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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (152 page)

Cosa que Seamus estaba más que dispuesto a hacer. Sufría un poco de culpa de superviviente, tras haber dejado a Jack el piloto del helicóptero tras él antes, y se preparaba, ahora, a abandonar al cojo Richard. La insistencia de este en que debería hacerlo y que podría cuidar de sí mismo mientras tanto lo hizo más fácil.

Yuxia era otro cantar. Seamus había imaginado que sería una buena chica y se quedaría a cuidar de Richard y hacerle compañía, que haber sobrevivido a un accidente de helicóptero y ser perseguida por los bosques por un francotirador fanático debería haber saciado su sed de aventuras, al menos por el momento. Y aparte de eso, que la pesada carga psicológica tras haber matado a un hombre con un tiro de escopeta podría haberle causado la necesidad de sentarse en un lugar tranquilo durante un rato y pensar en todo lo que eso significaba.

Pero no, todo en su cara y su lenguaje corporal decía que iba a ir con Seamus, que estaba molesta por la estúpida deliberación que Seamus llevaba mostrando, en los sesenta segundos transcurridos desde que Jahandar fue al encuentro de sus setenta y dos vírgenes de ojos negros, y que si Seamus se pasaba más tiempo pensándoselo, era capaz de coger un arma y marcharse sin él.

La inevitabilidad de la participación de Yuxia en la siguiente fase de la operación hizo que Seamus se pensara un poco más sus detalles. Parecía que atravesarían una pendiente al descubierto, donde podrían dispararles desde lejos hombres armados con buenos rifles.

—¿Hay algún modo de llegar al mismo lugar sin recorrer una pendiente descubierta? —le preguntó a Richard.

—Puede hacerse a través de la espesura —reconoció Richard, señalando el sendero que conducía a un bosque de aspecto formidable—. Mucho más despacio —se lo pensó—. He oído disparos en esa dirección hace un minuto.

—Yo también. O bien Jones se ha encontrado con oposición, o ha decidido emboscar un laboratorio de meta.

—Aquí arriba, lo más probable es que sea una plantación de marihuana. Está demasiado lejos de la carretera para ser de meta.

—De todas formas, parece que están atravesando el bosque —dijo Seamus—, y eso los retrasará.

—Si coges el camino de arriba, podrás adelantarlos. Podrás ponerte a cubierto si es necesario —dijo Richard—. Y si te llevas el rifle, tendrás ventaja.

—Por el camino de arriba será —dijo Seamus, tratando de que su voz sonara decidida, como forma de aplacar a Yuxia, que daba saltitos como el osezno compañero del Oso Yogi de los dibujos animados—. ¿Qué arma, o armas, quieres que te deje?

—Puedes llevártelas todas, si tu intención es dispararle con ellas a un montón de tipos malos.

—Tendría que haber mencionado que era una pregunta trampa —continuó Seamus—. Nos sigue un león de las montañas que no nos tiene tanto miedo como nosotros a él.

—Lo sé —Richard miró alrededor—. Por mucho que me gustaría el rifle de francotirador de Jahandar...

—¿Así se llama el último tipo que cabreó a Yuxia?

—Sí. En estos bosques, no puedo ver lo bastante lejos para que las excelentes cualidades de esa arma sean de ninguna utilidad aparte de ciertos impulsos masturbatorios propios de los chalados de las armas.

—¿Y la escopeta? —preguntó Seamus.

—Yuxia debería quedársela. Sabe usarla, y le queda bien.

Esto, al menos, provocó una sonrisa por parte de Yuxia mientras se regodeaba unos instantes bajo el escrutinio de los dos hombres.

—Sin discusión.

Seamus se acercó al cuerpo acribillado y le dio la vuelta.

—Tiene un revólver, si te lo puedes creer.

—Ya me pareció que sonaba a un seis tiros —dijo Richard.

—Cinco tiros, más bien. Calibre grande.

Seamus se arrodilló y estudió el revólver, que había quedado oculto bajo el cuerpo de Jahandar y ahora yacía en mitad del sendero. Lo desamartilló con cuidado, luego lo alzó.

—Un trofeo. Debe de habérselo quitado a un contratista americano muerto.

—Parece justo lo que se necesita para defenderse de los pumas. Me lo quedo. Llévate tú el rifle.

—Hecho —dijo Seamus, y menos de un minuto más tarde Yuxia y él, armados y pertrechados de nuevo, corrían por los senderos.

Durante el cuarto de hora que Sokolov pasó huyendo de los yihadistas y escondido en un lugar frío y húmedo tras un tronco caído, pensó en la edad. Esas cavilaciones estaban causadas por todo lo que había hecho en la última media hora. Había creado un señuelo, lo había visto destrozado a tiros, había corrido por una gran roca, y luego había bajado como loco por una gran pendiente al descubierto. Veinte veces se había lanzado y rodado por una superficie que consistía principalmente en grandes piedras afiladas, cada una de las cuales había dejado algún tipo de marca en él, y alguna incluso le había lastimado huesos que tardarían semanas en mejorar. Otras veinte veces se había lanzado y rodado en barro helado. Había corrido hacia un campamento minero abandonado y desconocido sin tener ni idea de qué iba a hacer, y luego había encontrado un lugar ideal para esconderse y lo había aprovechado. Había descansado allí unos tres minutos antes de reventar el escondite disparándole al alto yihadista africano, y desde entonces se había visto obligado a abandonar la posición y buscar otra en una intensa serie de carreras, volteretas, giros y escondites en lugares incómodos.

