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Authors: Michel de Nostradamus

Tags: #Ciencia Ficción, Otros

Profecías (3 page)

Entonces su vida se vio bruscamente trastornada y el sabio tuvo que pagar un duro y penoso tributo a la notoria fama de su nombre. Las crónicas de su vida nos dicen que viajó durante mu­cho tiempo por lejanos países.

En el año 1556, poco después de la primera edición de las siete primeras Centurias, Nostradamus se trasladó a Italia, y en Roma fue recibido por el Santo Padre. Durante este viaje se de­tuvo algún tiempo en Turín.

Después de sus viajes por el extran­jero Nostradamus se instaló de nuevo en Salon y reanudó su vida de siempre; sin embargo, su fama había crecido hasta tal punto que príncipes y reyes, ricos y poderosos, acudían a él para in­terrogarle sobre los acontecimientos futuros.

Transcurrieron los años y las profe­cías de Nostradamus se cumplieron con inexorable puntualidad: la conjura de Amboise, el levantamiento de Lyon y la muerte de Francisco I son otros acontecimientos vaticinados por el sa­bio vidente.

En el decurso de los años Nostrada­mus salió con menos frecuencia de Salon, ya que su quebrantada salud no le permitía fatigosos desplazamientos. Por esta razón, quienes deseaban con­sultarle sobre algún tema acudían a él, en Provenza.

El 17 de octubre de 1564, llegó a las puertas de la ciudad donde vivía el mago un lujoso cortejo; cuando los prohombres salieron para presentar su homenaje a los ilustres visitantes, les salió al encuentro el propio rey Car­los IX en persona, que venía a consul­tar al eminente doctor.

Nostradamus murió cristianamente tal como había vivido durante toda su vida.

Hechos históricos predichos y realizados

En su obra profética, conocida por todo el mundo con el nombre de
Cen­turias,
Nostradamus quiso recoger los acontecimientos relacionados con el futuro de la Humanidad, desde los días en que él empezó a escribir hasta el fin de los tiempos.

Qué son las
Centurias
puede decirse en pocas palabras. Así como un libro está dividido en capítulos y un poema en cantos, de la misma manera las profecías del vidente de Salon están divi­didas en Centurias, cada una de las cuales contiene un número variable de cuartetas (originariamente habían de ser cien por Centuria) en las que se da siempre una rima, forzada algunas veces, y en las que, en la mayor parte de los casos, no puede decirse que haya un nexo lógico de tiempo y de lugar y, sobre todo, una claridad de interpreta­ción que las haga fácilmente inteligi­bles y nos dé a conocer exactamente el tiempo en que se realizarán los aconte­cimientos vaticinados.

Se dice hoy que son doce las Centu­rias, pero sólo las diez primeras son, sin lugar a dudas, de Nostradamus. La primera edición de estas diez Centurias vio la luz en 1555, por obra de un edi­tor de Lyon.

Después, las sucesivas ediciones que han aparecido en diversas épocas han presentado, añadidas a las diez Centu­rias, un cierto número de nuevas cuar­tetas proféticas y, concretamente, cua­tro cuartetas añadidas a la Centuria VII, seis a la Centuria VIII y una a la Cen­turia X. Sólo dos cuartetas han for­mado la Centuria XI y once la Centu­ria XII.

No se sabe con certeza cuál es el ori­gen de estas cuartetas, posteriormente insertas en la obra profética del mago de Salon.

En esta cuestión, sólo podemos aven­turar hipótesis. Así, algunos investiga­dores afirman que, al morir Nostra­damus, se hallaron entre sus papeles un cierto número de profecías, escritas ciertámente por él y que, por tanto, podrán añadirse a las suyas propias. Otros, por el contrario, las han atri­buido a quienes nada tenían que ver con el vidente y las consideran, por consiguiente, apócrifas.

Pero volvamos a los versos con los que comienza el fascinante y cautiva­dor misterio de las predicciones.

La imagen por ellos evocada es alta­mente sugestiva, y resulta fácil recons­truír, a través de las palabras empleadas por el profeta, la atmósfera tan sepa­rada del mundo en la que nuestro mago ejercía su facultad adivinatoria.

En el tranquilo refugio de su mo­rada, donde se agolpaban durante el día ilustres o modestos visitantes que acudían para consultar a Nostradamus en su doble calidad de médico y de profeta, solía él encerrarse a altas horas de la noche en su propio estudio.

Según hemos podido averiguar, era una pieza amplia y separada de las demás estancias de la casa, que le servía tanto de retiro como de laboratorio. El sabio guardaba aquí, con preciado cui­dado, libros y manuscritos valiosos y curiosos objetos relacionados con sus exploraciones astrológicas, plantas y hierbas útiles para su labor de médico: retortas, alambiques, vasos de cristal en los que destilaba preparados a infu­siones destinados a sanar el cuerpo y a darle, independientemente de la edad, la fuerza y el vigor; astrolabios y espe­jos mágicos que el sabio utilizaba para explorar el porvenir, habitualmente impenetrable para el común de los mortales. Preciosos talismanes, meda­llas, sellos y sagrados amuletos consti­tuían para él otros tantos instrumentos de poder sobre la misteriosa fuerza de lo ultrasensible.

