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Authors: Henri Troyat

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Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (5 page)

Sin embargo, de cuando en cuando, deja la capital y va a fortalecerse el corazón en Pokrovskoi. Allí se reencuentra con su mujer y sus hijos, que lo han esperado con paciencia y se congratulan por su buen aspecto. Gracias al cielo, dice él, todo le sale bien. Se ha hecho construir una isba nueva, más grande y hermosa que la anterior, y luce orgullosamente una cruz pectoral obsequio de Nicolás II. Pero, acerca de esto último hay una dificultad: sólo los sacerdotes están autorizados a llevar la insignia sacerdotal. Además, según ciertos chismes de provincia, el
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Gregorio se conduciría de manera desvergonzada con las campesinas que escuchan sus predicciones y sus prédicas. Advertido de esos rumores, el obispo de Tobolsk ordena un segundo registro en casa del pretendido mago en enero de 1908. Una vez más, el resultado de la investigación policial es negativo. Decididamente, a Rasputín sólo se le puede reprochar el hacerse pasar por un sanador y sucumbir a veces al demonio de la carne, siempre alabando a Dios. Por otra parte, se dice que ahora está tan cerca del trono que molestarlo sería una torpeza.

Como para apuntalar esta información, el obispo Teófanes en persona, convertido mientras tanto en confesor de la familia imperial, se dirige a Pokrovskoi enviado por la Zarina. Llega en la primavera de 1908, pasa quince días en la casa de su protegido, va a saludar al
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Macario en su retiro, cerca de Verkhoturié, y, después de mantener largas conversaciones con los dos hombres, se convence de que Rasputín merece su reputación de santidad. En el curso de esas entrevistas, Gregorio ha cuidado de contarle que no sólo ha visto a la Santa Virgen, sino que los apóstoles Pedro y Pablo se le han aparecido mientras él labraba su campo. De regreso en San Petersburgo, Teófanes presenta a Alejandra Fedorovna el informe de su viaje y le confirma la pureza de costumbres y el don de segunda visión de Rasputín. Se declara seguro de que el muy piadoso Gregorio ha sido elegido por Dios para reconciliar definitivamente al Zar y la Zarina con la nación rusa.

Cuando Rasputín regresa a la capital, es recibido en el palacio con los brazos abiertos. En varios salones de la ciudad se llega hasta el delirio. Alojado en el domicilio de Olga Lokhtina, a cuya cama sigue rindiendo honores, Gregorio es objeto de un verdadero culto por parte de las mujeres de mundo exaltadas que frecuentan la casa. Entre ellas hay personalidades cercanas a la pareja imperial y hasta oficiales de la guardia inclinados al misticismo. Todas y todos rodean al
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de una deferencia que roza la idolatría. Sus más simples palabras son para ellos como perlas que caen del más allá. No le falta nada, aunque no pide dinero a ninguno de sus adeptos. Se lo dan espontáneamente por el placer de pagar sus propias culpas, como se paga un cirio en la iglesia. Ya sea cinco rublos para sus pobres, ya sea cinco rublos para él. Los bolsillos llenos y la frente serena, agradece a sus generosos discípulos con predicciones nebulosas y comentarios ardientes del Evangelio.

