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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (45 page)

Gault se puso de pie, atravesó la tienda y miró la oscuridad afgana en el exterior. El campamento de la Cruz Roja estaba en silencio y el cielo estaba totalmente estrellado.

—¿Y la caja de chocolate? —preguntó Gault. Pero entonces de repente lo invadió la frustración—. Por el amor de Dios, pasemos de este puñetero código. Dime lo que ha ocurrido.

Tras una larga pausa, el Estadounidense dijo:

—Ya tienen el detonador. Alguien que se identificó como la esposa de Sonny Bertucci lo recogió hará una hora. La mujer encaja con la descripción de la mujer que ha estado acostándose con Ahmed Mahoud, el cuñado de El Mujahid.

—Entonces ya están dos pasos por delante de nosotros —dijo Gault—. Eso significa que vas a tener que encontrar el modo de detenerle cuando huya.

El Estadounidense se puso a soltar tacos y, de repente, la línea se cortó.

—Maldita sea —dijo Gault—. Todo se está viniendo abajo.

—No empieces —dijo Toys. Desde el momento en que le dio la bofetada a Gault, la dinámica de su relación había sufrido un cambio. Él había ascendido a una posición de mayor poder aunque la traición de Amirah solo había hecho tropezar a Gault, no caer. Pero no volvieron al viejo patrón y quizá nunca lo harían. Ambos eran conscientes de ello, aunque ninguno sacó el tema.

—Ahora tenemos que andarnos con mucho cuidado, Sebastian. Si el yanqui tiene que cantar ante las autoridades para detener a El Mujahid tu nombre se verá ensuciado en los cinco continentes.

Gault resopló.

—Ah, ¿tú crees?

—Bueno, da gracias a que lo planeamos bien con antelación. Tienes suficientes identidades falsas y refugios como para esconderte durante años, probablemente para siempre. —Resopló y se quitó uno de sus mechones rubios de delante de los ojos—. Lo que significa que yo también tendré que esconderme. Necesitaremos caras nuevas, huellas nuevas… —Luego suspiró—. A la mierda con todo.

Gault vio el sufrimiento en el rostro de Toys.

—Lo siento. Todo estaba saliendo tan bien…

—Eso es un consuelo.

Gault levantó la vista y miró a la nada infinita del cielo.

—Llegaremos al búnker pasado mañana. Con un poco de suerte Amirah tendrá una cura y quizá podamos encontrar la manera de sacarla al mercado mientras la economía mundial todavía esté intacta.

O mientras el mundo siga intacto, pensó Gault, pero no lo dijo.

88

Crisfield, Maryland / Viernes, 3 de julio; 10.01 a. m.

Volví a quedarme en la planta esa noche y me pasé el viernes trabajando alternativamente con Jerry y con Church para preparar una historia para los medios que calmase al público. La nueva historia, que fue presentada a la prensa a través de la oficina del gobernador de Maryland, decía que un gran laboratorio de metanfetaminas había sido asaltado por un destacamento especial bajo la dirección del Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, pero que durante el asalto parte del laboratorio explotó. Los técnicos informáticos de Church montaron vídeos de otros asaltos y los adornaron con una serie de ingeniosos gráficos por ordenador, que mostraban a los equipos tácticos asaltando la planta. Era bastante convincente y conseguía nuestro propósito: evitar la frase «ataque terrorista» en los titulares y en las noticias de la CNN.

Bien entrada la noche del viernes me encontraba destrozado. Los demás también, así que recogimos nuestros bártulos y decidimos volver al Almacén. En el lenguaje del DCM, las oficinas centrales del muelle de Baltimore ahora se llamaban el Almacén, con «A» mayúscula; igual que llamaban el Hangar a las instalaciones del antiguo aeropuerto Floyd Bennet Field. Grace dijo que el Almacén probablemente se convertiría en una de las instalaciones permanentes de la organización, ya que estaba muy cerca de D. C.

Church no vino con nosotros. Dijo que necesitaba informar al presidente en persona y cogió el Bell Jet Ranger hacia Washington; Hu fue con él, pero antes de que subiesen al helicóptero llevé a Church a un lado para hablar.

