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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (2 page)

Observé distraídamente las pulcras superficies, el linóleo del suelo y los muebles de aquel color blanco un tanto desvaído que los fabricantes llaman «almendra», y el amarillo pálido del papel de la pared y las cortinas. Pero lo que me llamó la atención fue la mesa, sobre la cual se encontraba una bolsa de nailon rojo cuyo contenido había sido examinado por la policía: un estetoscopio, una linterna médica, un recipiente Tupperware que se habría utilizado para conservar una comida o un tentempié y los últimos ejemplares de las publicaciones de medicina
Annals of Surgery, Lancet
y
Journal of Trauma.
Para entonces yo ya estaba totalmente alterada.

Marino me miró fríamente cuando me detuve junto a la mesa y después me presentó a Matt Petersen, el marido. Petersen estaba derrumbado en una silla, con el rostro desencajado por el sobresalto. Era exquisitamente apuesto, casi hermoso, con unas facciones impecablemente cinceladas, un cabello negro como ala de cuervo y una tersa piel levemente bronceada. Tenía hombros muy anchos y cuerpo delgado, pero elegantemente musculoso, e iba deportivamente vestido con una camisa blanca y unos desteñidos pantalones vaqueros. Mantenía los ojos clavados en el suelo y las manos rígidamente inmóviles sobre las rodillas.

—¿Todo eso es suyo?

Tenía que preguntarlo. Los objetos médicos hubieran podido pertenecer al marido.

—Sí —me confirmó Marino.

Petersen levantó lentamente los ojos. Eran intensamente azules y estaban inyectados en sangre, pero parecieron experimentar un cierto alivio al verme. Había llegado la doctora, un rayo de esperanza allí donde no había ninguna.

Con las truncadas frases propias de una mente fragmentada y aturdida, musitó:

—Hablé por teléfono con ella. Anoche. Me dijo que regresaría a casa hacia las doce y media, que regresaría de la sala de urgencias del centro médico. Llegué aquí, encontré las luces apagadas y pensé que ya se habría ido a la cama. Entonces entré allí —levantó la trémula voz y respiró hondo—. Entré en el dormitorio —me miró con desesperación y añadió en tono suplicante—: Por favor, no quiero que nadie la vea de esta manera. Por favor.

—Tienen que examinarla, señor Petersen —le dije con toda la delicadeza que pude.

Un puño se estrelló súbitamente sobre la mesa en un sorprendente estallido de cólera.

—¡Lo sé! —tenía la mirada enloquecida—. ¡Pero toda esta gente, la policía y todos ésos! —le temblaba la voz—. ¡Ya sé lo que ocurre! Periodistas y toda clase de gente paseando por aquí. ¡No quiero que todos esos hijos de puta la vean, no quiero que la vean, no quiero que la vea su hermano!

Marino no se inmutó.

—Bueno, yo también tengo una esposa, Matt. Sé lo que quiere decir, ¿comprende? Tiene mi palabra de que se la tratará con el debido respeto. El mismo respeto que yo querría si me encontrara en su lugar, sentado en esta silla, ¿de acuerdo?

El dulce bálsamo de las mentiras.

Los muertos están indefensos y la violación de aquella mujer, como la de las otras, no había hecho sino empezar. Yo sabía que no terminaría hasta que Lori Petersen hubiera sido vuelta del revés y examinada por todas partes, fotografiada centímetro a centímetro y exhibida ante los expertos, la policía, los abogados, los jueces y los miembros del jurado. La gente pensaría cosas y haría observaciones sobre sus atributos físicos o la ausencia de ellos, se contarían chistes de mal gusto y se harían cínicos comentarios mientras se sometía a un proceso, no al asesino sino a la víctima, y se analizaban todos los aspectos de su persona y su forma de vivir, juzgándolos y, en determinados casos, degradándolos.

Una muerte violenta es un acontecimiento público y precisamente esta faceta de mi profesión era la que tan duramente chocaba con mi sensibilidad. Hacía todo lo que podía para proteger la dignidad de las víctimas, pero poco podía hacer cuando una persona se convertía en un número, en una prueba que pasaba de mano en mano. La intimidad se destruye tan absolutamente como la vida.

Marino salió conmigo de la cocina mientras el oficial seguía interrogando a Petersen.

—¿Ya han tomado las fotografías? —pregunté.

—Los de la ID ya están allí —me contestó, refiriéndose a los oficiales de la sección de identificación que estaban examinando el lugar de los hechos—. Les he dicho que no se acerquen al cuerpo.

Nos detuvimos en el pasillo.

En las paredes había varias acuarelas muy bonitas y toda una colección de fotografías con los respectivos compañeros de curso de la esposa y el marido y una artística fotografía de la joven pareja apoyada contra una barandilla desgastada por la intemperie sobre un fondo de playa, con las perneras de los pantalones remangadas hasta media pantorrilla, el viento alborotándoles el cabello y los rostros enrojecidos por el sol. Ella era muy bonita en vida, rubia y con delicadas facciones y una cautivadora sonrisa. Había estudiado en el Brown y después se había licenciado en medicina en Harvard. El marido también había estudiado en Harvard. Se debían de haber conocido allí y, al parecer, él era más joven que ella.