Todo ese esfuerzo, todos esos riesgos corridos y esos daños sufridos, habían conseguido una cosa para él: había matado exactamente a uno de sus numerosos enemigos.

Si hubiera tenido diecisiete años, habría albergado necias e irreales expectativas de lo que podía conseguir realmente en una situación como esta, y habría creído que la recompensa por todo ese trabajo, ese riesgo y ese dolor deberían ser mayores que abatir a un solo enemigo. Impulsado por ese error, habría abandonado más lentamente la cabaña de troncos, habría renunciado más lentamente a la esperanza de dispararle al hombre que se había escondido detrás del excusado. Habría adoptado una pose de combate hacia el grupo principal de yihadistas que había venido corriendo al campamento. Como resultado, lo habrían rodeado y lo habrían matado. Todo porque era joven y estaba imbuido de una sensación irreal de lo que el mundo le debía.

Por otro lado, si hubiera sido unos cuantos años mayor de lo que realmente era, o no estuviera en tan buen estado físico, todas las carreras y los saltos y la exposición a los elementos le habrían resultado mucho más onerosos. Insoportables. Descorazonadores. Y esas emociones le habrían llevado a tomar emociones tan fatales, en el fondo, como las del hipotético chaval de diecisiete años.

Así que, por mucho que odiara felicitarse a sí mismo, vio pruebas que apoyaban la conclusión de que tenía exactamente la edad y el nivel físico adecuados para realizar esa misión.

Lo cual, visto de manera superficial, parecía un juicio favorable. Pero con un poco más de consideración (y, mientras se ocultaba detrás del árbol y escuchaba a los yihadistas batir los matorrales, tuvo unos pocos minutos para pensarlo) era realmente algo preocupante, ya que implicaba que todas las operaciones en las que había participado durante su carrera antes de ese día las había realizado un muchachito alocado que no estaba preparado y que había sobrevivido por pura suerte. Mientras que cualquier operación que pudiera realizar en el futuro serían excursiones mal aconsejadas de un hombre que estaba ya de vuelta, pasado su mejor momento.

Tenía que dejar ese tipo de trabajo.

Pero llevaba diciendo lo mismo desde Afganistán, y mira dónde lo había llevado.

Después de un rato, oyó a Jones llamando a los demás, diciéndoles que cancelaran la búsqueda. La necesidad de continuar el camino era más fuerte que el deseo de vengarse del hombre que los estaba acechando. Sokolov esperó hasta que ya no pudo oír a los yihadistas, y luego se movió con mucho cuidado, empezando con un rápido movimiento de la cabeza seguido de una retirada inmediata. Cuando varios movimientos no atrajeron disparos, empezó a sentir cierta confianza en que no habían dejado a nadie atrás para matarlo cuando salió de su escondite, y se movió con más libertad. Pero tenía la incómoda sensación de que ahora estaban muy por delante de él, y empezó a considerar cómo compensar el tiempo perdido. Jones y su grupo habían tomado la decisión de avanzar por el bosque, que era más lento que cruzar el territorio elevado sobre la línea de árboles, y por eso una manera obvia para que Sokolov recuperara el tiempo perdido sería volver al campamento minero y continuar moviéndose a través de la espesura justo en la linde de los árboles.

Eso implicaba hacer un gran esfuerzo,ya que el terreno en la base de la pendiente estaba saturado de residuos. Después de varios minutos de lento avance, un sonido en las alturas le recordó su estupidez: roces y golpes de rocas. Se puso a cubierto lo mejor que pudo, en un puñado de matorrales que parecían esforzarse por vivir en el terreno pantanoso, y alzó la cabeza a tiempo para ver una pequeña avalancha que caía por el escarpe, quizás a mil metros sobre él: solo unas pocas rocas que habían sido desalojadas por alguien o por algo y que habían caído dando tumbos antes de detenerse. Eso le dio la idea de dónde debía mirar, así que se soltó el rifle y observó a través de su mirilla, empezando por el lugar donde las rocas habían dejado de moverse y luego subiendo hacia arriba hasta que pudo ver la leve cicatriz horizontal del rastro del alud. ¡Tras un breve movimiento lateral, se encontró con la sorprendente visión de un hombre, sentado en el suelo, que lo apuntaba con un rifle! Su primera reacción fue dar un respingo y buscar mejor cobertura, lo que hizo que perdiera la imagen. Mientras lo hacía, sin embargo, su mente procesó lo que había atisbado y encontró unas cuantas peculiaridades.

