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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (31 page)

BOOK: Post Mortem
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—Entérese bien de una cosa —dijo Marino—. Es un hombre muy guapo que no necesita echarle nada en el vino a una mujer para que ésta suelte la mercancía.

—¡Es una basura! —gritó Abby—. ¡Probablemente lo habrá hecho miles de veces! Me amenazó, me dijo que, como dijera una sola palabra, ¡me haría pasar por una pelandusca y arruinaría mi carrera!

—Y entonces, ¿qué pasó? —preguntó Marino—. ¿Se sintió culpable y empezó a largarle información?

—¡No! ¡Yo no tengo nada que ver con ese hijo de puta! Como me acerque a él a una distancia de menos de un metro, ¡soy capaz de saltarle la maldita tapa de los sesos! ¡Mi información no me la facilita él!

No podía ser cierto.

Lo que Abby estaba diciendo no podía ser cierto. Quería apartar de mí aquellas afirmaciones. Eran terribles y me estaban haciendo daño a pesar de que en mi fuero interno trataba desesperadamente de negarlas.

Abby debió de reconocer de inmediato el Audi blanco de Bill. Por eso se asustó al verlo aparcado en la calzada particular de mi casa. Antes, al ver a Bill en su casa, le había gritado que se marchara porque no podía soportar su presencia.

Bill me había advertido de que era una persona vengativa, oportunista y peligrosa, que no se detenía ante nada. ¿Por qué me lo había dicho? ¿Por qué? ¿Acaso estaba sentando las bases de su propia defensa en previsión de que Abby lo acusara?

Me había mentido. No rechazó los presuntos requerimientos de la periodista cuando la acompañó a su casa después de la entrevista. Su automóvil seguía aparcado allí a primera hora de la mañana del día siguiente...

Pasaban velozmente por mi cabeza las imágenes de las pocas ocasiones en que Bill y yo habíamos estado solos en el sofá de mi salón. De pronto, me asqueó el recuerdo de su repentina agresión, aquella fuerza bruta que yo atribuí al whisky. ¿Acaso sería ése el lado oscuro de su personalidad? ¿Sería cierto que sólo disfrutaba avasallando y tomando a la fuerza?

Estaba allí en aquella casa, en el lugar del delito, cuando yo llegué. No me extrañaba que se hubiera presentado con tanta rapidez. Su interés rebasaba el ámbito profesional. No se limitaba simplemente a cumplir con su tarea. Reconoció la dirección de Abby. Probablemente supo antes que nadie a quién pertenecía la casa. Quiso verlo y comprobarlo.

Puede que incluso abrigara la esperanza de que la víctima fuera Abby. Entonces no hubiera tenido que temer la posibilidad de que ella revelara la verdad.

Sentada en silencio, hice un esfuerzo para que mi rostro se petrificara. No podía dejar traslucir nada. La angustiosa incredulidad. El sufrimiento. Oh, Dios mío, que no se me note.

Un teléfono empezó a sonar en otra estancia. Sonó repetidamente sin que nadie lo atendiera.

Se oyeron unas pisadas subiendo por la escalera. El metal resonó contra los peldaños de madera y unos transmisores emitieron unos ininteligibles crujidos de interferencias. Unos camilleros estaban subiendo una camilla al tercer piso de la casa.

Abby sacó un cigarrillo, pero de pronto, lo arrojó al cenicero junto con la cerilla encendida.

—Si es cierto que me ha hecho seguir... —bajó la voz y su desprecio pareció llenar toda la estancia— y si sus motivos eran averiguar si me reunía con él y me acostaba con él para obtener información, ya debería saber que lo que digo es cierto. Después de lo que ocurrió aquella noche no me he vuelto a acercar para nada a ese hijo de puta.

Marino no dijo ni una sola palabra.

El silencio era su respuesta.

Abby no había vuelto a ver a Bill desde entonces.