—Cada vez que cierro los ojos veo la cara de aquel técnico de laboratorio con el detonador diciendo que es demasiado tarde. No me lo quito de la cabeza.

—No es el único —admitió. ¿Tiene alguna sugerencia?

—Sí. Usted ya dijo que si esta cosa se libera en algún gran acontecimiento se saldría de cualquier control. Mañana es el Cuatro de Julio y no hay mayor evento que la reinauguración de la Campana de la Libertad.

Él asintió.

—Ya he alertado a sus equipos de seguridad para que estén en máxima alerta.

—Se suponía que yo tenía que estar en ese destacamento —dije— y creo que quiero hacerlo. Pero quiero que sea una actividad de campo. Quiero llevarme al equipo Eco a Filadelfia para que se ocupen de la vigilancia, para darles algún trabajo de campo que no tenga que ver con zombis. Y quizá llevarme a Grace y a Gus, también.

Cuando dije el nombre de Grace hubo un leve gesto de diversión en su rostro, pero desapareció al instante. Quizá me lo imaginé.

—¿Es una corazonada? —preguntó.

—En realidad, no. Quizá solo media corazonada. Simplemente creo que si yo fuese a propagar algo así lo haría ahí.

Church apoyó el hombro en el helicóptero y pensó en aquello.

—La primera dama estará presente. Quizá debería solicitar que la retiren del evento.

—Eso es cosa suya. Podría equivocarme. Mañana hay muchas celebraciones por todo el país y quizá estos tíos son demasiado inteligentes como para elegir una en la que prácticamente una de cada tres personas lleva placa de federal. No, no querría perturbar el desarrollo del acontecimiento por una media corazonada, pero creo que debería insistir en sus advertencias a todos los mandos para que extremen las precauciones.

Él asintió.

—Lo haré. Y estaré con el presidente en un par de horas y él puede apoyar esa solicitud. Pero tendré listas algunas unidades de la Guardia Nacional por si acaso.

—Me parece bien.

Nos dimos un apretón de manos y él subió al helicóptero.

El resto subimos a los Seahawk y nos elevamos al cielo nocturno, atravesando en nuestro vuelo Maryland con dos Apaches como refuerzo aéreo. Por alguna extraña razón, al volver al Almacén sentía que volvía a casa.

89

Baltimore, Maryland / Sábado, 4 de julio; 1.12 a. m.

De vuelta al Almacén cada uno siguió su camino. El equipo Eco había terminado por esa noche, pero Top me había dejado una montaña de notas sobre los nuevos reclutas. Dejé eso para luego y fui a lavarme. En la ducha dejé que el agua caliente me cayese encima durante un buen rato. Algunas de mis mejores ideas surgen en la ducha y, mientras me lavaba y me aclaraba, no dejaba de preguntarme quién podía ser Lester Bellmaker y, a pesar de enjabonarme a conciencia, no se me ocurrió nada.

Ya estábamos en las primeras horas del Cuatro de Julio. Imaginaba que saldríamos temprano para llegar a Filadelfia a tiempo para añadir un poco más de seguridad al evento. Y si no ocurría nada… al menos en esa ciudad tenían unos perritos calientes fantásticos, pretzels y cerveza.

Al volver a mi habitación observé, perplejo, que le habían dado de comer a Cobbler y que habían cambiado el arenero.

Cuando me metí entre las sábanas, Cobbler saltó a los pies de la cama y me miró como si fuese un extraño. Pensé para mí que solo estaba asustado por haber sido cuidado por un desconocido, pero sabía que no era eso. Era yo. Rudy tenía razón, yo también había cambiado. Cobbler me lo veía en los ojos y mantenía las distancias. Tras cinco minutos intentando convencerlo de que se acercase me rendí y apagué la luz.

Podía sentir que me observaba con sus sabios ojos de gato.

Finalmente me quedé dormido a eso de la una, pero pocos minutos después me despertó un golpe en la puerta. Era tentador. Me quedé tumbado a oscuras escuchando, sin poder decir si era real o bien formaba parte de algún sueño complicado. Luego volvieron a llamar. Esta vez con más fuerza.

