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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (8 page)

—Qué barbaridad —musitó—, la cosa cada vez va mejor. No me extraña que la ardilla se pegara un susto cuando le dije que me llevaría los
disquetes.
Fíjese en eso.

Pasé las páginas por la pantalla.

Había comentarios sobre la polémica forma que tenía Williams de tratar los temas de la homosexualidad y el canibalismo. Se hablaba del brutal Stanley Kowalski y del castrado gigoló de
Dulce pájaro de juventud.
No necesité poderes de vidente para leer los pensamientos de Marino, tan triviales como la primera plana de un periódico sensacionalista. Para él, todo aquello era un material propio de pornografía barata, el combustible de las mentes enfermas que se nutren con las fantasías de las aberraciones sexuales y la violencia. Marino no hubiera sabido distinguir entre la calle y un escenario teatral, aunque le hubieran obligado a punta de pistola a seguir un curso de arte dramático.

Las personas como Williams, e incluso como Matt Petersen, que crean aquellos argumentos raras veces son individuos que los viven en la vida real.

Miré a Marino directamente a los ojos.

—¿Qué pensaría usted si Petersen fuera un estudioso del Antiguo Testamento?

Marino se encogió de hombros, apartó la mirada y la clavó de nuevo en la pantalla.

—Pues mire, eso no es precisamente un material propio de una clase de catecismo.

—Tampoco lo son las violaciones, las lapidaciones, las decapitaciones y las prostitutas. Y, en la vida real, Truman Capote no era un asesino en serie, sargento.

Marino se apartó del ordenador y se sentó en una silla. Yo giré en mi asiento y le miré desde el otro lado de mi ancho escritorio. Por regla general, cuando entraba en mi despacho prefería permanecer de pie para avasallarme con su estatura. Pero ahora se había sentado y ambos nos encontrábamos al mismo nivel. Llegué a la conclusión de que tenía el propósito de quedarse un ratito.

—¿Qué tal si me lo imprime? ¿Le importaría? A lo mejor resulta muy ameno para leerlo en la cama antes de dormir. ¿Quién sabe? A lo mejor, este bicho raro americano cita también aquí dentro al marqués de Sade o como se llame.

—El marqués de Sade era francés.

—Da igual.

Reprimí mi irritación. Me pregunté qué ocurriría si fuera asesinada la esposa de alguno de mis médicos forenses. ¿Examinaría Marino su biblioteca y pensaría que había dado en el blanco cuando encontrara todos aquellos volúmenes de medicina legal y todos aquellos textos sobre los crímenes más perversos de la historia?

Marino entornó los ojos, encendió otro cigarrillo y le dio una profunda chupada. Esperó hasta que hubo exhalado una fina columna de humo antes de decir:

—Parece que tiene usted una elevada opinión de Petersen. ¿En qué se basa? ¿En el hecho de que sea un artista o simplemente en el de que sea un brillante universitario?

—No me he formado ninguna opinión sobre él —contesté—. No sé nada de él, pero tengo la sensación de que no acaba de encajar con las características de la persona que estranguló a esas mujeres.

Marino adoptó una expresión pensativa.

—Mire, doctora, yo sí sé algo de él. Porque resulta que nos pasamos varias horas conversando.

Buscó en el bolsillo de su chaqueta deportiva a cuadros y arrojó dos cintas de microcasete sobre el papel secante de mi escritorio, al alcance de mis manos. Saqué mi cajetilla y encendí a mi vez un cigarrillo.

—Déjeme que le cuente cómo fue. Yo y Becker estamos en la cocina con él, ¿de acuerdo? Se acababan de llevar el cuerpo cuando, de pronto, Petersen cambia por completo. Se incorpora en la silla, se le despeja la cabeza y empieza a gesticular como si estuviera en un escenario o algo por el estilo. Parecía increíble. Se le llenan los ojos de lágrimas, se le quiebra la voz, se ruboriza y después se pone intensamente pálido. Yo pienso para mis adentros, eso no es un interrogatorio. Es una maldita representación teatral. Y me pregunto dónde he visto yo eso antes, ¿comprende? —reclinándose en su asiento, Marino se aflojó el nudo de la corbata—. Y me acuerdo de Nueva York con gente como Johnny Andretti siempre vestido con trajes de seda, fumando cigarrillos de importación y rezumando encanto por todos sus poros. Es tan simpático que te empiezas a derretir y casi pasas por alto el detalle de que ha despachado a más de veinte personas a lo largo de su carrera delictiva. O Phil, el rufián, que golpeaba a sus chicas con perchas de colgar la ropa y a dos de ellas las mató, pero rompe a llorar en el interior de su restaurante que no es más que una tapadera para su servicio de guardaespaldas. Phil está destrozado por la muerte de sus putas y me dice, inclinándose sobre la mesa:

»—Por favor, busca al que lo haya hecho, Pete. Tiene que ser un animal. Mira, prueba un poco de este vino de Chianti, Pete. Es muy agradable.

