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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (34 page)

BOOK: Post Mortem
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—¿Es posible que las filtraciones procedan de tu departamento?

—Alguien de fuera se introdujo en nuestra base de datos. Por esta razón, es posible. Mejor dicho, eso me coloca en una situación injustificable.

—A menos que descubras al culpable —dijo Fortosis.

—No veo cómo podría hacerlo. Hablaste con Amburgey, ¿verdad?

Me miró a los ojos.

—En efecto. Pero creo que él ha exagerado lo que yo le dije, Kay. Yo nunca hubiera llegado al extremo de asegurar que la información presuntamente filtrada desde tu departamento es responsable de los dos últimos homicidios. En otras palabras, que ambas mujeres vivirían de no haber sido por los datos que se publicaron. No puedo decir eso y no lo dije.

Mi alivio debió de ser claramente visible.

—No obstante, si Amburgey o quien sea quiere armar un alboroto por las presuntas filtraciones desde el ordenador de tu despacho, me temo que poco podré hacer yo. En realidad, creo que hay un nexo muy significativo entre la publicidad y la actuación del asesino. Si las informaciones confidenciales están dando lugar a reportajes más sensacionalistas y a titulares más espectaculares, entonces sí, Amburgey o el que sea puede tomar mis afirmaciones objetivas y utilizarlas contra tu departamento. ¿Comprendes lo que quiero decir? —preguntó, mirándome fijamente.

—Quieres decir que no puedes desactivar la bomba —dije en tono abatido.

Inclinándose hacia adelante, Fortosis me dijo categóricamente:

—Quiero decir que no puedo desactivar una bomba que ni siquiera puedo ver. ¿Qué bomba? ¿Insinúas acaso que alguien está maquinando contra ti?

—No lo sé —contesté cautelosamente—. Lo único que puedo decirte es que a algunos les van a arrojar muchos huevos a la cara por la llamada al 911 que hizo Lori Petersen poco antes de ser asesinada. ¿Lo has leído?

Fortosis asintió con la cabeza, mirándome con interés.

—Amburgey me convocó para estudiar el asunto mucho antes de que se publicara la noticia esta mañana. Estaban presentes Tanner y Boltz. Dijeron que podría haber un escándalo y que se podría entablar una querella. Entonces Amburgey ordenó que toda la información a la prensa se facilitara directamente a través de él. Por mi parte, yo no debería hacer ningún comentario. Dijo que, a tu juicio, las filtraciones a la prensa y los consiguientes reportajes estaban provocando una escalada en las actividades del asesino. Me hizo muchas preguntas sobre las filtraciones y sobre la posibilidad de que éstas procedieran de mi departamento. No tuve más remedio que confesarle que alguien se había introducido en nuestra base de datos.

—Comprendo.

—En el transcurso de la reunión —añadí—, empecé a experimentar la inquietante sensación de que, en caso de que estallara un escándalo, todo se centraría en lo que presuntamente ha estado ocurriendo en mi departamento. Consecuencia: yo he causado un daño a la investigación y tal vez he sido indirectamente culpable de la muerte de otras mujeres... —hice una pausa porque estaba levantando la voz sin darme cuenta—. En otras palabras, ya lo estoy viendo, la gente se olvidará del fallo del 911 porque todo el mundo estará ocupado echándole la culpa a la oficina del jefe del departamento de Medicina Legal, es decir, a mí.

Fortosis no hizo ningún comentario.

—A lo mejor, me estoy preocupando innecesariamente —dije sin creerlo.

—Puede que no.

No era lo que esperaba escuchar.

—Teóricamente —me explicó Fortosis—, podría ocurrir exactamente lo que has dicho. Si a algunos les conviniera para salvar su propio pellejo. El forense es un chivo expiatorio muy cómodo. El público en general no sabe muy bien lo que hace el forense y más bien tiene una idea un tanto vaga y siniestra sobre su actuación. A nadie le gusta que alguien corte el cuerpo de un ser querido. Se considera una mutilación, el colmo de la humillación...

—Por favor —dije, interrumpiéndole.

—Tú ya me entiendes —añadió Fortosis.

—Demasiado.

—Lo del ordenador ha sido una pena.

—Dios mío, casi preferiría que utilizáramos máquinas de escribir.

Fortosis miró con aire pensativo hacia la ventana.

—Te voy a ser sincero, Kay —sus ojos se posaron nuevamente en mí—. Te aconsejo que tengas mucho cuidado. Pero, al mismo tiempo, te ruego que no te obsesiones con todo eso hasta el punto de descuidar la investigación. Las sucias jugadas políticas o el temor que éstas suelen producir podrían trastornarte hasta el extremo de hacerte cometer errores, con lo cual les ahorrarías a tus adversarios la molestia de tener que fabricarlos ellos mismos.

Cruzaron por mi mente los portaobjetos erróneamente etiquetados y me noté un nudo en el estómago.

