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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (20 page)

BOOK: Portadora de tormentas
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—¿Ha sido Jagreen Lern quien te ha hecho esto?

—Él y su aliado.

—¿Cómo has logrado conservar la cordura?

—Esperándote. He de hacer algo para lo cual no debía perder el juicio.

El cuerpo del gusano se dirigió hacia él.

—No te me acerques —gritó sin poder disimular el asco. A duras penas lograba mirarla.

Pero ella no le hizo caso. El cuerpo del gusano siguió avanzando y fue a clavarse en la espada de Elric.

—Ahí tienes —gritó la cabeza—. ¡Bébete mi alma, Elric, pues así como estoy no le sirvo a nadie! Lleva mi alma contigo y estaremos juntos para siempre.

— ¡No! ¡Te equivocas! —Trató de retirar la sedienta espada rúnica, pero no pudo. A diferencia de las demás sensaciones que había recibido de ella, aquella fue casi gentil. Cálida y agradable, aportándole su juventud y su inocencia, el alma de su esposa fluyó en la suya y el albino gritó sollozante—: ¡Oh, Zarozinia, oh, amor mío!

Y así murió la joven, su alma se fundió con la de él del mismo modo que, años antes lo había hecho el alma de Cymoril, su primer amor. No miró al espantoso cuerpo del gusano ni tampoco la cara de Zarozinia. Salió del camarote despacio.

Aunque se sentía inundado por una dolorosa tristeza, Tormentosa pareció atragantarse cuando la envainó.

Al salir del camarote, la cubierta comenzó a desintegrarse en mil pedazos. Sepiriz había dicho la verdad. La destrucción de Pyaray provocaría también la destrucción de su flota fantasmal. Jagreen Lern había logrado escapar y Elric no estaba con ánimos para ir tras él. Lamentaba que la flota hubiera logrado su cometido antes de que él pudiera destruirla. Con la ayuda de su espada y de su escudo, saltó del barco al suelo palpitante y corrió hacia su corcel nihrainiano que comenzaba a retroceder y a piafar para protegerse de un grupo de balbuceantes criaturas del Caos. Volvió a desenvainar la espada rúnica y comenzó a repartir golpes; no tardó en dispersarlos a todos, entonces montó en su caballo nihrainiano. Con el blanco rostro cubierto de lágrimas, salió a galope tendido del Campamento del Caos, dejando atrás a las Naves del Infierno que continuaban desintegrándose. Al menos no volverían a amenazar al mundo; el Caos había recibido un duro golpe. Sólo había que disponer de la horda misma, cometido que no resultaría tan sencillo.

Luchando contra las cosas retorcidas que le lanzaban zarpazos, no tardó en reunirse con sus amigos y, sin decirles nada, obligó a su caballo a girar y guió al grupo a través de la tierra temblorosa en dirección a Melniboné, donde libraría la última batalla contra el Caos y completaría así su destino.

Mientras cabalgaba, creyó oír en su mente la joven voz de Zarozinia que lo consolaba mientras él dejaba atrás el Campamento del Caos y las lágrimas continuaban bañando su rostro. 

LIBRO TERCERO. La desaparición de un señor condenado

Pues sólo la mente del hombre es libre de explorar la altiva vastedad del cosmos infinito, para trascender la conciencia ordinaria, o vagar por los corredores subterráneos del cerebro humano con sus ilimitadas dimensiones. El universo y el individuo están unidos, el uno reflejado en el otro, y cada uno de ellos contiene al otro.

Crónica de la Espada Negra 

1

La ciudad de los sueños ya no soñaba envuelta en su esplendor. Las derruidas torres de Imrryr eran restos negros y humeantes de albañilería que se proyectaban aguzados y sombríos contra el cielo plomizo. En otros tiempos, la venganza de Elric había llevado el fuego a la ciudad, y el fuego había traído consigo la ruina.

