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Authors: Henri Troyat

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Rasputín: Rusia entre Dios y el diablo (10 page)

Cuando el Zar deja Berlín, nada está verdaderamente solucionado en esa parte de Europa, pero la familia imperial emprende un importante viaje a través de Rusia. Nicolás II piensa completar las fiestas del tricentenario de la dinastía con una visita a las principales ciudades del Imperio, repitiendo el itinerario seguido por Miguel Romanov a los dieciséis años, desde Kostroma, donde residía con su madre, hasta Moscú, donde la Asamblea nacional, el Sobor, debía elegirlo zar. Esa interminable incursión jubilar fatiga a la Zarina, que aborrece las festividades y las recepciones. Por suerte, ha conseguido que Rasputín participe del viaje. Por lo menos así, Sus Majestades no tendrán nada que temer. A todo lo largo del camino, el
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puede medir el fervor del pueblo, que se apiña para saludar a los soberanos venidos de su lejana capital. ¡Vamos! ¡La monarquía todavía tiene muchos días por delante! Si los intelectuales y ciertos aristócratas se arriesgan a criticar al Zar, la mayoría del país le es sinceramente devota. Desde el coche que lo transporta en el medio del cortejo oficial, Rasputín contempla los millares de rostros desconocidos alineados en el trayecto, que simbolizan la unión del monarca y de la tierra rusa. Se bendice al «padre de la nación» con palabras de adoración y signos de la cruz. Es aquí y no en San Petersburgo donde él entra en contacto con el suelo fecundo de la patria. En Kostroma, se celebra un oficio en el monasterio Ipatiev,
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donde Marfa, madre del futuro Zar de Rusia, recibió, hace trescientos años, a los delegados del Sobor llegados en busca de su hijo. Rasputín tiene un lugar reservado en la nave. Le parece que la historia vuelve sobre sus pasos. Es él quien preside la restauración de la monarquía después de la época de revueltas que siguieron a la muerte de Boris Godunov y al reinado muy breve de Fedor II.

Curiosamente, ese viaje conmemorativo, destinado a ajustar los lazos entre el Emperador y sus subditos, lo refuerza también a él en la escena política rusa. De regreso en San Petersburgo, da de buen grado su parecer al Zar y la Zarina sobre las cuestiones más engorrosas para el gobierno. Y su opinión, la mayoría de las veces, está acuñada en el molde del buen sentido. Así, en el otoño de 1913, en ocasión del proceso en Kiev del joven judío Mendel Beylis, arrestado dos años atrás por haber participado, decían, en un crimen ritual sobre un niño ortodoxo, se esfuerza en demostrar a Sus Majestades lo absurdo de esa historia montada completamente por los ultranacionalistas y los antisemitas, a la cabeza de los cuales estaban el ministro de Justicia, Chtcheglovitov, y el futuro ministro del Interior, Maklakov. De hecho, ante un jurado compuesto en su mayor parte por campesinos, la acusación según la cual los judíos utilizaban sangre cristiana en sus ceremonias secretas, es refutada y Beylis es absuelto. Asimismo, Rasputín, que detesta y teme a Kokovtsev, aprovecha el debilitamiento del presidente del Consejo para reprocharle querer «emborrachar al pueblo» desarrollando el comercio de la vodka, monopolio del Estado y fuente de apreciables ganancias. Abrazando la tesis del ex presidente, el conde Witte, que goza de su simpatía, aboga ante Sus Majestades en pro de la limitación de la venta de alcohol y les sugiere, en compensación, una alza de los impuestos directos. A cada momento repite que la ebriedad constituye el principal flagelo de Rusia, que incitar a la gente a que beba para olvidar su miseria es un pecado y que habría que cerrar las «tabernas del Zar». Enunciando esas ideas, es consciente de actuar por el bien de millones de
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a los que él representa ante el trono. Su insistencia anima a Nicolás II a deshacerse del presidente del Consejo, que es partidario de otra política. Hombre íntegro y moderado, también Kokovtsev será apartado para la mayor satisfacción del
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. Evitando explicar de viva voz sus razones a su colaborador más próximo, el Emperador le anuncia secamente por escrito que «las necesidades del Estado hacen necesaria [su] partida». Kokovtsev será reemplazado por el sexagenario y obediente Goremykin. Hostil al régimen parlamentario y devoto de la Corona, ese reaccionario fatigado se compara a sí mismo con «una vieja pelliza que se saca del armario cuando hace mal tiempo». Como lo desean Sus Majestades y detrás de ellos el
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, la cuarta Duma, elegida en noviembre de 1912 según un nuevo modo de escrutinio, ha dado la mayoría a los nacionalistas de derecha y a los «octubristas». Rasputín puede decirse que, ocurra lo que ocurra, el país no será dirigido por aquellos que vociferan en el palacio de Tauride, sino por aquellos que hablan en voz baja, en el entorno del Zar, en el palacio de Invierno.