Ella. Lori Petersen. Brown. Harvard. Brillante. Treinta años. A punto de ver realizado su sueño. Al cabo de por lo menos ocho años de duro adiestramiento médico. Una médica. Todo destruido en pocos minutos por culpa del aberrante placer de un extraño.

Marino me rozó el codo.

Aparté la vista de las fotografías mientras él me indicaba una puerta abierta un poco más adelante a la izquierda.

—Entró por aquí —me dijo Marino.

Era un pequeño cuarto con suelo de mosaico blanco y paredes empapeladas de azul Williamsburg. Había una taza de excusado, una pila de lavabo y una canasta de mimbre para la ropa sucia. La ventana por encima de la taza del excusado estaba abierta; era un cuadrado de negrura a través del cual penetraba el fresco y húmedo aire nocturno, agitando las blancas cortinas almidonadas. Más allá, en los oscuros y frondosos árboles, las cigarras estaban cantando.

—La persiana ha sido cortada —Marino me miró con rostro inexpresivo—. Está apoyada contra el muro posterior de la casa. Justo bajo la ventana hay un banco de la mesa del jardín. Parece que lo acercó a la pared para poder subir.

Yo estaba examinando el suelo, la pila y la superficie de la taza del excusado. No vi restos de suciedad ni manchas de huellas de pies, pero no era fácil decirlo desde donde yo estaba, y no tenía la menor intención de correr el riesgo de contaminar algo.

—¿Estaba cerrada la ventana? —pregunté.

—Parece ser que no. Todas las demás ventanas estaban cerradas. Ya lo hemos comprobado. Lo lógico es que ella se hubiera tomado la molestia de cerciorarse de que ésta también lo estaba. De todas las ventanas, es la más vulnerable, porque se encuentra más cerca del suelo y en la parte de atrás, donde nadie puede ver lo que ocurre. Es mejor entrar por aquí que por la ventana del dormitorio porque, si el tipo actuó en silencio, no es probable que ella le oyese cortando la persiana y encaramándose para saltar al interior, estando tan al fondo del pasillo.

—¿Y las puertas? ¿Estaban cerradas cuando el marido regresó a casa?

—Él dice que sí.

—Entonces el asesino se fue por el mismo sitio por el que entró —concluí.

—Eso parece. Una ardilla muy ordenada, ¿no cree? —Marino estaba apoyado en el marco de la puerta, levemente inclinado hacia adentro, pero sin entrar—. Aquí no se ve nada; a lo mejor, lo limpió todo para asegurarse de que no quedaran huellas en el lavabo ni en el suelo. Ha llovido todo el día —me miró con frialdad—. Hubiera tenido que tener los pies mojados y quizá sucios de barro.

Me pregunté adonde quería ir a parar Marino. No era fácil comprenderle y yo aún no sabía si era un buen jugador de póquer o si simplemente era lento, justo la clase de investigador que yo evitaba siempre que podía elegir... un gallito de pelea absolutamente inaccesible. Rondaba los cincuenta, tenía un rostro chupado por el tiempo y un cabello entrecano con crencha lateral muy baja, aplanado sobre la coronilla. Medía por lo menos metro ochenta de estatura y tenía una tripa prominente, fruto de varias décadas de
bourbon
o cerveza. Su ancha y anticuada corbata a rayas rojas y azules estaba pringosa alrededor del cuello a causa del sudor de muchos veranos. Marino era el típico policía duro... un tosco y grosero investigador que probablemente tenía un loro malhablado y una mesita de café llena de revistas pornográficas.

Recorrí todo el pasillo y me detuve delante del dormitorio principal. Experimenté una sensación de vacío interior.

Un oficial de identificación estaba cubriendo todas las superficies con polvo negro y un segundo oficial lo estaba grabando todo en vídeo.

Lori Petersen se encontraba tendida en la cama, con la colcha blanca y azul colgando al pie de ésta. La sábana superior estaba arrugada bajo sus pies y las esquinas de la sábana bajera se habían soltado, dejando al descubierto el colchón, mientras que las almohadas habían sido empujadas a la derecha de su cabeza. La cama era el núcleo de una violenta tormenta rodeada por la imperturbable serenidad del mobiliario de roble de un dormitorio de la clase media.