Más tarde, mientras los camilleros retiraban el cuerpo, Abby se apoyó contra el marco de la puerta y, presa de una incontenible emoción, lo asió con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Vio pasar la blanca forma del cuerpo de su hermana y contempló a los hombres que se la llevaban con el rostro convertido en una pálida máscara de inmenso dolor.

Presa de la emoción, comprimí suavemente su brazo y me retiré todavía conmovida por su irreparable pérdida. El hedor aún perduraba en la escalera y, cuando salí a la radiante luz de la calle, me quedé momentáneamente deslumbrada.

12

L
a carne de Henna Yarborough, húmeda a causa de las repetidas enjuagaduras, brillaba como el mármol blanco bajo la iluminación del techo. Yo estaba sola con ella en el depósito de cadáveres, suturando los últimos puntos de la incisión en forma de Y que formaba un ancho costurón desde el pubis hasta el esternón y se bifurcaba a la altura del pecho.

Wingo se había encargado de la cabeza poco antes de marcharse. El cráneo estaba en su sitio y la incisión de la parte posterior había sido cerrada y completamente cubierta por el cabello, pero la huella de la atadura alrededor del cuello parecía una quemadura provocada por la fricción de una cuerda. Tenía el rostro abotargado y amoratado y eso no lo podrían disimular ni mis esfuerzos ni los de la funeraria.

De pronto, sonó el timbre de la entrada. Consulté el reloj de pared. Eran algo más de las 9 de la noche.

Cortando el hilo con un bisturí, la cubrí con la sábana y me quité los guantes. Oí a Fred, el guarda de seguridad, diciéndole algo a alguien en el pasillo mientras colocaba el cuerpo en una camilla y empujaba la camilla hacia el frigorífico.

Cuando volví a salir y cerré la gran puerta de acero, vi a Marino apoyado contra el escritorio del depósito de cadáveres, fumándose un cigarrillo.

Me observó en silencio mientras yo recogía pruebas y tubos de sangre y firmaba con mis iniciales en las etiquetas.

—¿Ha descubierto algo que yo necesite saber?

—La causa de la muerte ha sido asfixia por estrangulación debida a la atadura que le rodeaba el cuello —contesté mecánicamente.

—¿Hay restos de algo? —preguntó Marino, sacudiendo la ceniza del cigarrillo al suelo.

—Algunas fibras...

—Bueno, pues —dijo Marino, interrumpiéndome—, yo tengo un par de cosas.

—Bien —repliqué en el mismo tono—, pues yo quiero largarme de aquí.

—Perfectamente, doctora. Es justo lo que yo estaba pensando. Se me ha ocurrido la idea de ir a dar un paseo.

Interrumpí lo que estaba haciendo y le miré fijamente. Tenía un mechón de cabello pegado a la húmeda frente, se había aflojado el nudo de la corbata y su blanca camisa de manga corta estaba tremendamente arrugada por detrás, como si hubiera permanecido mucho tiempo sentado en su automóvil. Bajo el brazo izquierdo llevaba ajustada la funda beige de su revólver de cañón largo. La intensa iluminación del techo le confería un aire casi amenazador, con sus ojos profundamente hundidos en las cuencas y los músculos de la mandíbula fuertemente contraídos.

—Creo que le conviene acompañarme —añadió—. Por consiguiente, esperaré a que se quite su mono de trabajo y llame a su casa.

¡Llamar a casa! ¿Cómo sabía él que había alguien en casa a quien yo necesitaba llamar? Jamás le había mencionado a mi sobrina. Jamás le había mencionado a Bertha. Que yo supiera, no era asunto de su incumbencia.

Estaba a punto de decirle que no tenía intención de acompañarle a ningún sitio cuando la dureza de su mirada me lo impidió de golpe.

—De acuerdo —musité—. De acuerdo.

