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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (9 page)

—Nuevo proyecto de investigación —se oyó decir Richard.

—Ajá.

—¿Has visto todas esas chorradas de Diane sobre los atractores en un espacio de gama de colores?

—Soy consciente de ello —dijo Corvallis, pasando a modo defensivo—, pero...

—Eso es todo lo que importa —gruñó Richard.

Su mano empezó a moverse, dibujando letras en la parte superior de la columna de la izquierda. Vio con fascinación cómo iban escribiendo: FUERZAS DE LA LUZ. Entonces su mano pasó a la columna de la derecha. Solo tardó un momento: COALICIÓN TERROSA.

—Olvida todo lo que se supone que sabes sobre T’Rain. Las razas, las clases de personajes, la historia. Sobre todo olvida todo lo del Bien y el Mal. Busca qué pasa en el tema de la conducta y la afiliación. Usa atractores en el espacio del color como extremo fino de tu cuña. Golpea hasta que se abra.

Richard pensó en suministrarle a Corvallis esas dos etiquetas pero pensó que si no estaba completamente lleno de mierda, C-plus descubriría lo mismo por su cuenta.

—¿A qué viene esto?

—Esta mañana, en Bastión Gratlog, los arqueros a caballo dispararon mensajes sobre la muralla a la gente que había dentro.

—¿Por qué no usan el e-mail como todo el mundo?

—Exactamente. La respuesta es: no se conocen unos a otros. Están contactando. Con desconocidos.

—¿Completamente al azar?

—No —dijo Richard—. Creo que hay un mecanismo de selección y que está basado en el... —estuvo a punto de decir «color», pero una vez más no quiso alertar a Corvallis—, gusto.

—Muy bien —respondió Corvallis, ganando tiempo mientras pensaba—. Así que tu granjero rico de entre cincuenta y cinco y sesenta años con su licenciatura universitaria y que lee un montón de libros de Don Donald... estaría a un lado de la línea del gusto.

—Sí. ¿Quién está en el otro lado?

—No es difícil de imaginar.

—Pero dame hechos concretos cuando dejes de imaginar.

—¿Algún plazo concreto?

—Mi GPS me indica que estoy a dos horas de Nodaway.


De gustibus non est disputandum
.

DÍA 0

SCHLOSS HUNDSCHÜTTLER

ELPHINSTONE, COLUMBIA BRITÁNICA

CUATRO MESES MÁS TARDE

—Tío Richard, háblame del... —Zula vaciló, luego apartó la mirada, apretó la mandíbula, y continuó tenazmente—. Apostrofe...

—El Apostrofecalipsis —dijo Richard, vacilando un poco, ya que era difícil pronunciarlo incluso cuando estabas sobrio, y llevaba buena parte del día en la taberna del Schloss Hundschüttler. Por fortuna, había suficiente ruido ambiental para oscurecer sus problemas con el mundo. Esta era la última semana tolerable de la temporada de esquí. Todas las habitaciones del Schloss habían sido reservadas y pagadas desde hacía más de un año. El único motivo por el que Zula y Peter habían podido venir era porque Richard los dejaba dormir en el sofá-cama de su apartamento. La taberna estaba repleta de gente que se sentía, de largo, muy satisfecha consigo misma y creaba una concomitante cantidad de ruido.

El Schloss Hundschüttler era una estación de cat-esquí a la que se accedía por snowcat, no por teleférico. Los clientes eran transportados a lo alto de las pistas por medio de tractores que corrían sobre la nieve con ruedas de tanque. Ese tipo de esquí era distinto a las zonas al estilo Aspen con su futurista tecno-infraestructura de transporte en helicóptero.