Unas vetas de nubes, que parecían humo negro, cubrían el sol; las aguas turbulentas y manchadas de rojo que había más allá de Imrryr se plagaron de sombras y en cierto modo fueron silenciadas por las negras cicatrices que surcaban su ominosa agitación.

Desde la cima de una montaña de escombros, un hombre contemplaba las olas. Un hombre alto, de anchos hombros y cadera estrecha, un hombre de cejas alargadas y puntiagudas, orejas sin lóbulo, pómulos prominentes y sonrojados, y ojos sombríos en un rostro pálido y ascético. Vestía de negro, con una pesada capa acolchada de amplio cuello, que resaltaban su piel de albino. El viento, errático y cálido, jugueteaba con su capa, la acariciaba para aullar después entre las torres rotas.

Elric oyó el aullido y su memoria se llenó con las melodías dulces, maliciosas y melancólicas del viejo Melniboné. Recordó también la otra música que sus antepasados habían compuesto al torturar con elegancia a sus esclavos, eligiéndolos por los agudos de sus gritos para utilizarlos como instrumentos en impías sinfonías. Sumido durante un momento en su nostalgia encontró algo parecido al olvido y deseó no haber dudado nunca del código de Melniboné, deseó haberlo aceptado sin cuestionamientos para poder conservar la paz de espíritu. Sonrió amargamente.

Más abajo, apareció otra silueta que fue subiendo por los escombros y se colocó a su lado. Era un hombre pelirrojo y bajito, con una boca ancha y unos ojos que habían sido brillantes y picaros.

— Miras hacia el este, Elric —murmuró Moonglum—. Miras hacia algo que no tiene remedio.

Elric posó su mano de largos dedos sobre el hombro de su amigo.

— ¿Hacia dónde iba a mirar si no, Moonglum, ahora que el mundo yace bajo la bota del Caos? ¿Qué quieres que haga? ¿Que espere días cíe esperanza y risas, días de paz, con niños jugando a mis pies? —Soltó una risa leve. Era una risa que a Moonglum le disgustaba oír.

—Sepiriz habló de la ayuda de los Señores Blancos. Pronto nos llegará. Hemos de esperar pacientemente.

Moonglum se volvió para mirar el sol ardiente y estático; después, su rostro adquirió una expresión introspectiva y bajó la mirada hacia los escombros en los que estaba de pie.

Elric permaneció callado durante un instante mientras observaba el ir y venir de las olas. Después se encogió de hombros y dijo:

— ¿Por qué he de quejarme? No me hace ningún bien. No puedo actuar por mi propia voluntad. Sea cual sea el destino que me espera, no puedo cambiarlo. Ruego porque los hombres que nos sucedan utilicen su habilidad de controlar sus propios destinos. Porque yo carezco de ella. —Se acarició la mandíbula con los dedos y después se miró la mano en la que, bajo la piel blanca, destacaban las uñas, los nudillos, los músculos y las venas. Se pasó la mano por la sedosa cabellera blanca, inspiró profundamente y suspiró—: ¡Lógica! El mundo pide lógica a gritos. Yo no la tengo, y sin embargo aquí me tienes, un hombre formado con mente, corazón y órganos vitales; no obstante, no soy más que el resultado de un cúmulo de ciertos elementos. El mundo necesita lógica. De todos modos, toda la lógica de este mundo vale tanto como un golpe de suerte. Los hombres se debaten por tejer una maraña de pensamientos perfectos, aunque otros tejen descuidadamente un diseño al azar y alcanzan el mismo resultado. Ya ves, no sé para qué sirven los pensamientos de los sabios.

—Ah —dijo Moonglum guiñando un ojo e intentando no parecer demasiado serio—, ha hablado el aventurero salvaje, el cínico. Pero no todos somos salvajes y cínicos, Elric. Hay hombres que van por otros senderos... y llegan a conclusiones distintas de las tuyas.

