una cadena textil para hacer una prueba de penetración.

—¿Es que no se les ponía dura?

—Nuestro trabajo era penetrar en sus redes corporativas. Descubrimos que una parte de su web era vulnerable a un ataque de inyección SQL.
[03]
Al explotar eso, pudimos instalar un rootkit en uno de sus servidores y luego usarlos como cabeza de puente a su red interna para, por resumir, colarnos en los servidores donde almacenan los datos de los clientes y demostrar luego que los datos de sus tarjetas de crédito son vulnerables.

—Parece complicado.

—Tardó quince minutos.

—¡Entonces me está diciendo que estos datos que intenta venderme ya están comprometidos! —dijo Wallace.

—No.

—¡Acaba de decirme que informaron al cliente de la vulnerabilidad!

—Ese cliente fue informado. Esos números estaban comprometidos. Estos números no son aquellos.

—¿Qué son, entonces?

—La red de la que le hablaba fue establecida por un asesor que acabó fuera del negocio.

—¡No me extraña!

—Exactamente. Examiné páginas web archivadas y declaraciones de accionistas para descubrir los nombres de algunos de los otros clientes que habían contratado al mismo asesor para fundar sitios web comerciales durante el mismo periodo de tiempo.

Wallace se lo pensó antes de asentir.

—Considerando que era coser y cantar.

—Sí. Todas esas páginas eran clónicas unas de otras, más o menos, y como el asesor estaba fuera de la escena, no habían actualizado sus parches de seguridad.

—Y por eso probablemente lo contrataron a usted para la prueba de penetración.

—Exactamente. Así que encontré un montón de sitios idénticos que compartían las mismas vulnerabilidades, incluyendo uno grande. Una cadena de grandes almacenes de la que habrá oído hablar.

—Y entonces repitió el mismo ataque.

—Sí.

—Que ahora puede rastrearse hasta la agencia para la que trabaja y sus ordenadores.

—No, no, no —dijo Peter—. Trabajé con algunos amigos de la Europa del Este; desviamos la operación a través de otros servidores, todo fue anónimo... es absolutamente imposible que puedan rastrearlo hasta mí.

—¿Esos amigos suyos trabajan gratis?

—Por supuesto que no, reciben parte del dinero.

—¿Confía en su discreción?

—Obviamente.

—Eso explica por qué su contacto inicial conmigo vino a través de Ucrania.

—Sí.

—Es bueno tener atado ese cabo suelto —dijo Wallace con retintín—. Pero el cabo suelto más grande sigue suelto.

—¿Cuál?

—¿Por qué hace usted esto?

Peter no supo qué responder.

—Dígame que es adicto a la cocaína. Que su dominatrix lo está chantajeando. No habrá ningún problema.

—Tengo problemas para pagar mi hipoteca —dijo Peter.

—¿Se refiere a ese estercolero de hackers donde vive?

—Es un edificio comercial en Seattle... un barrio industrial llamado Georgetown...

Wallace asintió y citó la dirección de memoria.

Peter se ruborizó.

—De acuerdo, ha estado investigando sobre mí. Muy bien. Compré ese sitio antes de la crisis. Lo uso en parte como espacio de vivienda/trabajo y tengo alquilado el resto. Cuando la economía se fue al garete, los locales vacíos empezaron a aumentar y la propiedad perdió gran parte de su valor además de los ingresos por alquiler. Pero con esto puedo enmendarlo. Evitar el cierre, arreglar unas cuantas cosas, estar en disposición de comprar...

—¿Una casa de verdad donde quiera vivir una mujer? —preguntó Wallace. Pues Peter, a su pesar, había dejado que sus ojos se desviaran momentáneamente en dirección a Zula.

—Tiene que comprender... —empezó a decir.

—Ah, Peter, es que no deseo comprender.

—Seattle está lleno de toda esa gente que no es más lista que yo, que no es más trabajadora que yo...

—Y que son multimillonarios porque tienen suerte. ¡Peter! Escúcheme con atención —dijo Wallace—. Ya le he dicho para quién trabajo. ¿Cómo cree que me siento?

Eso dejó a Peter callado el tiempo suficiente para que Wallace admitiera:

—¿Y no le he dejado lo bastante claro que me importa una mierda?

—Sí le importó atar esos cabos sueltos.

—Ah, sí. Gracias por devolverme a los temas importantes —dijo Wallace. Miró el reloj—. Llegué hace una media hora. Si hubiera estado usted observando el aparcamiento, habría visto llegar dos vehículos. Uno es mío. Un bonito utilitario con techo de lona no demasiado bien adaptado para estas carreteras, pero me trajo aquí. El otro es un Suburban negro con un par de rusos dentro. Aparcamos uno a cada lado de su Scion xB de 2008 de color naranja. Uno de los rusos, un técnico que no tiene mucho menos talento que usted, abrió su portátil y estableció una conexión con Internet usando la red wi-fi del albergue. Está allí sentado esperándome. Si realizamos esta transacción, estaré en el asiento trasero del Suburban unos treinta segundos más tarde entregándole este pen drive. Y él tiene, cómo lo diría,
scripts
que pueden analizar sus datos y comprobar rápidamente esos números de tarjetas de crédito. Y si descubre que algo no está bien, entonces las represalias de las que le advertía hace unos minutos se habrán completado antes de que su hígado haya tenido tiempo de metabolizar ese trago de Mountain Dew que acaba de tomar.

Peter tomó otro sobro de Mountain Dew.

