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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem

 

Tres mujeres han aparecido salvajemente asesinadas en sus propios dormitorios. El responsable de estos crímenes actúa siempre los sábados, de madrugada, y deja muy pocas pistas. De manera que cuando la doctora Kay Scarpetta, jefa del departamento de Medicina Legal de la ciudad, recibe una llamada a las 2.33, supone que algo grave ha sucedido: hay una cuarta víctima. Kay Scarpetta recurrirá a los últimos avances en medicina legal y tendrá que vérselas con aquellos que quieren sabotear su trabajo…, y es que no a todo el mundo le gusta ver a una mujer en el puesto que ella ocupa.

Patricia Cornwell

Post Mortem

(Kay Scarpetta - 01)

ePUB v1.1

betatron
18.10.2011

Para Joe y Dianne

1

E
staba lloviendo en Richmond el viernes, 6 de junio.

El implacable aguacero, que había comenzado al amanecer, azotaba los lirios, dejando los tallos desnudos y el asfalto y las aceras llenos de hojas. Había pequeños riachuelos en las calles y charcos recién nacidos en los campos de juego y los prados. Me quedé dormida sobre el trasfondo del rumor del agua golpeando el tejado de pizarra y estaba viviendo una terrible pesadilla cuando la noche se disolvió en las primeras y brumosas horas de la mañana del sábado.

Vi un blanco rostro al otro lado del cristal veteado por la lluvia, un inhumano rostro sin forma, como los rostros de las contrahechas muñecas que se hacen con medias de nailon. La ventana de mi dormitorio estaba oscura cuando apareció de repente aquel rostro y miró hacia el interior con perversa inteligencia. No supe qué era lo que me había despertado hasta que volvió a sonar el teléfono. Lo encontré sin necesidad de buscarlo a tientas.

—¿Doctora Scarpetta?

—Sí.

Extendí la mano hacia la lámpara de la mesita y la encendí. Eran las 2.33 de la madrugada. El corazón me latía con tal fuerza que parecía querer atravesarme las costillas.

—Aquí Pete Marino. Tenemos otra en el 5602 de la avenida Berkley. Creo que será mejor que venga.

El nombre de la víctima, añadió Marino, era Lori Petersen, una mujer de raza blanca y treinta años de edad. El marido había descubierto su cuerpo media hora antes.

Los detalles eran innecesarios. En cuanto descolgué el teléfono y oí la voz del sargento Marino, lo supe. Puede que lo supiera en el mismo instante en que sonó el teléfono. La gente que cree en la existencia de los hombres lobo teme la luna llena. Yo había empezado a temer las horas que mediaban entre la medianoche y las tres de la madrugada cuando el viernes se transforma en sábado y la ciudad está todavía dormida.

Normalmente, cuando se produce un crimen se llama al forense que está de guardia. Sin embargo, aquello no era normal. Después del segundo asesinato, yo había dejado bien claro que, en caso de que se produjera otro, me deberían llamar a la hora que fuera. Marino no era muy partidario de la idea. Desde que me habían nombrado jefa del departamento de medicina legal de la mancomunidad de Virginia, me había puesto dificultades. No sabía si no le gustaban las mujeres o si simplemente no le gustaba yo.

—Berkley está en Berkley Downs, Zona Sur —me dijo en tono de superioridad—. ¿Conoce el camino?

Confesé que no y anoté las indicaciones en el cuaderno de apuntes que siempre tenía junto al teléfono. Colgué el aparato y mis pies ya estaban en el suelo cuando la adrenalina me excitó los nervios como un café exprés. La casa estaba en silencio. Tomé mi negro maletín arañado y desgastado por los años de uso.

El aire nocturno era como una sauna fría y no había luces en las ventanas de las casas de mis vecinos. Mientras hacía marcha atrás por la calzada con mi «rubia» color azul marino, contemplé la luz encendida por encima del porche en la ventana de la habitación de invitados, donde dormía mi sobrina Lucy, de diez años. Aquél iba a ser otro día de la vida de la niña que yo me iba a perder. Había acudido a recibirla al aeropuerto el miércoles por la noche. Y, hasta el momento, habíamos comido juntas muy pocas veces.

No encontré tráfico hasta que llegué a Parkway. Minutos más tarde crucé velozmente el río James. Los faros traseros de los automóviles que me precedían a una considerable distancia parecían rubíes y, a través del espejo retrovisor, veía la fantasmagórica silueta de los edificios del centro de la ciudad, recortándose contra el cielo. A ambos lados se abrían en abanico unos vastos llanos oscuros, con unos minúsculos collares de tenue luz en los bordes. En algún lugar de aquí afuera, pensé, hay un hombre. Puede ser cualquiera, camina como todo el mundo, duerme bajo un techo y tiene el habitual número de dedos, tanto en las manos como en los pies. Probablemente es blanco y mucho más joven que yo, que ya he cumplido los cuarenta. Es un hombre corriente en casi todos los aspectos y probablemente no conduce un BMW y no frecuenta los bares del Slip ni las elegantes tiendas de ropa de la calle Main.

Pero a lo mejor sí. Podía ser cualquiera y no era nadie. La clase de individuo de quien no te acuerdas tras subir veinte pisos sola con él en un ascensor.

Se había convertido en el autoproclamado y siniestro dueño de la noche, en una obsesión para miles de personas a las que jamás había visto y en una obsesión también para mí. El señor Nadie.

Puesto que los homicidios habían empezado dos meses atrás, cabía la posibilidad de que hubiera salido recientemente de la cárcel o de un manicomio. Ésa era la conjetura que había circulado la semana anterior, pero las teorías cambiaban constantemente.