Estaba desnuda. Sobre la alfombra de vistosos colores de la derecha de la cama se encontraba su camisón de algodón amarillo pálido. Rasgado desde el cuello hasta el dobladillo, como los de los tres casos anteriores. El hilo del teléfono de la mesilla de noche más cercana a la puerta había sido arrancado de la pared. Las dos lámparas a ambos lados de la cama estaban apagadas, y los hilos eléctricos habían sido cortados. Con uno de ellos el asesino le había atado las muñecas a la espalda. El otro había sido diabólicamente utilizado de la misma manera que en los tres casos anteriores: una vuelta alrededor del cuello, otra alrededor de las muñecas atadas a la espalda y otra muy fuerte alrededor de los tobillos. Cuando ella tenía las rodillas dobladas, la vuelta alrededor del cuello se mantenía floja. Pero cuando estiraba las piernas, como reacción al dolor o a causa del peso del asaltante sobre su cuerpo, el lazo alrededor de su cuello se apretaba como un dogal.

La muerte por asfixia se produce en pocos minutos. Pero eso es mucho tiempo cuando todas las células del cuerpo están pidiendo aire a gritos.

—Ya puede pasar, doctora —dijo el oficial de la videocámara—. Lo tengo todo grabado.

Mirando dónde ponía los pies, me acerqué a la cama, dejé el maletín en el suelo y saqué un par de guantes quirúrgicos. Después, saqué mi cámara y tomé varias fotografías del cuerpo
in situ.
Su rostro era grotesco, estaba hinchado hasta resultar casi irreconocible y mostraba un color púrpura azulado a causa del flujo de sangre provocado por la atrapada atadura alrededor del cuello. Un líquido sanguinolento se había escapado de su nariz y su boca, manchando la sábana. Su cabello rubio pajizo estaba alborotado. Era moderadamente alta, no menos de metro setenta, y considerablemente más corpulenta que la versión más joven captada en las fotografías del pasillo.

Su aspecto físico era importante porque la inexistencia de una pauta se estaba convirtiendo en una pauta. Las cuatro víctimas de los estrangulamientos no parecían tener ninguna característica física en común, ni siquiera la raza. La tercera víctima era negra y muy delgada. La primera era pelirroja y regordeta y la segunda morena y de baja estatura. Ejercían distintas profesiones: una profesora de primaria, una redactora independiente, una recepcionista y ahora una médica. Las cuatro vivían en distintas zonas de la ciudad.

Sacando un termómetro químico de mi maletín, tomé la temperatura de la habitación y después la del cuerpo. El aire estaba a 22 grados y el cuerpo a 33,5. El momento de la muerte es más escurridizo de lo que cree la gente. No se puede establecer con exactitud a menos que alguien haya sido testigo de la muerte de la víctima o que el reloj de la víctima se haya parado. Pero Lori Petersen llevaba muerta no más de tres horas. Su cuerpo se había enfriado entre uno y dos grados por hora y la rigidez se había iniciado en los músculos más pequeños.

Busqué alguna prueba visible que tal vez no superara el viaje hasta el depósito de cadáveres. No había cabellos sueltos sobre la piel, pero encontré una multitud de fibras, la mayoría de las cuales debía de proceder de la colcha y las sábanas de la cama. Con una pinza recogí varias muestras, algunas minúsculas y blancuzcas y otras que parecían proceder de un tejido azul oscuro o negro. Las coloqué en pequeños estuches metálicos de pruebas. La prueba más llamativa era el olor a almizcle y las manchas de un residuo transparente y reseco semejante a un pegamento en la parte superior anterior y posterior de las piernas.

El líquido seminal estaba presente en todos los casos, pero no tenía apenas valor serológico. El asaltante pertenecía al veinte por ciento de la población que poseía la peculiaridad de no ser secretor. Lo cual significaba que los antígenos de su grupo sanguíneo no podían encontrarse en sus restantes líquidos corporales como la saliva, el semen o el sudor.

En otras palabras, sin una muestra sanguínea no se podía establecer su grupo. Podía ser A, B, AB o cualquier otra cosa.

Apenas dos años antes, la condición de no secretor del asesino hubiera sido un obstáculo considerable para la investigación forense. Pero ahora se podía echar mano del perfil del ADN, recién introducido y lo bastante significativo como para poder identificar a un asaltante y excluir a todos los demás seres humanos siempre y cuando la policía consiguiera atraparlo, se pudieran obtener muestras biológicas y no tuviera un hermano gemelo idéntico.

Marino había entrado en el dormitorio y se encontraba de pie directamente a mi espalda.

—La ventana del cuarto de baño —dijo, contemplando el cuerpo—. Bueno, según el marido —añadió, señalando con el pulgar en dirección a la cocina—, el motivo de que estuviera abierta es que él la abrió el pasado fin de semana.

Me limité a escucharle.

—Dice que aquel cuarto de baño casi nunca se usa, a no ser que tengan algún invitado. Dice que cambió la persiana el pasado fin de semana y que es posible que olvidara volver a cerrar la ventana cuando terminó. El cuarto de baño no se ha utilizado en toda la semana. Ella... —Marino volvió a contemplar el cuerpo— no tenía ningún motivo para pensar en la ventana, porque debía de suponer que estaba cerrada —una pausa—. Es curioso que la única ventana que, al parecer, probó el asesino, fuera justamente ésa. La que estaba abierta. Las persianas de las demás no están cortadas.

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