Además del círculo místico de Olga Lokhtina, ahora se desarrolla otro grupo de adoratrices alrededor de Anna Vyrubova. A veces, los dos grupos de reúnen para escuchar al profeta. Al asistir a una de esas sesiones, el príncipe Nicolás Jevakhov, adjunto del alto procurador del Santo Sínodo, es sorprendido por la amonestación paternal del mago: «¿Para qué está usted aquí?», exclama Rasputín, «¿Para verme o para aprender cómo vivir en este mundo para salvar su alma?». Luego continúa exhortando a sus fieles a salir el domingo después de la misa y caminar largo tiempo por el campo, luego, detenerse y levantar los ojos al cielo: «Y entonces sentirás con todo tu corazón que no tienes más que un Padre, nuestro Señor Dios; que sólo Dios necesita tu alma. Y es sólo a Él a quien querrás darla. Sólo Él te defenderá y vendrá en tu ayuda…». Después de esta comunión con el Altísimo, el hombre y la mujer podrán volver, purificados, a sus ocupaciones cotidianas en la sociedad: «Entonces todas tus obras terrestres se transformarán en obras divinas y salvarás tu alma no por la penitencia sino trabajando por la gloria de Dios».
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No es nada nuevo, pero Rasputín tiene una mirada y una voz que remueven las entrañas de la asistencia. Además, insiste sobre la necesidad de alcanzar uno mismo, por la oración, una beatitud que excluye las referencias a las obligaciones morales. En resumen, para él, todo está permitido a partir del momento en que el creyente se abandona al éxtasis. Las reglas de conducta pueden ser transgredidas por poco que un impulso espiritual, o aun físico, nos empuje, fuera de toda conciencia, hacia un estado de fascinación superior.

Este ideal elástico seduce a los fieles de Rasputín, encantados de conjugar sus apetitos sensuales con las aspiraciones religiosas que anidan en ellos. A través de él, se expande el ánimo con la ilusión de que Dios ama ante todo el arrepentimiento de sus criaturas. Ahora bien, para que haya arrepentimiento, es necesario que haya pecado. De allí a pretender que Dios quiere el pecado no hay más que un paso fácil de dar. Según la lección de Rasputín, la falta es ofrecida por Dios, aprobada por Dios. Para agradarle hay que caer lo más bajo posible y confesarse en seguida, levantándose con humildad. ¡Oh, la santa alegría del remordimiento! Si el Mal no existiera, el Bien no tendría ningún sabor. Gracias a esta nueva Biblia de las caídas humanas y de su perdón, Rasputín se considera como el iniciador de una alianza entre los frutos de la Tierra y las luces del Cielo. Al contrario de los sacerdotes que amonestan y maldicen en nombre de Cristo, pretende conciliar lo que, antes de él, era inconciliable.

Ya se encuentre en San Petersburgo o en Pokrovskoi, es el mismo hombre. Pero, en su aldea, labra la glebla y la siembra, mientras que en la ciudad labra y siembra las almas. En los dos casos, piensa, Dios guía su gesto de honesto cultivador. Por lo tanto es normal que aquellos que él ilumina con su palabra lo hospeden, lo alimenten y lo ayuden a vivir sin que él necesite trabajar ni mendigar ni robar. Poco a poco, un mito erótico-religioso se ha creado alrededor de su persona. Se cuenta que tiene el poder no solamente de aliviar las conciencias sino también de contentar las carnes sedientas de amor. El rumor público le atribuye un sexo de dimensiones excepcionales. Constituido como un sátiro, tiene, dicen las damas que han podido disfrutar de sus favores, un corazón de santo.

Con el pasar de los meses, decide mejorar su aspecto. Podría renunciar a su ropa de
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, ¿pero para qué? Sabe, por instinto, que así perdería la mitad de su influencia sobre la pequeña sociedad que cultiva su compañía. Toda esa gente pretendidamente evolucionada está muy contenta de codearse con un
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de aspecto pintoresco y lenguaje recio para que él los decepcione cambiando de ropa. Simplemente, ahora lleva una blusa rusa de seda sujeta con un hermoso cinturón, un pantalón negro abullonado de buen corte y botas nuevas. Estas ligeras concesiones a la elegancia vestimentaria no empañan en nada la devoción que le testimonian. Tal vez hasta la ha aumentado, extrañamente. ¡Ya no se teme que ensucie el tapizado de los sillones al sentarse! Es a la vez civilizado y bárbaro. ¿Qué más desear en un «hombre de Dios»?