Encendí la lámpara de la mesilla de noche y me arrastré hacia la puerta en pantalones cortos de pijama y camiseta. No había mirilla ni intercomunicador, así que abrí el pestillo y miré con cuidado por la puerta. Supongo que esperaba ver a Rudy o a Church. Quizás a Top Sims o al sargento Dietrich.

Pero nunca habría esperado ver a Grace Courtland.

90

Baltimore, Maryland / Sábado, 4 de julio; 1.17 a. m.

Llevaba puesto un pijama improvisado: unos pantalones de hospital azules y una camiseta de tirantes negra. Estaba despeinada y tenía ojeras. Llevaba un lote de seis cervezas San Adams Summer Ale que sujetaba por el asa de cartón de la caja.

—¿Te he despertado?

—Sí.

—Bien, porque no puedo dormir. Déjame entrar. —Dejó el lote de cervezas colgando de un dedo.

—De acuerdo —dije, y retrocedí para abrir la puerta. Grace asintió y entró en la habitación. Hizo una revisión visual rápida y gruñó.

—Te han traído muchas de tus cosas.

—Me han traído a mi gato —dije, mientras cerraba la puerta. Cobbler saltó de la cama y se acercó a ella olisqueándola—. Cobbler, sé bueno con la comandante.

Cobbler todavía se comportaba con cautela, pero cuando Grace se agachó para acariciarlo él se lo permitió y ella enredó los dedos en su abundante pelo.

—Siéntate —le dije, señalando el sillón reclinable. Cogí el abridor que llevaba en el llavero, abrí dos botellas y le ofrecí una. Yo cogí la mía y me senté en el borde de la cama.

Ella se puso de pie y permaneció así durante un rato mirando al gato mientras bebía a sorbos la cerveza, pensativa.

—Me gusta tu amigo el doctor Sanchez.

—Rudy.

—Rudy. Nos encontramos al salir de las duchas y tuvimos una charla íntima. Es un buen hombre.

—¿Tú, juzgando?

—Conozco a unos cuantos loqueros. —Miró hacia otro lado, pero vi que tenía lágrimas en los ojos. Cobbler seguía a su lado, así que ella se entretuvo rascándole detrás de las orejas, luego levantó la botella y se bebió casi toda la cerveza.

—Estos últimos días han sido surrealistas —dijo en voz baja—. Tremendamente…

Sacudió la cabeza sorbiéndose las lágrimas. Se acabó la cerveza y cogió otra. Le pasé el abridor y, al dárselo, sus dedos rozaron los míos. Quería que pareciese algo casual, pero no era tan buena actriz. Mi piel ardió con su tacto.

—Lo del hospital debió ser bastante malo —dije—. Todavía no he visto las cintas, pero me lo ha dicho Rudy. Incluso peor que lo de la planta de cangrejo, por lo que dijo.

Se volvió a sentar y miró la botella de cerveza como si le interesase algo que ponía en la etiqueta. Cuando habló su voz era poco más que un susurro.

—Cuando nos dimos cuenta de que… de que pasaba algo, cuando vimos que estábamos perdiendo el control de la situación en St. Michael… yo… —Se detuvo, sacudió la cabeza y volvió a intentarlo—. Cuando nos dimos cuenta de lo que teníamos que hacer… fue lo peor que me ha pasado en la vida. Fue peor que… —dijo, mientras se le acumulaba una lágrima en el rabillo del ojo.

—Bebe cerveza —le sugerí con voz tranquila.

Ella bebió, luego levantó la cabeza y me miró con los ojos enrojecidos.

—Joe… cuando tenía dieciocho años me quedé embarazada de un chico en mi primer año de universidad. Éramos unos niños, ¿sabes? Él se asustó y se largó. Cuando volvió yo ya estaba en mi tercer mes de embarazo. Nos casamos, una ceremonia civil. Ni siquiera estábamos realmente enamorados, pero estuvo conmigo hasta que nació el bebé. Brian Michael. Pero… nació con un agujero en el corazón.

La habitación se quedó en silencio total.