En las claras noches estrelladas en las que el firmamento de los astros parecía un inmenso y maravilloso libro abierto de par en par ante los hombres, mientras el silencio envolvía misterio­samente todo -cosas y personas-, Nostradamus se acomodaba en un asiento de cobre (o de bronce) y, des­pués de haber cumplido los ritos sagra­dos que exigían el use de una banqueta mágica (la varilla que el vidente men­ciona en la cuarteta) y algunas ceremo­nias de purificación, veía materializarse ante sus ojos, y bajo la forma de una exigua llamita, la evocación ilumina­dora, gracias a la cual el Señor Dios suscitaba en él la visión profética de los acontecimientos.

La minúscula llama danzaba en la os­curidad y brillaba con el resplandor del agua lustral, recogida en un barreño de cobre.

El reverbero de la llama atenazaba los ojos del profeta y su mente caía en un estado de trance por el que no sólo descubría, en el fondo del futuro, un sinfín de hechos y de sucesos lejanos, sino que percibía asimismo sonidos y voces como si fuesen verdaderamente reales, hasta tal punto que los persona­jes, protagonistas de los eventos que él preveía, se agitaban vivos ante él y pa­recían no tener secretos para el gran vidente.

Y la voz de Dios, percibida por él con claridad, pero que parecía salir de los amplios pliegues de su manto, le ilustraba los hechos que desfilaban ante sus ojos y a los que él mismo, como invitado de honor, asistía, inva­dido siempre de un cierto reverencial respeto y de un santo y tranquilo temor.

Como sentía un irreprimible deseo de legar a los demás un recuerdo pe­renne de lo que él había conocido sobre el futuro, Nostradamus tomó nota de todo «modelando el borde y el pie de lo que no se cree en vano», o dicho en otras palabras: encerrando en los versos de sus proféticas cuartetas, lo que su mente había descubierto es­cudriñando en el porvenir.

Las exiguas tirillas de papel en las que Nostradamus escribía sus herméti­cos versos rimados, se amontonaban junto a él y abrían simas de interrogan­tes para quienes, andando el tiempo, los examinarían con ojos puramente humanos.

Por desgracia para nosotros, muy pocas de las cuartetas que compuso el gran vidente poseen la relativa claridad de las dos primeras con las que co­mienza la obra; y de ahí la dificultad de la interpretación.

Fiel al convencimiento de que el porvenir no había de ser claramente desvelado a la mayoría de los hombres y temeroso de que los tesoros de su profecía fuesen despreciados y concul­cados, como perlas echadas a los puer­cos, por quienes los tomasen en sus manos, Nostradamus compuso una obra asequible sólo a un corto número de iniciados.

Todo lo que de extraordinario y portentoso realizaba Nostradamus en los cuerpos y en las almas de cuantos a él acudían, porque le consideraban un eminente sabio y un gran profeta, lo atribuían sus envidiosos y denigrantes adversarios a Satanás y a inspiraciones diabólicas; sus propios admiradores sentían un cierto temor reverencial ante sus prodigiosas facultades. Que Nostradamus era un hombre recto, honrado y apreciado y de extraordina­ria caridad, nadie lo ponía en duda; pero de dónde le provenía aquel nota­ble poder que le distinguía de cual­quier otro ser humano, nadie, rico o pobre, sabio o ignorante, había atinado a descifrarlo.

Según hemos podido observar, Nos­tradamus nunca dejó de ser hombre de su tiempo y, por consiguiente, sabía muy bien que los severos censores mi­nistros de la Inquisición habrían po­dido averiguar fácilmente sus actos e interpretarlos maliciosamente en caso de que los rumores y las veladas insi­nuaciones hubiesen sido graves a insis­tentes o hubiesen hallado en sus escritos siquiera la más leve sospecha o pruéba de algo que consideraban punible.

Existían, además, otros motivos de justificación de su siempre extremada prudencia: el primero y principal era el de aparecer profeta de terribles des­venturas. El hecho de predecir los su­cesos más trágicos de historia de la Humanidad con palabras fácilmente comprensibles habría levantado contra él toda la opinion popular y se hubiese visto condenado al extrañamiento, a la cárcel o a la muerte. Los profetas de desventuras, según nos enseña la His­toria, nunca han sido bien recibidos; y se sabe que la gente prefiere precipi­tarse en el abismo, desconociendo a ig­norando lo que les va a suceder, antes que conocer la desgracia que les es­pera. Nostradamus sabía muy bien todo esto y así prefirió ocultar sus profecías a la gran masa de los hombres, deján­dolas voluntariamente enigmáticas y nebulosas y confiando sólo en un redu­cido número de iniciados capaces de comprenderlas y, llegado el caso, de explicarlas.

Esto explica el lenguaje hermético y oscuro al tratar del porvenir de Fran­cia, su querida Francia, y que no fuera tan impenetrable al hablar de otros pueblos y naciones.

