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Authors: Henri Troyat

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Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (9 page)

Al leer esas palabras la Zarina renace. El salvador está de nuevo a su lado. Todas las esperanzas son posibles, puesto que él lo afirma desde el fondo de su lejana provincia. Y, en efecto, a la mañana siguiente, la fiebre baja y el hematoma comienza a reabsorberse. A las dos de la tarde, los médicos constatan que la hemorragia se ha detenido. Explican ese fenómeno por una simple coincidencia entre la llegada del telegrama y la evolución natural de la enfermedad. A menos, dicen aún, que la remisión no se deba al hecho de que la Emperatriz, por fin tranquilizada gracias a las seguridades de Rasputín, haya cesado de excitar la nerviosidad del niño con el espectáculo de su angustia. Según ellos, el desasosiego del entorno ha podido crear en Alexis un estado de tensión que impedía la reabsorción del derrame sanguíneo. Esas consideraciones seudocientíficas exasperan a Alejandra Fedorovna. Para ella, ante ese punto de la evidencia, dudar del prodigio sería un pecado contra Dios. Si su hijo se ha salvado eso se debe a Rasputín y sólo a él. A pesar de la maledicencia de algunos, ese hombre es un ser excepcional. Un enviado del Altísimo en este mundo. Un segundo mesías. Mientras él permanezca entre bastidores en el palacio, el zarevich, sus padres, Rusia entera estarán preservados de la desgracia. Anna Vyrubova comparte la alegría de Su Majestad y su ceguera. Se excitan mutuamente en una devoción ansiosa.

El 21 de octubre de 1912, Nicolás II envía una carta tranquilizadora a su madre; retoma sus cacerías del ciervo, sus paseos en el bosque y sus consultas políticas; el 2 de noviembre, es publicado en la prensa el último boletín de salud para anunciar la curación del heredero del trono y, el 5, toda la familia regresa a Tsarskoie Selo. En esta ocasión, las admiradoras del
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celebran en los salones la victoria del santo injustamente denigrado por los descreídos y los envidiosos. Lo primero que hace la Emperatriz es pedir al «salvador» de Alexis, como una gracia, que vuelva lo antes posible de Pokrovskoi. Pero él retrasa su partida algunas semanas, sin duda para hacerse desear. Tiene tantos enemigos que debe enfervorizar al máximo a sus seguidoras para resistir a la camarilla que lo amenaza. Al fin se decide y llega a San Petersburgo en diciembre.

La Emperatriz, con el corazón palpitante de gratitud, lo recibe en casa de Anna Vyrubova. Él está acompañado de su mujer y sus hijas. Toda la familia está endomingada. Se sirve el té. La Zarina toma la mano de Prascovia y le dice amablemente: «¿Nos perdona por robarle a su marido tan a menudo? ¡No lo haríamos si no fuera tan vital para nosotros y para la corona!». Al hablar, su voz se ahoga de emoción y su rostro se cubre de manchas rojas. Prascovia responde: «¡Es una bendición para nosotros que Dios haya permitido a Gregorio Efimovich ayudar a su niño!». Alejandra Fedorovna ha llegado flanqueada por las cuatro grandes duquesas. Éstas simpatizan con las hijas de Rasputín, María y Varvara. Él, sentado en el centro de ese círculo íntimo y enteramente femenino, disfruta de una situación extraña: la familia de un campesino siberiano y la de Sus Majestades unidas en una misma amistad, alrededor de un samovar. Las barreras han caído. La Rusia de las profundidades y la de los palacios se comprenden y se aman. Los habladores de la Duma y de las casas aristocráticas no podrán nada contra esa alianza del cetro y el arado. Mientras el Zar y el pueblo estén de acuerdo, el Imperio proseguirá su ruta espléndidamente. Como muestra de su reconocimiento, la Emperatriz hace inscribir a María, la hija mayor de Rasputín, en el liceo Steblin-Kamenska de San Petersburgo.