—Yo transito por un sendero predestinado. Anda, vamos a las Cuevas de los Dragones y veamos qué ha hecho Dyvim Slorm para despertar a nuestros amigos reptiles.

Bajaron juntos por la montaña de escombros y anduvieron por los derruidos cañones que antes habían sido las hermosas calles de Imrryr. Salieron de la ciudad y recorrieron un sendero cubierto de hierba que serpenteaba por un desfiladero, perturbando a una bandada de enormes cuervos; todos ellos emprendieron el vuelo graznando, todos menos uno, el rey, que se mantuvo sobre un arbusto con su manto de plumas alborotadas recogidas dignamente, mientras los miraba con desdén.

Bajaron entre afiladas rocas hasta la entrada de las Cuevas de los Dragones, descendieron unos empinados escalones hasta llegar a una oscuridad iluminada por antorchas, donde hacía un calor húmedo y olía a reptiles. Entraron en la primera cueva donde vieron elevarse en las sombras las enormes siluetas de los dragones dormidos, con sus alas coriáceas recogidas, sus escamas verdinegras brillando levemente, sus garras dobladas y sus finos hocicos replegados dejando al descubierto los dientes marfileños que parecían estalactitas blancas. Sus rojas narices dilatadas soltaban los gruñidos del sueño. El olor de sus pieles y sus alientos era inconfundible, y despertaron en Moonglum un recuerdo heredado de sus antepasados, una impresión borrosa de un tiempo en el que esos dragones y sus amos recorrían el mundo que gobernaban, soltando por los colmillos su veneno inflamable e incendiando los campos sobre los que volaban. Acostumbrado a él, Elric apenas notó el olor, y recorrió la primera cueva y la segunda hasta que encontró a Dyvim Slorm paseándose con una antorcha en una mano y un pergamino en la otra, lanzando juramentos.

Levantó la cabeza al oír el ruido de pasos. Extendió los brazos y al gritar, el eco se propagó por las cuevas:

— ¡Nada! ¡No han movido ni un pelo, ni un pestañeo, nada! No hay manera de despertarlos. No se levantarán hasta que no hayan dormido el número de años necesario. ¡Ay, si no los hubiéramos utilizado en las dos últimas ocasiones, porque ahora nos hacen más falta que nunca!

—Ni tú ni yo sabíamos entonces lo que ahora sabemos. Con lamentarnos no ganaremos nada.

Elric miró a su alrededor a las enormes siluetas en sombras. Allí, ligeramente separado del resto, estaba el dragón jefe, por el que sentía un cierto afecto: Colmillo de Fuego, el más anciano, seguía siendo joven a pesar de sus cinco mil años de edad. Pero al igual que el resto, Colmillo de Fuego seguía dormido.

Se acercó a la bestia y le acarició las escamas de aspecto metálico, con la mano palpó la suavidad de los enormes colmillos frontales, notó el aliento caliente sobre su cuerpo y sonrió. A su costado oyó murmurar a Tormentosa. Le dio unas palmadas a la espada y dijo:

—He aquí un alma que no puede ser tuya. Los dragones son indestructibles. Sobrevivirán aunque el mundo desaparezca. Desde el otro extremo de la cueva, Dyvim Slorm dijo:

—Elric, por el momento, no se me ocurre otra solución. Volvamos a la torre de D'a'rputna a refrescarnos.

Elric asintió y los tres hombres regresaron a través de las cuevas para subir los escalones que los llevarían a la luz.

—De modo que todavía no ha caído la noche —dijo Dyvim Slorm—. Hace trece días que el sol está en esa posición, desde que partimos del Campamento del Caos y emprendimos el peligroso viaje hacia Melniboné. ¿Cuánto poder ha de tener el Caos para detener el curso del sol?