VII
Éxito y amenazas

Después de haberse alojado en casa de Olga Lokhtina, luego en el domicilio del periodista Sazonov, más adelante en el de Damanski, otro de sus amigos, y, finalmente, en cuartos amueblados, en 1914 Rasputín se instala en el departamento número 20 de la calle Gorokhovaia 64, no lejos de la estación de Tsarskoie Selo, lo que le resulta cómodo para sus desplazamientos hacia la residencia imperial. Situado en el tercer piso, el lugar es claro pero modesto: cinco habitaciones y una cocina. El alquiler se paga sobre el tesoro particular del Zar. La Okhrana tiene orden de vigilar la casa. Cuatro agentes de civil están constantemente allí: uno en el portal y tres en el vestíbulo de la gran escalera. El portero también está encargado de la protección del ilustre ocupante. Los agentes del vestíbulo juegan a las cartas para distraerse y anotan el nombre de los visitantes. De cuando en cuando, uno de ellos sube hasta el tercero para verificar que todo ande bien allí, y puede ocurrir que el
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lo invite a tomar el té.

En el intervalo, el círculo de relaciones de Rasputín se ha agrandado considerablemente. Pero éste, a menudo, se ve obligado a frenar el ardor de sus admiradoras. Es así como la histérica Olga Lokhtina, que en otro tiempo era su amante, ahora lo pone en aprietos por las manifestaciones intempestivas de su fervor. Viene a verlo de improviso, cae a sus pies, le rodea las piernas con los brazos y grita con voz penetrante: «¡Santo! ¡Santo! ¡Santo padre, bendíceme! ¡Querría ser tuya! ¡Tómame, padrecito!». O bien, acercándose a la mesa detrás de la cual está sentado, le toma la cabeza entre las manos y le cubre el rostro de besos. Si él está tomando el té, se instala a su lado, insiste temblando en que le deje tomar un sorbo, le deslice un trozo de torta en la boca. María, la hija de Gregorio que ahora tiene dieciséis años y vive con él en San Petersburgo, es testigo de esas escenas enloquecidas. Aun creyendo en la santidad de su padre, piensa que Olga Lokhtina se pasa de la medida. Esta mujer, que antes se vestía con elegancia, se ha convertido en un espantapájaros enjaezado con oropeles multicolores y encajes. Los que están alrededor tratan de calmarla. Sienten piedad por ella a causa de su sinceridad en la fe rasputiniana. Su presencia es tolerada por caridad en la «corte» del maestro. A veces, al encontrarlo en la calle, se arroja sobre él y lo besa con ardor ante los transeúntes asombrados. Para ella, él es la encarnación de Cristo. Las otras adeptas, sin ser tan expansivas como Olga Lokhtina, están igualmente convencidas. La principal razón de su vida es el servicio del divino profeta, a quien le resultan necesarias sobre todo por sus lazos con personas de elevada posición.

Él frecuenta siempre asiduamente a Anna Vyrubova y a la señora Golovina madre, que lo introducen en los salones de la baronesa Rosen y de la baronesa Ikskul, y lo ponen en contacto con hombres políticos influyentes como el presidente del Consejo Goremykin, el ministro de Finanzas Bark, el conde Witte, Maklakov, el príncipe Mechtcherski, propietario y jefe de redacción del diario
El Ciudadano
. Conoce también al industrial Putilov, a los banqueros Manus y Rubinstein… Poco antes, esos personajes se reían de él como de un libertino pintoresco cuya presencia ponía en ridículo a la corte de Rusia; actualmente hasta sus detractores lo toman en serio. Todos saben que, para retener la atención favorable de Sus Majestades, no hay nada mejor que una recomendación del
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. Ya no se ríen de su acento siberiano ni de su cabello largo ni de sus botas ni de sus frases inconexas. Ya no se irritan por sus malos modales en la mesa. Por poco, buscarían su apoyo más servilmente que el de un ministro, del que presienten que puede ser relevado de un día para otro. Él, por lo menos, ha probado en unos nueve años de reinado subterráneo que es inamovible. Cada vez que lo creen a punto de caer, se endereza, más poderoso y emprendedor que nunca. Las mujeres le hacen la corte, los maridos escuchan sus opiniones con gravedad. Invitado a todas partes, ya no tiene un minuto libre. Sin embargo, esa existencia mundana termina por pesarle. Aspira de nuevo a la paz bucólica de su aldea.