—Tengo los mismos scripts —dijo—, y los cotejé con estos datos hace unas cuantas horas. Mis amigos de Europa del Este han estado también echándole un ojo: si hubiera algún problema me lo habrían hecho saber. Me da miedo la gente para la que trabaja usted, señor Wallace, y ojalá no me hubiera metido nunca en esto, pero una cosa que no me preocupa es la integridad de los datos que le estoy vendiendo.

—Muy bien, pues.

Peter colocó el pen drive sobre la mesa y lo empujó hacia Wallace.

Wallace sacó el portátil de su bolsa y lo abrió en la mesa. Insertó el pen. Su icono apareció en la pantalla. Hizo doble clic en él para descubrir un único archivo Excel titulado «datos». Arrastró la carpeta al icono de sus «Documentos» y esperó unos segundos mientras la pequeña animación en pantalla le aseguraba que la transferencia estaba teniendo lugar. Mientras esto sucedía, comentó:

—Hay otra forma de que esto pueda salir mal, naturalmente. Ya se ha dado a entender en esta conversación.

—¿Y es...?

—¿Y si esto no es la única copia de los datos? ¿Y si duplica su dinero, o lo triplica, vendiéndoselos a otros?

Peter se encogió de hombros.

—No puedo demostrar que sea la única copia.

—Comprendo. ¿Pero sus colegas ucranianos...?

—Nunca han visto este material. Cuando hicimos el numerito, los archivos pasaron directamente a mi portátil.

—¿En el que ha guardado una copia, por si acaso?

—No —entonces Peter pareció dudar—. Excepto esto —sacó el DVD de su portátil—. ¿Lo quiere?

—Quisiera verlo destruido.

—Muy fácil.

Peter dobló el disco en la mesa y apretó con fuerza, tratando de romperlo. Esto requirió un sorprendente esfuerzo. Finalmente produjo un explosivo crujido y se partió en dos mitades, pero varios fragmentos se esparcieron sobre la mesa y el suelo.

—¡Mierda! —dijo Peter. Dejó caer los dos irregulares semicírculos sobre la mesa y alzó la mano derecha para mostrar un corte en la base del pulgar, de un centímetro de largo, del que manaba sangre.

—¿Creo que podría intentar llamar un poco más la atención? —preguntó Wallace. Había abierto el nuevo archivo de «datos» y verificó que constaba de línea tras línea de nombres, direcciones, números de tarjetas de crédito y fechas de expiración. Corrió la pantalla hasta abajo y verificó que contenía cientos de miles de registros.

Sacó entonces el pen drive de su ordenador y lo arrojó a la chimenea que ardía a un par de metros de ellos. Peter, que se estaba chupando la herida autoinfligida, no pudo evitar mirar en dirección a Richard y Zula.

Con el pie, Wallace empujó una pequeña mochila por el suelo hasta que contactó con el tobillo de Peter.

—Debería pagar unas cuantas tiritas y quedará suficiente para pagarle al tío Dick un pen drive nuevo. Pero nunca sabré cómo pagará la hipoteca con billetes de cien dólares.

—Resulta que tío Dick sabe algo al respecto.

Peter se había apartado la mano de la boca y apretaba ahora la herida ensangrentada contra el helado vaso de Mountain Dew.

—¿Lo sabe por conocimiento personal o por la Wikipedia? —preguntó Wallace.

—Para que lo sepa, tiene un montón de problemas con su entrada de la Wikipedia.

—Como los tendría yo si fuera mía —contestó Wallace—. Responda a mi pregunta.

—Richard no habla de los viejos tiempos. No conmigo, al menos.

—¿Qué pasa, no le parece digno de su sobrina? —dijo Wallace con tono de burlón asombro—. Richard Forthrast enderezó el camino hace mucho tiempo. No le ayudará con sus embarazosos billetes de cien dólares.

—Encontró un modo. También puedo hacerlo yo.

—Peter. Antes de que nos separemos, es de esperar que para siempre, me gustaría hablar brevemente con usted de algo.

—Adelante.

—Veo que ha sido sincero. Así que ahora quiero responderle del mismo modo y decirle que todo eso que he dicho de los rusos era una trola. Una táctica para asustar, pura y simple.

—Ya me lo había supuesto.

—¿Cómo, exactamente?

—Hace un momento ha dicho usted que iba a darle el pen drive a un hacker ruso que está en el asiento trasero del Suburban. Pero acaba de arrojarlo al fuego.

—Chico listo. Así que no necesito decirle que no hay ningún Suburban en el aparcamiento. Puede verlo usted mismo.

Peter no se volvió a mirar. Sentía una compulsión casi excesiva por creer a Wallace.

—Yo trabajo por mi cuenta —dijo Wallace—. No tengo infraestructura para mantener mi negocio, y por eso tengo que poner estos juegos mentales a veces, como forma de juzgar la sinceridad de la gente. En este caso ha funcionado. Veo que ha sido sincero conmigo. De otro modo se le habría notado en los ojos.

—No importa —dijo Peter—. Antes veíamos ese estúpido programa llamado
Dame un susto
. Creo que me acaba de asustar ahora mismo.

—¿De veras? —rio Wallace—. ¡Ha pasado página! ¡El último gol! Ya puede marcharse. Puede volver al camino estrecho y recto, como Richard Forthrast.

—Él lo consiguió... —empezó a decir Peter.

—... y usted puede hacerlo también —terminó Wallace—. Creo que todo eso es una chorrada, pero me marcho y le deseo suerte.

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