La principal era que el cerrojo del rifle sobresalía en perpendicular del lado del arma, lo que significaba que no estaba preparado para disparar.

Y (a menos que su memoria le estuviera jugando una mala pasada) el hombre empuñaba el arma de forma extraña. Su mano derecha no estaba donde debería estar, en posición para apretar el gatillo.

Levemente envalentonado por estas observaciones, volvió a observar por la mirilla y lo comprobó. Esa vez, en cuanto tuvo al otro hombre a tiro, el tipo apartó la cabeza de su mirilla, revelando un rostro de aspecto europeo. Eso no demostraba nada, pero había algo en la expresión de aquella cara que no decía «yihadista rostro pálido».

Ese tipo, fuera quien fuese, estaba de parte de Sokolov. Lo había visto desde arriba, probablemente lo había localizado a través de su mira telescópica, y lo había identificado como amigo. Había causado el pequeño alud para llamar su atención. Y ahora quería comunicarse.

Sonrió y miró hacia un lado. Un momento después a su rostro se sumó el de una joven asiática.

Muy familiar.

Sokolov había sido entrenado durante más de dos décadas para permanecer absolutamente en silencio en situaciones de combate, pero no pudo impedir que una expresión de sorpresa escapara de sus labios cuando reconoció a Qian Yuxia.

El hombre que la acompañaba empezó a gesticular. Era imposible comunicarse bien de esa forma. Los rusos y los americanos (supuso que ese tipo era americano) usaban sistemas distintos de señales de manos. Pero los gestos eran bastante elocuentes. El hombre indicaba algún tipo de movimiento envolvente. Yuxia y él continuarían por el camino alto, Sokolov seguiría haciendo lo que estaba haciendo, y convergerían sobre los yihadistas en el objetivo, que Sokolov supuso sería la cabaña de Jake Forthrast.

Todo lo cual era bastante obvio. Y aunque no lo hubiera sido, era más o menos obligatorio: ninguno de ellos tenía mucha capacidad de decidir adónde ir o qué hacer a continuación. Ese no era el argumento.

El argumento era que deberían intentar no matarse el uno al otro por accidente durante el combate que iba a empezar en unos minutos. Y a Sokolov le pareció un argumento excelente.

—¡Por aquí! —llamó Zula, pues Csongor y Marlon precedían a Jake por el camino de acceso, dirigiéndose a la cabaña. Zula pudo ver por la mirilla de su rifle que los yihadistas habían aparcado un par de vehículos cruzados tras la entrada, donde se unía con la carretera. Habían apostado a unos cuantos hombres detrás de esos vehículos y en los bosques adyacentes, al parecer para disparar a cualquier vecino o policía curioso que pudiera intentar seguirlos. El grupo principal, unos cinco en total, corría hacia la verja, usando el todoterreno medio desvencijado como cobertura. Cuando llegaran allí podrían disparar contra el camino de acceso y abatir a todos los que estuvieran al descubierto.

Olivia había visto lo mismo.

—¡Poneos a cubierto! —gritó—. ¡Venid hacia mí!

Los hombres fueron lentos en oír y responder. Tenían muchas cosas en la cabeza. Olivia pasó al mandarín y dijo algo con un tono brusco y agudo que hizo que Marlon girara la cabeza para mirarla. Pareció recuperar el sentido entonces y agarró a Csongor por la manga y lo dirigió hacia el sonido de la voz de Olivia. Csongor era demasiado grande y llevaba demasiado impulso para poder ser desviado solo con ese gesto, pero pudo ser dirigido, y momentos después Marlon y él atravesaron el cinturón de maderas y malezas que corrían a lo largo del borde del camino de acceso. Llegaron al espacio semidespejado donde estaban Zula y Olivia. Unos segundos después los siguió Jake. Zula advirtió todo eso por el sonido, ya que su mirada seguía fija en la verja a través de la mirilla. Había cargado una nueva bala. Solo le quedaban cuatro. Los destellos de las bocas de las armas iluminaron su visión a través de la mirilla, y varias balas rozaron el follaje por encima de su cabeza.

—Estoy cubriendo la verja —anunció Jake—. Deberías retirarte, Zula.

Zula se volvió y vio a Jake arrodillado tras el tronco de un gran árbol, apuntando con su rifle a través de lo que ella solo pudo suponer que era una abertura entre los matorrales. Disparó un tiro, estudió el resultado, disparó dos más. Entonces la miró y usó los ojos y la barbilla para indicar la dirección en la que pensaba que debía ir.

—¡Por aquí, Zula! —llamó Olivia. Zula se agachó y corrió hacia una abertura entre un corral de cabras y la estructura cubierta por una red donde Jake y Elizabeth cultivaban arándanos. Unos segundos después, salió a un espacio abierto tras el cobertizo donde las cabras se refugiaban del clima de las montañas. Olivia, Marlon y Csongor estaban allí.

Fue, como poco, embarazoso. Csongor dio un rápido paso hacia ella, luego vaciló.

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