—Por lo que sabemos, quizá esto no sea obra del Caos —señaló Moonglum —. Aunque es probable que haya sido él. El tiempo se ha detenido. El tiempo espera. ¿Pero qué es lo que espera? ¿Más confusión, más desorden? ¿O la influencia del gran equilibrio que volverá a imponer el orden y se vengará de aquellas fuerzas que se han opuesto a su voluntad? ¿O acaso el Tiempo nos espera a nosotros... tres mortales a la deriva, aislados de lo ocurrido al resto de los mortales, que esperamos a que él actúe igual que él nos espera a nosotros?

—Es posible que el sol espere a que actuemos —convino Elric—. ¿Porque acaso no es nuestro destino preparar al mundo para el nuevo curso que le espera? Si así fuera, entonces me siento algo más que un mero instrumento. ¿Y si no hiciéramos nada? ¿Acaso el sol se quedará allí para siempre?

Hicieron una pausa y se quedaron mirando la enorme bola roja que bañaba las calles de luz escarlata, y a las nubes negras que recorrían el cielo. ¿Hacia dónde irían aquellas nubes? ¿De dónde venían? Parecían dotadas de un firme propósito. Era muy posible que ni siquiera fuesen nubes, sino espíritus del Caos atareados con sus oscuros propósitos.

Consciente de la inutilidad de sus especulaciones, Elric masculló para sí. Los condujo de vuelta a la torre de D'a'rputna donde, años antes, había ido a buscar a su amor, su prima Cymoril, para que le fuera arrebatada más tarde por la sed inagotable de la espada que colgaba de su costado. La torre había sobrevivido a las llamas, aunque los colores que la habían adornado aparecían ennegrecidos por el fuego. Dejó allí a sus amigos y se dirigió a sus aposentos, donde se tendió vestido sobre el blando lecho melnibonés para quedarse inmediatamente dormido. 

2

Elric durmió y soñó, y aunque era consciente de la irrealidad de sus visiones, sus esfuerzos por despertarse resultaron completamente inútiles. Pronto dejó de intentarlo y permitió que sus sueños se formaran y lo arrastrasen hacia sus brillantes paisajes...

Vio Imrryr tal como había sido siglos antes. Imrryr, la misma ciudad que bahía conocido antes de que condujese la incursión contra ella y provocara su destrucción. El mismo aspecto, aunque distinto, más brillante, como si acabara de ser construida. Los colores de los campos circundantes también eran más plenos, el sol era de un anaranjado más oscuro, el cielo más azul y sofocante. Desde entonces supo que las tonalidades mismas del mundo se habían desteñido al ir envejeciendo el planeta...

En las calles brillantes se paseaban las gentes y las bestias; melniboneses altos y extraños, hombres y mujeres que andaban con gracia, como tigres orgullosos; esclavos de rostros curtidos y miradas estoicas y desesperadas, caballos de largas patas, de una raza ya desaparecida, pequeños mastodontes que tiraban de llamativos carruajes. En la brisa se entremezclaban los misteriosos aromas del lugar, los sonidos amortiguados de la actividad... todo en silencio porque los melniboneses detestaban el ruido tanto como amaban la armonía. En las altas torres de malaquita azul, jade, marfil, cristal y pulido granito rojo ondeaban estandartes de pesada seda. Elric se movió mientras dormía y sintió una gran ansiedad por encontrarse entre sus antepasados, la raza dorada que había dominado el mundo antiguo.

Unas monstruosas galeras navegaban por el laberinto acuático que conducía al puerto interior de Imrryr; iban cargadas con los mejores botines del mundo, los impuestos cobrados en todos los puntos del Brillante Imperio. Y surcando el cielo azul los dragones perezosos volaban rumbo a sus cuevas donde miles de bestias iguales tenían su establo, a diferencia de las escasas cien que habían quedado. En la torre más alta —la Torre de B'all'nezbett, la Torre de los Reyes— sus antepasados habían estudiado las ciencias ocultas, habían realizado sus malignos experimentos y habían satisfecho sus sensuales apetitos, no en forma decadente, como los hombres de los Reinos Jóvenes, sino según sus instintos naturales.

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