Aunque era menos caro y glamuroso que el heli-esquí, el cat-esquí era más satisfactorio para los esquiadores más impenitentes. Con el heli-esquí, todas las condiciones tenían que ser las adecuadas. El viaje tenía que ser preparado con antelación. Con el cat-esquí, era posible ser más extemporáneo. La naturaleza casi soviética de la experiencia, con su olor a gasolina, dejaba a un lado a los hiperricos buscadores de
glamour
a los que atraía la opción del helicóptero, y que tendían a ser una mezcla de esquiadores serios y fantásticos y los del tipo que tienen más dinero que cerebro cuyos cadáveres congelados adornan las falda del monte Everest.

Todo lo cual era agua pasada bajo el puente para Richard y para Chet, quienes, quince años antes, habían tenido que dejar a un lado todas esas divisiones tribales en el mundo del esquí para escribir un plan de negocios coherente para el Schloss. Pero explicaba mucho del estilo del albergue, que podría haber sido más deslumbrante, más lujoso, si hubiera estado dirigido a un segmento distinto del mercado. En cambio, Richard y Chet lo habían modelado conscientemente al estilo de las pequeñas estaciones de esquí de Columbia Británica que solían ser menos sofisticadas, con teleféricos y percheros soldados por gente local que era además fanática del deporte. Estaba diseñado para ser menos estilizado, menos corporativo en su sentido general que las estaciones al sur de la frontera, y como tal no atraía a todos los esquiadores, ni siquiera a la mayoría. Pero por lo mismo, los que venían lo apreciaban aún más, y consideraban que simplemente estar aquí los diferenciaba como la auténtica élite.

En un rincón había un grupo de media docena de esquiadores ridículamente expertos (representantes de fabricantes de esquís), muy borrachos, ya que se habían pasado todo el día en las pistas de nieve en polvo esparciendo las cenizas de un amigo que había muerto por la misma medicación que había matado a Michael Jackson. En otra mesa había unos cuantos rusos: cincuentones, todavía medio ataviados con los monos de esquiar, con mujeres más jóvenes que no habían esquiado nada. Un joven actor de cine, no de primera fila pero al parecer bastante de moda en el momento, se lo tomaba con calma con tres amigos algo menos glamurosos. En el bar, el complemento habitual de guías, lugareños y mecánicos habían dado la espalda a la multitud para ver un partido de hockey con el sonido apagado.

—El Apostrofecalipsis es a la actual realineación de T’Rain lo que el Tratado de Versalles fue a la Segunda Guerra Mundial —dijo Richard, burlándose deliberadamente del tono de los contribuyentes a la Wikipedia con la esperanza de que los otros lo pillaran.

Zula al menos mostraba amablemente atención, pero Peter se lo perdió a todos los niveles, ya que estaba hechizado con su teléfono desde que llegó unos quince minutos antes, quemado por el sol y el viento y profundamente satisfecho tras pasarse el día haciendo snowboard. Zula, como Richard, no era esquiadora y había acabado convirtiendo este viaje en unas vacaciones de trabajo donde se pasaba varias horas cada día en el apartamento, conectada con los servidores de la Corporación 9592 a través de la delicada conexión de fibra que Richard, a un precio desorbitado, había traído desde el valle al Schloss. Peter, por otro lado, había resultado ser un pirado absoluto del snowboard que, según Zula, se había pasado un montón de tiempo desde la reunión comparando tablas de snowboard especiales, optimizadas para la nieve en polvo: finalmente compró una en una tienda de Vancouver hacía unas pocas semanas. La trataba ahora como si fuera un Stradivarius, y solo le faltaba acostarse con ella por las noches, por lo que Zula incluso sentía un poco de celos.