—Es lo que pasa cuando un barco se hunde —añadió Fortosis—. Las personas se vuelven salvajes. Cada cual va a lo suyo y no quiere que nadie se interponga en su camino y tampoco quiere sentirse vulnerable cuando ve que cunde el pánico a su alrededor. Y eso es lo que le ocurre a la gente de Richmond.

—A ciertas personas, sí.

—Y se comprende. La muerte de Lori Petersen se hubiera podido evitar. La policía cometió un imperdonable error al no otorgar la máxima prioridad a su llamada al 911. El asesino no ha sido atrapado. Las mujeres siguen muriendo. Los ciudadanos acusan a las autoridades, las cuales a su vez tienen que echarle la culpa a alguien. Es el instinto animal de conservación. Si la policía o los políticos pueden echarle la culpa a alguien de más abajo, lo harán.

—Y llegarán hasta la mismísima puerta de mi casa —dije con amargura, pensando automáticamente en Cagney.

¿Le hubiera ocurrido a él lo que me estaba pasando a mí?

Conocía la respuesta y sentí la necesidad de expresarla en voz alta.

—No puedo evitar pensar que soy un blanco fácil por el hecho de ser mujer.

—Eres una mujer en un mundo de hombres —dijo Fortosis—. Siempre serás considerada un blanco fácil hasta que esos muchachos descubran que tienes dientes. Porque tú tienes dientes —añadió con una sonrisa—. Procura que se enteren.

—¿Cómo?

—¿Hay alguien de tu oficina en quien confíes ciegamente? —preguntó Fortosis.

—Mi equipo de colaboradores es muy leal...

Fortosis rechazó el comentario con un gesto de la mano.

—Hablo de confianza, Kay. Confianza absoluta. ¿Tu analista de informática, por ejemplo?

—Margaret siempre ha sido una persona muy leal —contesté en tono dubitativo—. Pero, ¿confianza absoluta? No creo. Apenas la conozco desde un punto de vista personal.

—Quiero decir que tu seguridad, o tu mejor defensa si prefieres llamarla así, sería poder descubrir quién se ha introducido en la base de datos de tu ordenador. Puede que eso no sea posible. Pero si hubiera alguna posibilidad, supongo que para averiguarlo haría falta una persona con ciertos conocimientos de informática. Un detective tecnológico por así decirlo, alguien con quien pudieras hablar con entera confianza.

—No se me ocurre nadie —dije—. Pero aunque lo descubriera, puede que las perspectivas no fueran muy buenas. Si el culpable fuera un reportero, no creo que el hecho de descubrirlo resolviera mi problema.

—Puede que no. Pero yo que tú correría este riesgo.

Me pregunté por qué insistía. Me daba la impresión de que tenía sus propias sospechas.

—Tendré en cuenta todo esto —me prometió— cuando me llamen a propósito de los casos, Kay, si es que me llaman. Si, por ejemplo, alguien insiste en el tema de la posible repercusión de las noticias en la frecuencia de los delitos —una pausa—. No estoy dispuesto a permitir que me utilicen. Pero tampoco puedo mentir. No cabe duda de que la reacción de este asesino a la publicidad, su
modus operandi
en otras palabras, es un tanto insólito.

Le escuché sin decir nada.

—La verdad es que no a todos los asesinos en serie les gusta leer comentarios sobre lo que hacen. La gente tiende a creer que casi todas las personas que cometen crímenes sensacionales quieren llamar la atención y sentirse importantes. Como Hinckley. Disparas contra el presidente de la nación y te conviertes inmediatamente en un héroe. Un inadaptado que no consigue integrarse en la sociedad y no puede conservar un puesto de trabajo ni mantener relaciones normales con nadie se convierte de pronto en una persona internacionalmente conocida. A mi juicio, tales individuos son una excepción. Son un extremo.

»El otro extremo son los Lucas y los Tooles. Hacen lo que hacen y muchas veces no se quedan en la ciudad el tiempo suficiente como para poder leer la noticia en los periódicos. No quieren que nadie lo sepa. Ocultan los cuerpos y borran sus huellas. Se pasan la vida en la carretera, desplazándose de un sitio a otro, buscando a sus objetivos por el camino. Basándome en el análisis del
modus operandi
del asesino de Richmond, tengo la impresión de que se trata de una mezcla de ambos extremos: lo hace porque experimenta un impulso irreprimible, pero no quiere en modo alguno que lo atrapen. Al mismo tiempo, le encanta despertar el interés de la gente y quiere que todo el mundo sepa que lo ha hecho.

—¿Es eso lo que le dijiste a Amburgey? —pregunté.

—No creo que lo tuviera tan claro cuando hablé con él y los demás la semana pasada. Hizo falta el asesinato de Henna Yarborough para convencerme.

—Por tratarse de la hermana de Abby Turnbull.

—Sí.

—Si el asesino quería liquidarla a ella —dije—, ¿qué mejor manera de armar un revuelo en la ciudad y ser conocido en el resto del país que matar a la galardonada reportera que había estado informando sobre los delitos?