En junio de 1914, parte hacia Pokrovskoi con su hija María. A su llegada, una multitud compacta los recibe en el andén. Centenares de desconocidos reclaman la bendición del «padre Gregorio». Con mucha dificultad llega a su casa, donde lo esperan Prascovia, Varvara y Dimitri. Los vecinos acuden cargados de presentes. Él les habla del hospital que quiere hacer construir en el pueblo. Sus promesas son escuchadas como palabras del evangelio. A la mañana siguiente, domingo 29 de junio, la familia Rasputín va a misa. A Dimitri, el hijo, le llama la atención una mujer harapienta que tiene un vendaje en la nariz y la señala con el dedo para mostrársela a su padre, que lo reprende por esa curiosidad indebida. Al terminar el servicio divino, el pope pronuncia un sermón contra el Anticristo y el pecado que propaga. ¿Es una alusión pérfida a las fechorías del
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? Gregorio no se preocupa por los gritos de ese cuervo.

De vuelta en casa, almuerza en familia y recibe a algunas mujeres que le obsequian un ramo de flores del campo. Poco después, el cartero le entrega un telegrama de la Zarina y él se retira para reflexionar sobre la respuesta; después cambia de idea y se dirige directamente al correo. En la entrada choca con la horrible mendiga sin nariz, que tiende la mano y le pide una limosna. Mientras él busca en su bolsillo, ella extrae un sable bayoneta de entre sus harapos y se lo planta en el vientre con todas sus fuerzas. Mientras él se tambalea, ella retira el arma de la herida e intenta clavársela de nuevo. Él la rechaza con un puñetazo en la cabeza y se desploma. Varios campesinos se precipitan y dominan a la frenética, que grita: «¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡He vengado al Señor! ¡He matado al Anticristo! ¡Loado sea Dios, el Anticristo ha muerto!». Rasputín se arrastra hasta el umbral de su casa y se desmaya en brazos de su mujer. Dimitri corre a enviar un telegrama al médico más cercano, es decir en Tiumen, a noventa kilómetros de distancia. Mientras tanto, la comadrona de la aldea ayuda a Prascovia a poner apositos en la herida. El doctor Vladimirov realiza la hazaña de cubrir la distancia en ocho horas, cambiando de caballo en cada posta. Opera a la luz de las velas y, al día siguiente, el herido es transferido por barco al hospital de Tiumen.

Arrancada a la multitud que quería lincharla, la criminal, que no es otra que la loca Khionia Guseva, es acusada de tentativa de asesinato con premeditación. Ella confiesa haber actuado a instigación de Trufanov, alias Eliodoro, que la bendijo encargándola de exterminar al Anticristo. Al salir de Tsaritsyn, siguió a Rasputín en todos sus desplazamientos hasta Pokrovskoi. Un experto la declara irresponsable y la internan en un asilo, en Tomsk. En cuanto a Trufanov-Eliodoro, gravemente comprometido en ese asunto, burla la vigilancia policial, se afeita la barba y, disfrazado de mujer, llega a Suecia a través de Finlandia. Rasputín se repone con dificultad de su herida. Por suerte, el sable bayoneta no ha tocado ningún órgano vital. Según el cirujano de Tiumen, la robusta constitución del enfermo le permitirá recuperarse después de algunas semanas de reposo.

En el palacio, mientras tanto, reinan la indignación y el pánico. La Emperatriz está dividida entre el terror de haber estado a punto de perder a su guía espiritual y la alegría de saber que éste ha escapado a la venganza de una desequilibrada. El 30 de junio de 1914, el Zar escribe a Nicolás Maklakov, ministro del Interior: «He sabido que ayer, en la aldea de Pokrovskoi, de la gobernación de Tobolsk, ha sido cometido un atentado contra la persona del
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Gregorio Efimovich Rasputín, a quien veneramos mucho. Durante el atentado, fue herido en el vientre por una mujer. Temo que sea el blanco de designios perversos de un puñado de individuos indignos. Le pido que establezca una vigilancia constante acerca de este asunto y que proteja a Rasputín contra una eventual segunda tentativa de atentado».