Aún estaba apoyado contra el escritorio fumándose un cigarrillo, cuando crucé la sala para dirigirme al vestuario. Me lavé la cara en la pila, me quité el mono y me puse la falda y la blusa. Estaba tan distraída que abrí mi cajón y fui a sacar mi bata de laboratorio sin darme cuenta de lo que hacía. No necesitaba la bata de laboratorio. Tenía el billetero, la cartera de documentos y la chaqueta del traje en mi despacho de arriba.

Lo recogí todo y seguí a Marino hasta su automóvil. Abrí la portezuela del lado del pasajero, pero la luz interior no se encendió. Me deslicé hacia el asiento, busqué a tientas el cinturón de seguridad y aparté unas migas y una arrugada servilleta de papel.

Marino hizo marcha atrás y salió del
parking
sin decirme ni una sola palabra. La luz del radiotransmisor parpadeaba pasando de uno a otro canal mientras los operadores transmitían mensajes que a Marino no parecían interesarle y que yo casi nunca entendía. Los policías mascullaban contra el micrófono. Algunos parecían comérselo.

—Tres-cuarenta-y—cinco, diez-cinco, uno-sesenta-y—nueve en canal tres.

—Uno-sesenta-y—nueve, cambio.

—¿Estás libre?

—Diez-diez. Diez-diecisiete, pausa. Ocupado.

—Avísame cuando estés en diez-veinticuatro.

—Diez-cuatro.

—Cuatro-cincuenta-y—uno.

—Cuatro-cincuenta-y—uno X.

—Diez-veintiocho en Adam Ida Lincoln uno-siete-cero...

Las llamadas se transmitían y los tonos de alerta resonaban como la tecla de bajo de un órgano eléctrico. Marino permaneció en silencio mientras cruzaba el centro de la ciudad donde todas las tiendas ya habían bajado sus persianas de acero al término de la jornada. Las luces verdes y rojas de neón de los escaparates anunciaban chillonamente casas de empeños, zapateros remendones y restaurantes baratos. Los hoteles Sheraton y Marriott estaban tan iluminados como barcos, pero había muy pocos automóviles o viandantes por las calles; sólo se veían algunos confusos grupos de mujeres de la vida apoyadas en las esquinas. Los blancos de sus ojos nos siguieron al pasar.

No me di cuenta de adónde íbamos hasta varios minutos más tarde. Al llegar a Winchester Place aminoramos la marcha a la altura del 498, la casa de Abby Turnbull. El edificio de piedra arenisca era una negra mole en cuya puerta la bandera semejaba una sombra levemente agitada por la brisa. No había ningún automóvil delante. Abby no estaba en casa. Me pregunté dónde se alojaría.

Marino se apartó muy despacio de la calle y giró a un angosto pasadizo entre la casa de piedra arenisca y el edificio de al lado. El automóvil brincó sobre los baches mientras los faros delanteros iluminaban los oscuros muros laterales de las casas, los cubos de la basura sujetos con cadenas a unas estacas y toda una serie de botellas rotas y otros desperdicios. Cuando ya nos habíamos adentrado unos seis metros por aquella claustrofóbica callejuela, Marino se detuvo y apagó los faros. Teníamos directamente delante de nosotros el patio posterior de la casa de Abby, una estrecha franja de hierba protegida por una valla metálica en la que un letrero advertía de la presencia de un inexistente perro.

Marino encendió el reflector del automóvil y el haz luminoso lamió la oxidada escalera contra incendio de la parte posterior de la casa. Todas las ventanas estaban cerradas y los cristales brillaban levemente en la oscuridad. El asiento crujió mientras Marino recorría el patio vacío con el reflector.

—Adelante —dijo Marino—. Quiero saber si usted está pensando lo mismo que yo.

Contesté lo más lógico.

—El letrero. El letrero de la valla. Si el asesino hubiera creído que había un perro, lo hubiera pensado mejor. Ninguna de sus víctimas tenía perro. De haberlo tenido, es probable que las mujeres todavía vivieran.