—Si Abby Turnbull era su objetivo, la elección se me antojaba un poco personal. Parece ser que los cuatro primeros fueron unos impersonales asesinatos de mujeres a quienes el atacante no conocía. Fueron objetivos circunstanciales.

—Las pruebas del ADN confirmarán si se trata del mismo hombre —dije, anticipándome a sus argumentos—. Pero yo estoy segura de que sí. No creo ni por un instante que Henna fuera asesinada por otra persona que, a lo mejor, pretendía acabar con su hermana.

—Abby Turnbull es un personaje conocido —dijo Fortosis—. Por una parte, me pregunto yo, si ella hubiera sido la víctima que buscaba el asesino, ¿cómo es posible que éste cometiera el error de asesinar a su hermana en su lugar? Y, por otra, si querían matar a Henna Yarborough, ¿no te parece una extraña coincidencia que fuera precisamente la hermana de Abby?

—Cosas más raras se han visto.

—Por supuesto. Nada es seguro. Podemos pasarnos toda la vida haciendo conjeturas sin conseguir aclarar nada. ¿Por qué eso o por qué aquello? El motivo, por ejemplo. ¿Fue maltratado por su madre, lo sometieron a abusos deshonestos en su infancia, etc., etc.? ¿Quiere vengarse de la sociedad y manifestar el desprecio que ésta le inspira? Cuanto más tiempo llevo en esta profesión, tanto más me convenzo de una cosa de la que los psiquiatras no quieren ni oír hablar, es decir, de que muchas de estas personas matan porque disfrutan haciéndolo.

—Yo llegué a esta conclusión hace mucho tiempo —dije con furia.

—Creo que el asesino de Richmond se lo está pasando en grande —añadió Fortosis en tono pausado—. Es muy astuto y actúa con mucho tiento. Raras veces comete errores. No estamos en presencia de un inadaptado mental que sufre lesiones en el lóbulo frontal derecho. Tampoco es un desequilibrado, rotundamente no. Es un psicópata y un sádico sexual con una inteligencia superior a la media, capaz de desenvolverse normalmente en la sociedad y de ofrecer una imagen pública aceptable. Creo que debe ganar un buen sueldo aquí en Richmond y no me sorprendería en absoluto que desempeñara un trabajo o tuviera una afición que le permite tratar con personas trastornadas o lesionadas, es decir personas a las que puede controlar sin dificultad.

—¿Qué clase de trabajo? —pregunté con inquietud.

—Podría ser cualquier cosa. Apuesto a que es lo suficientemente listo e inteligente como para poder hacer cualquier cosa que se le antoje.

Me pareció oír la voz de Marino, diciendo: «Médico, abogado o jefe indio».

—Has cambiado de idea —le recordé a Fortosis—. Al principio pensabas que podía tener un historial delictivo o unos antecedentes de enfermedad mental, o quizás ambas cosas a la vez. Creías que podía ser alguien recién salido de un manicomio o de una prisión...

Fortosis me interrumpió.

—A la vista de estos dos últimos homicidios, sobre todo el relacionado con Abby Turnbull, ya no lo creo. Los delincuentes psicópatas raras veces, o más bien nunca, tienen la capacidad de esquivar repetidamente a la policía. Opino que el asesino de Richmond es experto, probablemente lleva años asesinando en otros lugares y ha escapado de la justicia en el pasado con el mismo éxito con que está escapando ahora.

—¿Crees que va a un sitio, se pasa unos cuantos meses matando y después se va a otro?

—No necesariamente —contestó Fortosis—. Puede ser lo bastante disciplinado como para irse a un sitio, buscarse un trabajo y quedarse allí. Es posible que pueda pasarse algún tiempo sin hacer nada hasta que vuelve a empezar. Cuando empieza, ya no puede detenerse. Y, en cada nuevo territorio en el que actúa, le cuesta más saciarse. Cada vez es más audaz, cada vez pierde más el control. Juega con la policía y disfruta sabiendo que es la máxima preocupación de la ciudad, a través de la prensa... y quizás a través de la elección de la víctima.

—Abby —murmuré—. Si realmente pretendía liquidarla a ella.

Fortosis asintió con la cabeza.

—Ahí está la novedad, la mayor audacia y la mayor temeridad que ha cometido hasta ahora... si es que efectivamente pretendía asesinar a una conocida reportera especializada en crónicas de sucesos. Hubiera sido su acción más espectacular. Hubiera habido otros ingredientes, referencias y proyecciones psicológicas. Abby escribe cosas sobre él y él cree que tiene una relación personal con ella. Su cólera y sus fantasías se concentran en ella.

—Pero falló —repliqué yo enfurecida—. Hubiera sido su actuación más espectacular, pero falló estrepitosamente.

—Exacto. Puede que no conociera suficientemente a Abby o no supiera que su hermana se había ido a vivir con ella el pasado otoño. Es muy posible que hasta que oyera la noticia por la televisión o la leyera en el periódico, no supiera que la mujer a la que había asesinado no era Abby.

La idea me sobresaltó. No se me había ocurrido aquella posibilidad.

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