La mía seguía siendo la misma que al principio. Sospechaba que no llevaba mucho tiempo en la ciudad, que había hecho lo mismo en otro sitio y que jamás había pasado un solo día tras la puerta cerrada de una prisión o una unidad de medicina legal. No era un sujeto desorganizado, no era un aficionado y con toda seguridad no estaba «loco».

Wilshire se encontraba dos semáforos más abajo a la izquierda y Berkley era la siguiente a la derecha.

Vi las luces rojas y azules parpadeando a dos manzanas de distancia. La calle Berkley a la altura del 5602 estaba iluminada como si se hubiera producido un accidente. Una ambulancia, con el motor rugiendo escandalosamente, circulaba a gran velocidad al lado de dos automóviles de la policía sin identificación y con los faros delanteros encendidos, y de tres coches patrulla de color blanco con las luces de la capota emitiendo destellos. La unidad móvil del telediario del Canal 12 acababa de llegar. Se habían encendido y apagado las luces en muchas casas de la calle y varias personas en pijama y bata habían salido a los porches.

Aparqué detrás de la furgoneta del noticiario mientras un camarógrafo cruzaba corriendo la calle. Con la cabeza inclinada y el cuello de mi gabardina color caqui subido hasta las orejas, caminé pegada al muro de ladrillo para acercarme a la puerta principal de la casa. Siempre me había molestado verme en los telediarios nocturnos.

Desde que se iniciaran los estrangulamientos de Richmond mi despacho estaba desbordado y los reporteros de siempre llamaban una y otra vez, haciéndome las insensibles preguntas de costumbre.

—Si es un asesino en serie, doctora Scarpetta, ¿no le parece probable que vuelva a ocurrir?

Como si quisieran que volviera a ocurrir.

—¿Es cierto que encontró usted señales de mordiscos en la última víctima, doctora?

No era cierto, pero, cualquiera que fuera mi respuesta a semejante pregunta, no podía vencerles. Si decía: «Sin comentarios», daban por sentado que era verdad. Si contestaba: «No», la siguiente edición del periódico proclamaría: «La doctora Scarpetta niega que se hayan encontrado señales de mordiscos en los cuerpos de las víctimas...». Con lo cual se daba una nueva idea al asesino, que leía el periódico como todo el mundo.

Los más recientes reportajes eran aterradoramente detallados y minuciosos, rebasando con mucho el útil propósito de advertir a la población de la ciudad. Las mujeres, sobre todo las que vivían solas, estaban muertas de miedo. Durante la semana que siguió al tercer asesinato, la venta de armas de fuego y de cerraduras de seguridad se había incrementado en un cincuenta por ciento, y en la Sociedad Protectora de Animales se les habían agotado los perros... fenómeno que, como es lógico, también había saltado a la primera plana de los periódicos. La víspera, la diosa reportera de sucesos Abby Turnbull, galardonada con varios premios por su labor, se había presentado con su habitual descaro en mi oficina y había amenazado al personal de mi departamento con la ley de Libertad de Información en un infructuoso intento de conseguir copias de los informes de las autopsias.

Los reportajes de sucesos eran muy agresivos en Richmond, una antigua ciudad de Virginia de doscientos mil habitantes, que el año anterior había ocupado el segundo lugar en las listas del FBI de ciudades con el más alto índice de homicidios
per capita
de los Estados Unidos. No era insólito que forenses de la Commonwealth británica pasaran un mes en mi departamento para mejorar sus conocimientos sobre las heridas por arma de fuego. Y tampoco era insólito que oficiales de policía como Pete Marino abandonaran la locura de Nueva York o Chicago para acabar descubriendo que Richmond era todavía peor.

Lo insólito eran aquellos asesinatos de carácter sexual. El ciudadano corriente no se identifica con los ajustes de cuentas relacionados con la droga, con los tiroteos domésticos o con el apuñalamiento de un borracho por parte de otro por culpa de una botella de vino peleón. Pero aquellas mujeres asesinadas eran las compañeras que se sientan a tu lado en el lugar de trabajo, las amistades con quienes charlas en una fiesta, las personas que hacen cola contigo para pagar en una tienda. Eran la vecina de alguien, la hermana de alguien, la hija de alguien, la amante de alguien. Estaban en sus propias casas, durmiendo en sus propias camas cuando el señor Nadie entraba a través de una de sus ventanas.

Dos hombres uniformados flanqueaban la puerta abierta de par en par y cruzada por una cinta adhesiva de color amarillo en la que se advertía:

ESCENARIO DE UN DELITO - NO PASAR

—Doctora.

Aquel chico vestido de azul que se apartó a un lado en lo alto de los peldaños y levantó la cinta para que yo pudiera pasar por debajo de ella hubiera podido ser mi hijo.

El salón estaba impecablemente decorado en cálidos tonos rosa. Un bonito armario de madera de cerezo contenía un pequeño televisor y un reproductor de discos compactos. A su lado, un soporte sostenía unas partituras de música y un violín. Bajo una ventana protegida por cortinas había un sofá modular y sobre la mesita de cristal situada delante de ésta se podía ver media docena de revistas pulcramente amontonadas. Entre ellas figuraban la
Scientifical America
y el
New England Journal of Medicine.
Al otro lado de una alfombra china de dragones con medallón central de rosas sobre fondo crema, había una librería de nogal en la que dos estantes estaban enteramente ocupados por tratados de medicina.

Una puerta abierta daba acceso al pasillo que recorría toda la longitud de la casa. A mi derecha se abrían una serie de habitaciones y, a mi izquierda, se encontraba la cocina donde Marino y un joven oficial estaban hablando con un hombre que debía de ser el marido.

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