»El caso es, doctora, que yo conozco por experiencia la situación. Y Petersen me provoca los mismos recelos que Andretti y Phil. Está representando un papel y yo me pregunto: Pero, "¿qué se habrá creído este intelectual de Harvard? ¿Qué me chupo el dedo o qué?".

Introduje la cinta en mi reproductor de microcasetes sin decir nada.

Marino asintió con la cabeza para indicarme que pulsara el botón de puesta en marcha.

—Acto primero —anunció arrastrando las palabras—. El escenario es la cocina de los Petersen. El principal personaje es Matt. Interpreta un papel trágico. Está pálido y ojeroso, ¿de acuerdo? ¿Y yo qué hago? Pues yo estoy viendo mentalmente una película. En mi vida he estado en Boston y no sabría distinguir entre Harvard y un boquete en el suelo, pero me imagino unos muros de ladrillo cubiertos de hiedra.

Se calló cuando la cinta empezó bruscamente en mitad de una frase de Petersen. Estaba hablando de Harvard y contestando a unas preguntas sobre la manera en que conoció a Lori. Yo había oído bastantes interrogatorios policiales a lo largo de los años, pero aquél me desconcertaba. ¿Qué importancia tenía aquello? ¿Qué relación podía haber entre la forma en que Petersen cortejó a Lori durante sus años de estudiante y el asesinato? Sin embargo, creo que en cierto modo ya lo sabía.

Marino estaba indagando y sonsacando a Petersen. Marino buscaba algo, «cualquier cosa» que pudiera demostrar la personalidad obsesiva y retorcida de Petersen y su probable condición de psicópata.

Me levanté y cerré la puerta para que no nos interrumpieran mientras la voz grabada añadía:

«...la había visto otras veces. En el campus, aquella rubia cargada de libros, siempre con prisas, como si tuviera muchas cosas en la cabeza.»

Marino: «¿Qué detalle le llamó la atención, Matt?».

«Es difícil decirlo. Me intrigaba desde lejos. No sé por qué. Pero en parte debió de ser porque iba siempre sola y tenía prisa, como si se dirigiera a algún lugar determinado. Se la veía muy segura de sí misma y parecía tener una meta. Despertaba mi curiosidad.»

Marino: «¿Le ocurre a menudo? Quiero decir, eso de ver a una mujer atractiva que despierta su curiosidad desde lejos».

«Pues no creo. O sea, veo a la gente tal como la ve todo el mundo. Pero con ella, con Lori, fue distinto.»

Marino: «Siga. Al final, dice que la conoció. ¿Dónde?».

«Fue en una fiesta. En primavera, a principios de mayo. En un apartamento fuera del campus que pertenecía a un amigo de mi compañero de habitación, un tipo que casualmente era un compañero de laboratorio de Lori. Por eso estaba ella allí. Llegó sobre las nueve, justo en el momento en que yo estaba a punto de irme. Su compañero de laboratorio, Tim creo que se llamaba, le abrió una cerveza y ambos empezaron a conversar. Jamás había oído su voz. Como de contralto, muy suave y agradable. Una de esas voces que te inducen a volver la cabeza para averiguar de dónde proceden. Estaba contando anécdotas sobre un profesor y la gente se reía a su alrededor. Lori llamaba la atención de la gente sin proponérselo.»

Marino: «En otras palabras, al final usted se quedó en la fiesta. La vio y decidió quedarse».

«Sí.»

«¿Qué aspecto tenía ella entonces?»

«Tenía el cabello más largo y lo llevaba recogido hacia arriba como las bailarinas de ballet. Estaba más delgada y era muy atractiva...»

«Entonces le gustan las mujeres rubias y delgadas. Estas cualidades le parecen atractivas en una mujer.»

«Simplemente pensé que ella era atractiva, eso es todo. Y había más. Su inteligencia. Eso la hacía destacar por encima de otras personas.»

Marino: «¿Y qué más?».

«No lo comprendo. ¿Qué quiere decir?»

Marino: «Me pregunto por qué razón se sintió atraído por ella —una pausa—. Me parece interesante».

«No puedo contestar realmente a su pregunta. Es un elemento misterioso. Cómo conoces a una persona y te das cuenta de que algo se despierta en tu interior. No sé por qué... Dios mío... no lo sé.»

Otra pausa, esta vez más prolongada.

Marino: «Era una de esas mujeres que llaman la atención».

«Desde luego. Constantemente. Siempre que íbamos juntos a algún sitio o cuando estábamos con mis amigos. La verdad es que siempre me quitaba protagonismo, pero a mí no me importaba. Es más, me gustaba. Me gustaba observar lo que ocurría. Lo analizaba, trataba de descubrir por qué razón la gente se sentía atraída por ella. El carisma se tiene o no se tiene. No se puede fabricar. Imposible. Ella ni siquiera se lo proponía. Ocurría sin más.»

Marino: «Dice usted que, cuando la veía en el campus, ella solía ir sola. ¿Y en otros lugares? Me pregunto si tenía por costumbre trabar conversación con los desconocidos. Me refiero a si hablaba con los extraños en las tiendas o las gasolineras. Si, por ejemplo, cuando venía a la casa un repartidor, era una de esas mujeres que los invitan amablemente a pasar».