—Lo intentaron todo. Lo operaron cuatro veces, pero el corazón no se había formado correctamente. Brian vivió tres meses. Me dijeron que en realidad nunca tuvo ninguna posibilidad de sobrevivir. Después de la última intervención estuve con mi bebé noche y día. Perdí tanto peso que parecía un fantasma. Llegué a pesar treinta y nueve kilos. Querían ingresarme.

Iba a decir algo, pero ella me detuvo.

—Entonces, un día por la tarde, el médico me dijo que no había actividad cerebral, que mi bebé estaba muerto a todos los efectos. Querían… me dijeron que… pidieron mi consentimiento para desconectar el respirador. ¿Qué iba a decir yo? Les grité, les chillé, discutí con ellos. Recé durante días. —Rompió a llorar y las lágrimas formaron un sendero plateado en su rostro. Parecían cicatrices—. Cuando finalmente accedí, fue horrible. Besé a mi bebé y le agarré la mano mientras apagaban las máquinas. Bajé la cabeza para escuchar sus latidos, con la esperanza de que su corazón siguiese latiendo, pero solo escuché uno. Solo uno, murió así de rápido. Un latido y luego un terrible silencio. Sentí cómo moría, Joe. Fue tan horroroso, tan terrible que sabía que nunca podría sentir nada peor. —Se bebió la mayor parte de la segunda botella—. Aquello acabó conmigo. Mi marido se había vuelto a marchar después de la segunda operación. Supongo que para él Brian ya estaba muerto. Mis padres también habían muerto hacía tiempo. No tenía a nadie más en el mundo. Seguí enfermando y acabé ingresada en un centro psiquiátrico durante casi tres meses. ¿Estás sorprendido?

Me miró con ojos desafiantes, pero algo en mi expresión debió tranquilizarla, porque asintió.

—En el hospital tenía una consejera que me sugirió que buscase algo que me proporcionase una estructura. No me quedaba familia y ella conocía a un reclutador. Escribió una carta de recomendación y, dos semanas después, tras salir del hospital, estaba en el Ejército. Se convirtió en mi vida. De ahí pasé al Servicio Aéreo Especial. Vi combates en docenas de lugares. Vi la muerte. Provoqué muerte. Nada de eso me conmovía. Creía que todo lo que me convertía en persona, en ser humano, había desaparecido, enterrado en un pequeño ataúd con un cuerpecito. Ambos estábamos muertos, asesinados por nuestros corazones imperfectos.

Se limpió las lágrimas y luego se quedó mirando con ligera sorpresa sus dedos húmedos.

—Ahora casi nunca lloro. Solo a veces por la noche, cuando me despierto de un sueño en el que sostengo la mano de Brian y oigo su último latido. Hace años que no lloro, Joe. Años.

Yo tenía la boca seca, así que bebí un poco de cerveza para poder respirar.

Grace dijo:

—Cuando Al Qaeda atacó el World Trade Center no lloré. Solo me enfadé. Cuando explotaron las bombas en el metro de Londres, reforcé mi determinación. Grace Courtland, comandante del Servicio Aéreo Especial, veterana de combate, una profesional de pies a cabeza. —Respiró profundamente y llenó de aire las mejillas—. Y luego lo de St. Michael. ¡Dios! Entramos allí rápidamente, decididos, con toda nuestra dureza y nuestra práctica. Nunca has tenido oportunidad de ver al DCM en su máximo apogeo, pero todos los miembros de los equipos Baker y Charlie eran de lo mejor. Veteranos de combate de primera línea, no había ni uno virgen entre ellos, todos habían combatido. ¿Cómo decís los estadounidenses? ¿«Quitavidas y rompecorazones»? Equipo de tecnología punta, tácticas de vanguardia, no dejábamos nada al azar. ¿Y sabes lo que ocurrió? ¡Que nos masacraron! Hombres y mujeres adultos hechos pedazos. Civiles matando a militares armados con sus propias manos y dientes. Niños recibiendo un disparo tras otro en el pecho, cayendo y volviendo a levantarse con los cuerpos destrozados y ávidos todavía de correr hacia nuestros hombres, de destrozarlos y de morderles. De comérselos.

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