—Exactamente.

—Y supongo —añadí— que usted ha llegado a la conclusión de que el asesino debía de saber que el letrero no significaba nada y que Abby, o Henna, no tenían perro. ¿Cómo podía saberlo?

—Sí. ¿Cómo podía saberlo —repitió lentamente Marino— a menos que tuviera un motivo para saberlo?

No dije nada.

Marino tomó el encendedor.

—Quizá ya había estado anteriormente en la casa.

—No creo...

—Deje de hacerse la tonta, doctora —dijo Marino en voz baja.

Saqué mi cajetilla de cigarrillos con trémulas manos.

—Yo me lo imagino y creo que usted también se lo imagina. Alguien que ha estado en el interior de la casa de Abby Turnbull. No sabe que su hermana está ahí, pero sabe que no hay ningún maldito perro. Y la señorita Turnbull no le gusta demasiado porque sabe algo que él no quiere por nada del mundo que nadie sepa.

Marino hizo una pausa y yo sentí que me estaba mirando, pero me negué a mirarle a mi vez o a decirle algo.

—Mire, ya consiguió de ella lo que quería, ¿de acuerdo? Y, a lo mejor, no pudo evitar hacer lo que hizo porque experimenta un impulso irreprimible y tiene algún tornillo flojo, por así decirlo. Está preocupado. Teme que ella diga algo. Es una maldita reportera, qué caray. Le pagan para que descubra los trapos sucios de la gente. Y lo que él hizo no tendrá más remedio que divulgarse.

Marino volvió a mirarme de soslayo, pero yo permanecí en obstinado silencio.

—¿Qué hace? Decide liquidarla de manera que todo parezca como lo de las otras. Lo malo es que él ignora la existencia de Henna. Tampoco sabe dónde está el dormitorio de Abby porque, cuando estuvo en la casa, no pasó más allá del salón. Y el viernes pasado se equivoca de dormitorio y entra en el de Henna. ¿Por qué? Pues porque es el que tiene la luz encendida, dado que Abby no está. Ya es demasiado tarde. Ha llegado demasiado lejos. Tiene que seguir adelante. Y entonces va y la asesina...

—No puede haber hecho eso —dije, procurando que no me temblara la voz—. Boltz no sería capaz de hacer semejante cosa. No es un asesino, por el amor de Dios.

Silencio.

Marino me miró lentamente y sacudió la ceniza del cigarrillo.

—Curioso. Yo no he mencionado ningún nombre. Pero, puesto que usted lo ha hecho, conviene que ahondemos un poco más en el tema.

Me encerré nuevamente en mi mutismo. Necesitaba serenarme, pero me notaba un nudo en la garganta. No quería llorar. ¡Maldita sea! ¡No quería que Marino me viera llorar!

—Mire, doctora —dijo Marino en tono mucho más reposado—, no pretendo ponerla nerviosa, ¿comprende? Quiero decir que lo que usted haga en privado no es asunto mío, ¿de acuerdo? Los dos son adultos que actúan libremente y no tienen ningún compromiso. Pero yo lo sé. He visto el automóvil de Boltz en su casa...

—¿En mi casa? —pregunté perpleja—. Pero, ¿qué...?

—Mire, yo recorro toda la maldita ciudad y usted vive en la ciudad, ¿no? Conozco su automóvil oficial. Sé dónde vive y conozco el Audi blanco de Boltz. Y sé que, en todas las ocasiones en que lo he visto aparcado en la calzada de su casa en los últimos meses, él no estaba allí tomándole a usted una declaración...

—Es cierto. Puede que no, pero eso a usted no le importa.

—Pues sí me importa —Marino arrojó la colilla del cigarrillo a través de la ventanilla y encendió otro—. Ahora me importa por lo que él le ha hecho a la señorita Turnbull. Y eso me induce a preguntarme qué otras cosas ha podido hacer.

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