IV
Primeros escándalos

El Zar está perplejo. Sin compartir los impulsos místicos de su mujer, es sinceramente religioso y cree que los sermones y las profecías de Rasputín le son dictados por Dios. Además, desde el brusco restablecimiento de Alexis, ya no duda de que el
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posee un excepcional talento de sanador. ¿Por qué, en esas condiciones, habría que privarse de sus servicios? Sin embargo, circulan tantos rumores inquietantes en San Petersburgo y en provincias sobre ese hombre enigmático y providencial, que Nicolás II quiere cerciorarse de la verdad. Encarga al general Dediulin, comandante del palacio, y a su ayuda de campo, el coronel Drenteln, de someter a Rasputín a un interrogatorio cortés pero exhaustivo y darle su opinión acerca del personaje. Los dos interrogadores cumplen con su misión con una escrupulosa minuciosidad. Sin maltratarlo, dan vuelta a Rasputín de un lado a otro. Rápidamente forman su opinión. Dediulin confía al Zar que, en el curso de su conversación con el
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, han tenido la impresión de tratar con un
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astuto y falso, que utiliza su poder de sugestión para engañar a sus discípulos. Con el fin de confirmar ese diagnóstico, Dediulin, sin que Nicolás II lo sepa, pide al general Guerasimov, jefe de la Okhrana,
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que vigile a Rasputín en San Petersburgo y que recoja informaciones sobre él en Pokrovskoi. Los informes de los agentes secretos despachados sobre el terreno son terminantes: se trata de un impostor, de un seudoprofeta incapaz de resistir a sus instintos sexuales. Habría corrompido a jovencitas y a mujeres casadas en su aldea y, en San Petersburgo, concurriría a los baños públicos con criaturas de escasa virtud. Hombre excelente en palabras, sería, en realidad, un cabrón de la peor especie. Guerasimov comunica sus conclusiones a su superior inmediato, el ministro del Interior Stolypin, que es asimismo presidente del Consejo. Estupefacto por esas revelaciones, Stolypin se precipita a Tsarkoie Selo a fin de abrir los ojos de Nicolás II sobre la verdadera naturaleza del piadoso Gregorio. Incómodo al principio, el Zar no tarda en acorazarse en el mal humor. Rehusándose a escuchar la lista de las fechorías de Rasputín, dice de pronto, con voz cortante: «¿La Emperatriz y yo no tendríamos el derecho de tener nuestras propias relaciones, de ver a quien nos plazca?».
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La causa es dada por concluida. Stolypin se retira, reprendido. Pero, lejos de declararse vencido, Guerasimov refuerza la vigilancia policial alrededor del
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, descubre otros detalles sobre su vida disoluta e incita a Stolypin a relegar al indeseable a Siberia. Se imparte la orden de detener a Gregorio en la estación de San Petersburgo la próxima vez que vuelva de Tsarkoie Selo. Ahora bien, si Guerasimov tiene espías hábiles, Rasputín tiene los suyos. Sin esperar que le pongan la mano en el cuello, toma la delantera y parte decididamente hacia Pokrovskoi.

Soterrado en su aldea, espera que amaine la tormenta. Para distraerse, decora su interior «como en la ciudad» y cuelga por todas partes, en las paredes, fotografías que lo muestran en compañía de los personajes más en vista del imperio. Por suerte, parece que en los lugares encumbrados han olvidado sus travesuras. Sin duda el Zar ha ordenado a la policía que suspenda la vigilancia. En el lado opuesto, Stolypin, que ha sugerido a Sus Majestades que no reciban más al
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, ve su crédito ante el soberano sensiblemente comprometido. Ahora se lo recibe sólo muy espaciadamente, se le pone mala cara, no se tienen en cuenta sus advertencias.

Retomando energías, Rasputín pasa al ataque: vuelve a San Petersburgo a comienzos de 1909, pide una audiencia a Stolypin y le expone sus quejas: él no tiene nada que reprocharse, los investigadores han sido engañados por calumnias, su consagración a la Iglesia y a la familia imperial es sin tacha… Deseoso de no disgustar más aún al Zar, Stolypin hace redactar un informe donde mezcla verdad y mentira y cierra el legajo provisoriamente.