De todos lados llegan telegramas al hospital para desear un pronto restablecimiento y larga vida al mártir. La ex monja Akulina Laptinskaia, una de sus más fieles discípulas, llega expresamente de San Petersburgo para velar a su cabecera. La Emperatriz envía a Tiumen al eminente cirujano von Breden para reoperar al herido. A su regreso, el médico tranquiliza a todo el mundo: el
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está fuera de peligro. Pero, en privado, comenta que la virilidad de Rasputín no es tan evidente como algunos se complacen en proclamar. La imaginación femenina, dice, prescinde de las pruebas. Exalta todo lo que toca y transforma un sexo de lo más común en un atributo masculino digno de un padrillo. Esta información confidencial va por toda la ciudad. ¿Quién tiene razón? ¿Las damas que celebran las proezas amorosas de Rasputín o el médico que lo ha examinado por todas partes? El caso es que, a pesar de la revelación de von Breden, la leyenda de la potencia genética del
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permanece intacta. Cuando recupera algo de fuerzas, envía a sus admiradoras fotografías que lo muestran en su lecho de hospital y esquelas en las que garrapatea máximas sibilinas sin preocuparse por la ortografía.

Durante ese tiempo, en Occidente, crecen las amenazas de guerra. A la tentativa contra Rasputín responde un asesinato de repercusiones de otra importancia: el 15 de junio de 1914, en Sarajevo, el estudiante bosnio Princip mata al archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona de Austria-Hungría, y a su esposa. Esa doble muerte provoca la cólera belicosa del gabinete de Viena contra Serbia. Ahora bien, Serbia está ligada a Rusia por un tratado, y Rusia, a su vez, lo está, en caso de conflicto, con Francia y con Inglaterra. ¿No hay allí un pretexto para una explosión general? Al enterarse de la noticia, Rasputín se niega a creer que el acto de un individuo aislado pueda tener consecuencias catastróficas para la paz del mundo. El 6 de julio, Nicolás II recibe en Peterhof al Presidente de la República Francesa, Raymond Poincaré. Fiestas, banquetes, revistas de tropas, congratulaciones recíprocas. Esta visita, que sella la amistad de dos grandes países, parece un signo de seguridad. Pero, cuando parten los huéspedes franceses, el 10 de julio de 1914, Austria-Hungría presenta a Serbia un ultimátum de condiciones inaceptables. Inmediatamente, Serbia se dirige a Rusia para que honre su promesa de sostenerla ante el peligro. Alemania, por su parte, abraza la tesis vienesa. Los diplomáticos se esfuerzan en vano por solucionar el diferendo con negociaciones. Ante la intransigencia alemana, el ministro de Relaciones Exteriores, Sazonov, aconseja a Serbia que acepte los términos del ultimátum. El 12 de julio, bajo la presión de Rusia, el gabinete serbio suscribe a la mayor parte de las condiciones que se le imponen. Austria, contando con una capitulación total, rechaza las tímidas reservas de Serbia y le declara la guerra el 15 de julio. Al día siguiente, fiel a sus compromisos, Nicolás II ordena una movilización parcial a título preventivo. Guillermo II monta en cólera y exige la anulación inmediata de esa medida. Aterrado ante la idea de la matanza que se prepara, Rasputín intenta disuadir al Zar de lanzarse a la aventura y le telegrafía desde Tiumen: «No os preocupéis demasiado por la guerra. Ya vendrá el tiempo de darle una paliza (a Alemania). Por ahora todavía no es el momento. Los sufrimientos (de los serbios) serán recompensados». Afirma también que esa guerra «significaría el fin de Rusia y de los emperadores». Nicolás II está conmocionado. ¿Tal vez, en efecto, será mejor esperar? Pero Sukhomlinov y el general Ianuchkevich lo persuaden de que la movilización parcial no solamente es necesaria sino que, para prevenir cualquier eventualidad, hay que transformarla inmediatamente en movilización general. El Zar, después de dos horas de titubeo, cede a disgusto. Al dar su acuerdo, dice a sus ministros: «Me han convencido, pero este será el día más penoso de mi vida». La orden de movilización general es publicada el 18 de julio de 1914.

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