Peter y Zula estaban disfrutando del fin de semana largo. Habían dejado Seattle después de que ella saliera del trabajo y habían remontado el tráfico hasta Snoqualmie Pass, donde la mayoría de los esquiadores se desviaba para tomar los convencionales teleféricos. Sintiéndose más élite a cada minuto, cruzaron el estado hasta Spokane y luego se dirigieron al norte hacia Metaline Falls, una diminuta estación fronteriza en un paso en las montañas que coincidía con el paralelo cuarenta y nueve. Lo cruzaron una hora antes de la medianoche, atravesaron el paso hasta Elphinstone, y luego giraron hacia el sur a lo lago de la mal señalizada carretera de montaña, llena de curvas y baches, que conducía al Schloss. Este plan no les había parecido una locura, lo que recordó una vez más a Richard su avanzada edad. Durante las horas que habían estado en carretera, no pudo apartarse del ordenador, calculando qué peligrosa carretera estarían recorriendo en qué momento concreto, como si Zula fuera una parte de su cuerpo que se hubiera desprendido por su cuenta y necesitara ser controlada. Supuso que ser padre sería algo parecido. Por ridículo que fuera, los recuerdos de la reunión lo acosaban. Pues si Zula y Peter tenían un accidente en el camino, más tarde, cuando la historia se contara y se volviera a contar en la reunión, lanzada como un ladrillo a la tradición familiar, se hablaría sobre todo de Richard, cuándo se enteró, qué acciones emprendió, la frialdad que mostró, las decisiones correctas que había tenido que hacer, el alivio de Zula cuando apareció en el hospital. La moral estaba prestablecida: la familia cuidaba de sí misma, incluso, no, especialmente en momentos de crisis, y estaba formada por gente buena, sabia y competente. Tal vez tendría que dirigirse al lugar del siniestro por carreteras resbaladizas y serpenteantes, a través de una helada. Justo cuando se estaba preparando para ponerse los pantalones de esquí encima del pijama para salir a buscarlos, llegaron, exactamente a la hora anunciada, en aquel molesto vehículo cuadrado y de moda de Peter, y entonces Richard dejó de verlos como una pareja de alocados chicos descarriados y los consideró superhombres con sus teléfonos con GPS y Google Maps.

Ahora se preparaban para volver a hacerlo. Como no quería perder ni una sola hora practicando snowboard, Peter se había pasado la tarde del lunes en las pistas y pretendía volver en coche a Seattle esta noche.

Cuando Peter llegó y se sentó junto a Zula, Richard perdonó su atención al teléfono asumiendo que estaba comprobando las condiciones climatológicas y de carreteras. Pero entonces empezó a teclear mensajes.

Parecía una lapa pegada a Zula. Richard no dejaba de decirse que ella no era tonta y que Peter debía de tener cualidades redentoras que, debido a su ineptitud social, no eran obvias.

Zula miraba a Richard a través de sus gafas grandes y anticuadas, esperando algo más de información sobre el chiste del Tratado de Versalles. Richard sonrió y se acomodó en el brazo de su enorme sillón tapizado de cuero. La taberna era un buen lugar para contar historias y, en concreto, para contar historias sobre T’Rain. A Richard le impresionaba mucho un lagar de hidromiel dwinn creado por uno de los arquitectos de fantasía retro-medieval de T’Rain que había contratado al mismo tipo que hizo una versión real en el Schloss. Era un joven arquitecto que nunca había construido ninguna estructura física de verdad. Salido de la facultad a un mercado aplastado por la crisis del ladrillo, no pudo encontrar trabajo en el universo físico y fue directamente al departamento creativo de la Corporación 9592, donde tuvo que olvidar todo lo que sabía sobre Koolhaas y Gehrey y se zambulló en cambio en los entresijos de la arquitectura medieval de postes y vigas como podría haber sido practicada por una ficticia raza de enanos. De hecho, construir algo semejante en el Schloss lo había hecho muy feliz, pero la tensión de tratar con contratistas, presupuestos y permisos en el mundo real le había convencido de que al fin y al cabo había dado los pasos adecuados al confinar su práctica a lugares imaginarios.

—Veo vestigios de ello cuando examino el antiguo código de Plutón —dijo Zula—. El D’uinn —lo deletreó.

—Trajimos a Don Donald como primer Creativo por la cronología, pero no tuvo mucho tiempo para trabajar en el proyecto.