Recobrado su equilibrio, Rasputín piensa aprovechar la muerte reciente del padre Juan de Cronstadt para participar activamente en los asuntos religiosos del país y dar apoyo a la carrera de los eclesiásticos amigos. En primer lugar entre esos aliados de elección figura el Jerónimo Eliodoro. Éste, instalado en Tsaritsyn, se ha metido en dificultades al atacar al gobierno de la provincia, las autoridades locales y la nobleza, que, según él, por su excesiva tolerancia hacen el juego de los judíos, los francmasones y los revolucionarios de toda laya. En castigo por esos excesos de lenguaje, el Santo Sínodo lo desplaza a Minsk, donde su audiencia no será tan grande. No hace falta más para que Rasputín asuma su defensa. En su indignación «fraternal» llega incluso a abogar por la causa de ese demasiado fogoso partidario del conservadorismo ante Nicolás II. Al encontrarse con Eliodoro en casa de Anna Vyrubova, el Zar consiente en que vuelva a Tsaritsyn, de donde ha sido expulsado por sus superiores jerárquicos.

Victoria para Eliodoro, pero también para Rasputín. Seguro de su impunidad en toda circunstancia, este último se alegra de acompañar a Pokrovskoi, en mayo de 1909, a un pequeño equipo de admiradoras: Anna Vyrubova, la señora Orlova y cierta señora S., que no ha sido identificada. La idea de delegar a esas damas por encima de toda sospecha para que la informen acerca de la vida del santo hombre en el campo, se debe a la Emperatriz. Ahora bien, animado por tantas presencias femeninas, aquél se permite molestar a la señora S. durante el viaje. A su regreso, la víctima de los toqueteos del
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escribe a la Emperatriz para quejarse de haber sido violada. Inmediatamente, Anna Vyrubova y la señora Orlova declaran que esa acusación infame es falsa. Dicen que su permanencia en Pokrovskoi se ha desarrollado en una atmósfera a la vez bucólica y santificadora. Han escuchado las prédicas del «padre Gregorio», han cantado salmos, han visitado a los «hermanos» y a las «hermanas», han dormido «en una gran pieza, sobre jergones dispuestos en el suelo».
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Tranquilizada, la Emperatriz decide ignorar la denuncia de una ninfómana.

Poco después de ese intermedio, Rasputín se dirige, con el obispo Hermógenes, a Tsaritsyn, a casa de Eliodoro. El Jerónimo los recibe con todos los honores imaginables. Llega hasta a invitar al «
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Gregorio» a presentarse ante sus propios feligreses reunidos en la iglesia y proclama: «¡Hijos míos, he aquí a su bienhechor! ¡Agradézcanle!». Ante esas palabras, toda la asistencia se prosterna, la frente contra el suelo. Se apretuja alrededor del «bienhechor», lo colma de palabras de adoración, le besa las manos como si fueran reliquias. Y él acepta esos homenajes con emoción y gratitud. Esa misma noche escribe una carta a Sus Majestades para informarles, en su jerigonza, del recibimiento triunfal que ha tenido en Tsaritsyn: «Muy queridos papá y mamá, unos mil (miles) de personas me siguen… Hay que dar una metro (mitra) al pequeño Eliodoro».

Luego parte de Tsaritsyn hacia Pokrovskoi. Esta vez Eliodoro lo acompaña. En el camino, Rasputín, en confianza, le habla del ascendiente que ha adquirido sobre las mujeres en general y sobre la familia imperial en particular. Para apoyar sus palabras, le muestra, en Pokrovskoi, las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas. Son tan sorprendentes en su abandono y su ingenuidad que Eliodoro no puede creer a sus propios ojos. La Zarina, que tiene treinta y siete años, escribe: «Mi inolvidable amigo y maestro, salvador y consejero, ¡cuánto me pesa tu ausencia! Mi alma no encuentra paz y no me encuentro distendida más que cuando tú, mi maestro, estás sentado a mi lado, cuando te beso las manos y apoyo mi cabeza sobre tu santo hombro. ¡Oh, qué liviana me siento entonces y no tengo más que un deseo: dormirme eternamente sobre tu hombro y en tus brazos!… Vuelve pronto. Te espero y sufro sin ti… La que te ama por la eternidad. M (Mamá)».

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