«No. Raras veces hablaba con los desconocidos y sé que no invitaba a entrar a ningún desconocido. Jamás. Y tanto menos cuando yo no estaba. Había vivido en Boston y estaba acostumbrada a los peligros de la ciudad. Trabajaba en una sala de urgencias y estaba familiarizada con la violencia y con las cosas malas que le ocurren a la gente. Jamás hubiera invitado a pasar a un desconocido ni era, lo que yo considero, particularmente vulnerable a estas cosas. De hecho, cuando empezaron a producirse esos asesinatos por ahí, se asustó. Lamentaba que yo tuviera que irme al término del fin de semana... lo lamentaba más que nunca. Porque no le gustaba quedarse sola por las noches. Era algo que la preocupaba mucho últimamente.»

Marino: «Si tan nerviosa estaba a causa de los asesinatos, hubiera tenido que cerciorarse de que todas las ventanas estuvieran cerradas».

«Ya se lo he dicho. Probablemente pensó que estaba cerrada.»

«Pero usted había dejado accidentalmente abierta la ventana del cuarto de baño el pasado fin de semana cuando cambió la persiana.»

«No estoy seguro. Pero es la única explicación que se me ocurre...»

La voz de Becker: «¿Le comentó ella que alguien había estado en la casa o que había tenido algún encuentro en algún lugar con alguien que la había puesto nerviosa? ¿Algo de este tipo? ¿Vio tal vez algún automóvil desconocido en el barrio o tuvo quizás en algún momento la sospecha de que alguien la seguía o la observaba? A lo mejor, conoció a algún tipo y éste empezó a acosarla».

«Nada de eso.»

Becker: «Si hubiera ocurrido algo así, ¿cree que ella se lo hubiera contado?».

«Por supuesto. Me lo contaba todo. Hace una semana, puede que dos, le pareció oír un ruido en el patio de atrás. Llamó a la policía. Vino un coche patrulla. Era simplemente un gato que andaba rebuscando en los cubos de basura. Con eso quiero decir que me lo contaba todo.»

Marino: «¿Qué otras actividades desarrollaba aparte del trabajo?».

«Tenía algunas amigas, dos médicas del hospital. A veces, salía a cenar con ellas o iban juntas de compras o al cine. Nada más. Estaba muy ocupada. Por regla general, hacía su turno y regresaba a casa. Estudiaba y a veces practicaba con el violín. Durante la semana, solía trabajar y después regresaba a casa y se iba a dormir. Los fines de semana me los dedicaba a mí. Era nuestro momento. Los fines de semana los pasábamos juntos.»

Marino: «Este fin de semana pasado, ¿fue la última vez que usted la vio?».

«El sábado por la tarde, sobre las tres. Poco antes de que yo regresara a Charlottesville. Ese día no salimos. Llovía a cántaros. Nos quedamos en casa, bebimos café, charlamos...»

Marino: «¿Con cuánta frecuencia hablaba usted con ella durante la semana?».

«Varias veces. Siempre que podíamos.»

Marino: «¿La última vez fue anoche, el jueves por la noche?».

«La llamé para decirle que regresaría después del ensayo y que, a lo mejor, sería un poco más tarde que de costumbre, pues se trataba de un ensayo general. Este fin de semana hubiéramos salido. Si hubiera hecho buen tiempo, teníamos pensado ir a la playa.»

Silencio.

Petersen estaba haciendo un esfuerzo. Le oí respirar hondo, como si tratara de serenarse.

Marino: «Cuando habló usted con su esposa anoche, ¿le comentó ella algún problema en particular, le dijo quizá que alguien había venido a la casa? ¿Alguien la molestó en el trabajo, recibió alguna llamada telefónica extraña, algo por el estilo?».

Silencio.

«Nada. Nada de todo eso. Estaba de buen humor, se reía... estaba deseando... mmm... deseando que llegara el fin de semana.»

Marino: «Háblenos un poco más de ella, Matt. Cualquier cosa, por mínima que sea, nos podría ayudar. Sus antecedentes, su personalidad, las cosas que eran importantes para ella».

Mecánicamente: «Es de Filadelfia, su padre trabaja en el sector de seguros y tiene dos hermanos, ambos menores que ella. La medicina era lo más importante para ella. Era su vocación».

Marino: «¿Qué especialidad estaba estudiando?».

«Cirugía plástica.»

Becker: «Interesante. ¿Qué la hizo decidirse por eso?».

«Cuando tenía diez años, tal vez once, su madre enfermó de cáncer de mama y tuvieron que practicarle dos mastectomías radicales. Sobrevivió, pero su autoestima quedó destruida. Creo que se sentía desfigurada, inútil, intocable. Lori lo comentaba a veces. Creo que quería ayudar a la gente. A la gente que ha pasado por estas cosas.»

Marino: «Y tocaba el violín».

«Sí.»

Marino: «¿Dio alguna vez algún concierto, tocó en alguna orquesta sinfónica, algo de cara al público?».

«Lo hubiera podido hacer, creo. Pero no tenía tiempo.»

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