En primavera, Sus Majestades hacen un crucero por los fiordos en el yate del Zar, el
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; luego, en agosto, un tiempo de descanso en Peterhoff; en fin, la familia imperial se instala en Livadia. El zarevich, debilitado por el acceso de hemofilia del año anterior, camina con un aparato ortopédico: todavía no puede apoyarse sobre su pierna enferma. Lo curan con baños de barro. Apenas retoma sus desplazamientos libres y sus juegos, se cae. Una hemorragia subcutánea se declara alrededor de la rodilla. Los dolores aumentan. Felizmente, Rasputín se encuentra de vacaciones en el balneario vecino de Yalta. Acude, reza intensamente ante la Zarina maravillada, ordena abandonar todos los remedios y dejar al niño en cama durante varios días. Poco a poco, el sufrimiento se calma, el hematoma desaparece. Los médicos sostienen que el derrame se habría reabsorbido por sí mismo bajo el efecto de un reposo prolongado. Pero Alejandra Fedorovna proclama que, una vez más, la gloria de esa curación pertenece a Rasputín, el hombre providencial que Dios ha elegido para proteger a la familia imperial y, a través de ella, a Rusia.

Por un extraño movimiento de péndulo, cuanto más la Zarina se apega a él y declara estarle muy agradecida, más audaces se vuelven los enemigos del
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. Algunos hasta piensan en hacerlo asesinar. Entre los más encarnizados deseosos de librarse de él están el general ultramonárquico Bogdanovich y su mujer, que sugieren a Bieletski, director del departamento de Policía, que se deshaga del «monstruo» durante su trayecto en buque de Sebastopol a Yalta. Advertido del proyecto, el ministro del Interior Nicolás Maklakov considera que es demasiado arriesgado. Eliodoro, por su parte, alborota en su celda del monasterio de Floritcheva para obtener que las autoridades pongan fin a la diabólica elevación del «despreciable Gregorio». Sus invectivas son tan violentas y evidencia tal imprudencia al predicar la revuelta a sus ex feligreses de Tsaritsyn, que el Santo Sínodo, exasperado, le retira el sacerdocio. Eliodoro replica firmando con su sangre una carta en la que abjura de la fe ortodoxa y se separa de la Iglesia. Secularizado e iluminado, vuelve a su pueblo natal, retoma su nombre laico de Sergio Trufanov y crea una comunidad religiosa sui géneris. Al margen de la jerarquía eclesiástica, la «Nueva Galilea» es una asociación de mujeres y jovencitas enteramente consagradas al odio hacia Rasputín. Su objetivo principal es capturar al falso
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y castrarlo para impedirle arrastrar hacia el pecado a criaturas inocentes. En octubre de 1913, Eliodoro se preocupa hasta de hacer confeccionar vestidos elegantes, «como los que se ven en los salones», para permitir que algunas de esas furias se introduzcan en el entorno de Rasputín y le ajusten las cuentas. Pero como la víctima de esa maquinación había sido prevenida a tiempo, Trufanov decide diferir la ejecución del proyecto. Mientras tanto, mantiene el ánimo de las conjuradas con discursos cada vez más enérgicos. Entre ellas, la más resuelta es cierta Khionia Guseva, una «hija espiritual» de Trufanov. En otro tiempo era, dice él, una virgen «inteligente, bonita, seria y casta». Pero, por desprecio hacia la belleza física, pidió a Dios que la «librara» de ésta lo más pronto posible; deseo que fue cumplido porque, después de sus primeros contactos con un hombre, contrajo sífilis y perdió la nariz. Desfigurada y rabiosa, está desde entonces totalmente consagrada al culto de Trufanov y a execrar al enemigo común, Rasputín. Con el hocico roído hasta el hueso y una llama en los ojos, repite a quien quiere oírla: «¡Sí, Grichka es un verdadero demonio! ¡Lo degollaré!». Y el ex Jerónimo la felicita por su valiente iniciativa. Sin embargo, la pone en guardia contra una excesiva precipitación. Le señala que es necesario esperar el momento favorable, seguir la pista del
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con disimulo y actuar únicamente sobre seguro.