Para conseguir el oportuno grado de misterio, el escritor-profeta redactó sus cuartetas no sólo en francés arcaico para aquella época, sino que también lo mezcló con palabras alemanas, españo­las, italianas, provenzales, y neologis­mos que tomaba de raíces griegas y latinas, o anagramando los nombres más conocidos de aquella época.

Así, Francia se transforma a veces en sus versos en Nercaf o Cerfan, París en Rapis o Sipar; Henric se presenta con la grafía Chydren; Mazarin se cambia en Nizaram y Lorrains toma la forma de Norlais. Con la grafía «Phi» indica el nombre de Felipe; Estrage se convierte en Estrange, es decir extranjera, y de­signa con este nombre a la reina María Antonieta, esposa de Luis XVI, aun­que él transforma la palabra en Er­gaste.

El estudio comparativo y atento de las muchas ediciones de las Centurias, permite asegurar que algunas grafías de palabras, consideradas sucesiva­mente por los comentaristas como errores del autor o del editor que las publicó, son, en cambio, inexactitudes expresamente queridas por el autor para velar sus profecías.

Es razonable que después de hablar con tanto encarecimiento de Nostra­damus y de sus excepcionales dotes de vidente, sintamos curiosidad y tenga­mos un vivísimo deseo de poder «leer», a través de sus cuartetas, los eventos humanos que él predijo.

En diversas épocas, insignes investi­gadores y oscuros comentaristas han estudiado las Centurias, intentando es­clarecer por todos los medios a su al­cance el sentido arcano de las frases contenidas en aquellos versos. En mu­chos casos los resultados han sido satis­factorios; en otros, por el contrario, si bien costosos y estimables, a nada es­clarecedor han conducido y las frases han conservado su secreto intacto; sólo desaparecerá el enigma cuando un acon­tecimiento histórico ofrezca a los estu­diosos la clave que muestre su , meca­nismo.

De entre sus profecías, la primera que maravilló extraordinariamente a sus contemporáneos fue la que hizo Nostradamus refiriéndose a su propia muerte. La vida terrenal del gran pro­feta se extinguió en Salon, el día 2 de julio de 1566, un poco antes de la au­rora, como consecuencia de un ataque de artritis y gota que había degenerado en hidropesía.

Pero la profecía que le valió, por sí sola, fama y notoriedad mientras aún vivía, fue la que consta en las Centurias y se refiere a Enrique II, Rey de Fran­cia y esposo de Catalina de Médicis, en la cuarteta treinta y cinco de la Cen­turia I.

Esta cuarteta consigue dar, con vi­veza excepcional y concisión admira­ble, todos los detalles de la muerte del Rey; no es de maravillar, pues, el asom­bro que suscitó al aparecer pública­mente este vaticinio.

A simple vista podría parecer in­cluso absurda, ya que un rey nunca se batía en duelo; no obstante dio mucho que pensar a cuantos estaban junto a Enrique. Los hechos ocurrieron de esta manera:

En junio de 1559 Enrique II se ha­llaba en París; se acababa de firmar el Tratado de Chateau-Cambrésis que po­nía fin a las discordias entre España y Francia. Por él el soberano francés re­nunciaba a sus miras sobre Italia y res­tituía las tierras del Duque de Saboya, a quien había concedido, además de consolidar su situación política fuera de sus fronteras, la mano de su her­mana Margarita. Y a Felipe II, viudo de María Tudor, habíale prometido por esposa a su jovencísima hija Isabel.

La Corte francesa festejaba aquellos esponsales y se había organizado, en aquella ocasión, un brillante torneo en la plaza que se extendía ante el palacio real, en aquel entonces palacio de los Torrejones (Tournelles).

El 30 de junio el Rey bajó al campo vestido con una magnífica armadura, con el propósito de batirse en combate individual a caballo contra tres adver­sarios por lo menos.

El primer caballero con quien com­pitió el Rey fue Manuel Filiberto de Saboya; el segundo, el Duque de Guisa, y el tercero era Gabriel Montgo­mery, joven a impetuoso combatiente, comandante de la guardia del Rey. Uno tras otro, los asaltos se desarrollaron normalmente y las tres lanzas que el Rey había recibido terminaron rotas en el polvo. Un sentimiento de alivio pa­reció llenar el corazón de la multitud que había acudido a la plaza para pre­senciar el combate, y los íntimos del Rey se dijeron que el peligro estaba ya superado. Se relajó con ello la tensión, pero Enrique, no satisfecho con su tri­ple victoria, no se alejaba del circo, dando a entender con sus gestos que deseaba repetir el asalto con el último de sus adversarios, el Conde de Mont­gomery, que antes había inferido al Rey un golpe tan fiero que faltó poco para derribarle.

De nuevo en el campo, los caballe­ros se colocaron uno enfrente del otro, preparados para una nueva lucha, en medio de un profundo silencio, roto solamente por el furioso galopar de los cabellos. Calada la visera de la arma­dura y dirigida la lanza contra el adver­sario, cargaron impetuosamente el uno contra el otro. En un abrir y cerrar de ojos se cruzaron las lanzas y la del joven Montgomery, partida en peda­zos por el certero golpe del Rey, voló, otra vez, por los aires hasta el polvo­riento suelo.

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