—He oído que hubo más discusiones a alto nivel.

—Sí. Tuve que quemarme las pestañas para estas discusiones leyendo a mi Joseph Campbell, a mi Jung.

—¿Por qué Jung?

—Arquetipos. Teníamos una discusión fuerte sobre las razas de T’Rain. Había motivos para no usar solamente enanos y elfos como todo el mundo.

—¿Te refieres a motivos creativos o de propiedad intelectual?

—Más bien lo último, pero también desde el punto de vista creativo hay algo a favor de empezar desde cero. Crear una gama completamente nueva y original de razas sin ninguna atadura con Tolkien o la mitología europea.

—Todos esos programadores chinos... —empezó a decir Zula.

—Te sorprenderías. Lo que cabría esperar es la oposición radical universitaria políticamente correcta...

—Elfos y enanos, venga ya, ¿cómo pudisteis ser tan eurocéntricos? —dijo Zula.

—Exactamente, pero en cierto modo es casi condescendiente asumir que los chinos, solo por ser de China, no pueden identificarse con enanos y elfos.

—Entendido.

—Resultó que cuando trajimos a Don Donald, ofreció buenos motivos para explicar por qué los enanos y los elfos no eran solo razas arbitrarias que podían cambiarse por otras, sino que eran arquetipos que se remontaban...

—¿Hasta dónde?

—Cree que la división elfo/enano nació en la época en que los hombres de Cromañón coexistieron en Europa con los Neandertal.

—¡Qué interesante! Nos remontamos, entonces, a decenas de miles de años.

—Sí. Tal vez incluso antes del lenguaje.

—Te hace pensar qué podríamos encontrar en el folklore africano —dijo ella.

Esto hizo detenerse a Richard un momento, hasta que siguió su pensamiento.

—Puesto que pudo haber una diversidad aún mayor de... De...

—Homínidos —dijo ella—. Quizá remontándose incluso más atrás.

—¿Por qué no? De todas formas, no fuimos mucho más allá de este nivel en las charlas iniciales con D-al-cuadrado. Entonces todo pasó a...

—Skeletor.

—Sí. Pero en aquella época no lo llamábamos así, porque todavía estaba gordo.

Mientras decía esto, Richard sintió un breve conato de nerviosismo por si Peter estaba escribiendo todo esto en Twitter o, Dios no lo quisiera, lo estuviera colgando en vídeo en algún blog. Pero la atención de Peter estaba en otra parte: había empezado a observar la entrada de la taberna, y sus ojos se dirigían a todo le que entraba por la puerta.

Richard volvió su mirada a Zula, no sin cierta sensación de placer (amistoso, no repulsivo), y continuó.

—Devin se volvió loco. Su fecha oficial de inicio era dos semanas antes de nuestro encuentro inicial... pero cuando entró por la puerta, ya tenía un puñado de páginas de este grosor llenas de ideas de sagas históricas basadas en los esbozos proporcionados por Don Donald. Aquella reunión no tuvo mucho sentido. Fue una formalidad. Le dije que continuara, e hice que un interino catalogara y cotejara toda su producción...

—El Canon —dijo Zula.

—Exactamente, eso fue el principio del Canon. Nos obligó a contratar a Geraldine. Pero con la diferencia clave de que todo era todavía fluido, ya que no habíamos lanzado nada a la base de fans todavía. Daba algo de miedo, la forma en que creció. Fue más tarde ese mismo año cuando empezamos a sentirnos un poco acojonados por la forma en que Devin estaba cogiendo nuestro mundo y saliéndose con la suya. Así que anunciamos, y no me enorgullece demasiado decir que fue un cambio de política retroactivo, que el programa de escritores residentes solo funcionaría anualmente y que cuando el año de Devin terminara, podía continuar escribiendo cosas para el mundo de T’Rain pero que de hecho tendría que compartir la autoría de ese mundo con el siguiente escritor residente.

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