En el otro extremo de la escala social, el campeón de los antirrasputinianos es el gran duque Nicolás Nicolaievich, uno de los tíos del Zar. Comandante en jefe de los regimientos de la Guardia, constata entre los oficiales una cólera creciente contra «el abyecto
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» a quien Sus Majestades han convertido en su guía y su huésped. Junto con la mayor parte de la aristocracia rusa teme que, al comprometer el prestigio del monarca y de la dinastía, Rasputín provoque una revolución de palacio. Varias veces ha intentado hacer razonar a su imperial sobrino. Pero, al esforzarse por abrirle los ojos, no ha hecho más que debilitar su propia posición en la corte. La Zarina, sobre todo, lo tiene entre ojos por su insistencia en denigrar al
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. No deja pasar una ocasión de presentarlo ante su marido como un intrigante ávido de extender su poder, ya considerable, y de apoderarse de las riendas del imperio. En cambio, la Emperatriz viuda comparte la opinión del gran duque acerca del papel nefasto del pretendido santo hombre ante su hijo y su nuera. Teme que estén embrujados, separados de la realidad rusa, incapaces de tomar una decisión sin haber consultado a su demoníaco confesor. Por poco daría la razón a aquellos que sueñan con hacer desaparecer al
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en una trampa.

Mientras esos complots se traman en la sombra, Rasputín les toma cada vez más gusto a los juegos sutiles de la política. Por intermedio de la Zarina, aconseja al Zar sobre la elección de los ministros. En el interior del gabinete, sus preferidos, que son resueltamente de derecha, llevan una campaña sorda para «deshacer» la actual Duma y reemplazarla por otra más dócil. Kokovtsev, que nunca ocultó su hostilidad hacia el
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, ve palidecer su propia estrella en el firmamento. Adivinando que sus días como presidente del Consejo están contados, despacha los asuntos corrientes sin entusiasmo.

A pesar de esas luchas por la influencia en el gobierno y en la Duma, Rusia disfruta, en lo más hondo, de una sana estabilidad. Los recursos del país son tales que, aun bajo un poder discutido, el impulso económico y comercial se acelera, la producción aumenta, el nivel social se eleva. En las altas esferas se critica todo pero se vive bien. Entre las capas más bajas de la población se sufren los rigores de la clase obrera y la campesina, pero como no se leen los diarios, se ignora la agitación que se ha apoderado de las cabezas pensantes de la nación. Desacreditada en los salones, la familia imperial todavía tiene, en las masas, un prestigio en el que se mezclan la tradición y la fe. Es verdad que, en la primavera de 1912, ha habido rebeliones en las minas de oro siberianas de Lena y la tropa ha tirado sobre la multitud, matando a doscientas setenta e hiriendo a doscientas cincuenta personas; es verdad que los trabajadores de las diferentes regiones de Rusia se han declarado en huelga para protestar contra esa masacre. Pero, con el tiempo, la indignación popular ha decaído y los revolucionarios, acosados por la policía, han vuelto a la sombra.

En agosto del mismo año, el ejército ruso ha celebrado, con una reconstrucción espectacular, el centenario de la batalla de Borodino, lo que reconfortó el ánimo de los oficiales. Y, a comienzos de 1913, todo el mundo, grandes y chicos, se alegra por las próximas fiestas programadas para el tricentenario de la dinastía de los Romanov. Los liberales señalan en sus diarios que Miguel, el primero de los Romanov, fue elegido por el pueblo el 21 de febrero de 1613 y que esa antigua manera de proceder merece que se reflexione sobre ella. Los monárquicos, por su parte, esperan que las manifestaciones patrióticas inscritas en el programa refuercen la devoción de los rusos por su soberano. Extrañamente parece que la nación, largo tiempo inquieta y dividida, ha encontrado un segundo aliento.

El 21 de febrero de 1913, en la catedral de Nuestra Señora de Kazan, de San Petersburgo, se celebra un servicio conmemorando la elección de Miguel Romanov tres siglos antes. Esa mañana, Rodzianko llega al lugar mucho antes de la hora de la ceremonia. Ha sido advertido de que los representantes de la Duma, de la cual él es presidente, se sentarían detrás de los del Consejo del Imperio y del Senado. Está pensando en protestar contra una medida vejatoria para la Asamblea de los elegidos de la nación, cuando descubre a Rasputín instalado en un asiento delante de los bancos reservados a los diputados. Exasperado, ordena al
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que se marche. Éste reacciona con arrogancia y declara que ha sido invitado por «personas de elevado rango». No obstante, para evitar un escándalo, se eclipsa antes que el patriarca de Antioquía comience a oficiar en la catedral llena de gente. Entre los asistentes, existe la preocupación por saber si Rasputín todavía está allí. Hay quienes vuelven la cabeza para tratar de distinguirlo entre la multitud de fieles. Se intercambian anécdotas escandalosas acerca de él. Frente al iconostasio, la Emperatriz, tocada con una tiara, echa una mirada a cada momento hacia su hijo, tan frágil y pálido, temiendo un desmayo. Su única esperanza es que Rasputín vele en alguna parte detrás de ella, perdido entre la muchedumbre. Está segura de que, si él añade sus plegarias a las de la familia imperial, todo irá bien para el niño que lleva sobre sus frágiles hombros el porvenir de la monarquía. Está sobre ascuas hasta el fin de la ceremonia. Si pudiera, invitaría al mago a dormir en el palacio, en una habitación contigua a la de Alexis. Pero, por el momento, el país tiene otros motivos de inquietud. Austria acaba de anexarse Bosnia-Herzegovina. La Serbia ortodoxa, tradicionalmente aliada a Rusia, es presa de indignación ante lo que considera como una maniobra intimidatoria contra ella. Una parte de la prensa rusa exige con fuerza que los «hermanos serbios» sean protegidos de la codicia austríaca. El gran duque Nicolás Nicolaievich insta al Zar a declarar la guerra. Está convencido de que, en ese caso, las grandes potencias permanecerán neutrales y de que, al aplastar a los austríacos, Nicolás II hará olvidar la humillante derrota de la patria ante Japón. Aunque perfectamente extraño a las negociaciones diplomáticas, Rasputín es, por instinto, hostil a todo enfrentamiento por cuestiones de fronteras. Razonando como simple campesino, estima que una guerra, sean cuales fueren los motivos, es una catástrofe para los humildes, que vacía los campos de su juventud, arruina las cosechas, siembra la muerte y la desolación por todas partes y transforma la tierra de Dios en una cloaca sangrienta. Interviniendo por primera vez en los asuntos públicos, declara al periodista Razumovski: «Los cristianos se preparan para la guerra, van a hacerla; van a sufrir tormentos y hacérselos sufrir a otros. La guerra es mala cosa… Que los alemanes y los turcos se devoren unos a otros: son ciegos, pues es para su desgracia. No ganarán nada y sólo adelantarán la hora de su fin. Y nosotros, llevando una vida de concordia y de paz, mirando en nosotros mismos, nos elevaremos de nuevo por encima de todos».
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Su temor de la guerra no es ni política ni filosófica. Es visceral. Desearía comunicárselo al Zar. Pero Nicolás II titubea. Por un lado, no querría decepcionar a los serbios; por el otro, tiene miedo de lanzarse entre la niebla. En mayo de 1913, se dirige a Berlín para asistir a la boda de la princesa Victoria Luisa de Prusia con el gran duque Ernesto Augusto de Brunswick y se encuentra con el Kaiser y el Rey de Inglaterra, Jorge V; los tres soberanos se ponen de acuerdo para mantener el statu quo en esa región del mundo. Pero, poco después, Bulgaria ataca a Serbia. Es una guerra rápida que termina con la derrota de los búlgaros frente a la coalición balcano-turca. Las grandes naciones están alertas, pero ninguna piensa en intervenir.

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