Read Orgullo y prejuicio Online
Authors: Jane Austen
Elizabeth se sintió muy defraudada; le hacía mucha ilusión ir a los Lagos, y creía que habría habido tiempo de sobra para ello. Pero, de todas formas, debía estar satisfecha, seguramente lo pasarían bien, y no tardó mucho en conformarse.
Para Elizabeth, el nombre de Derbyshire iba unido a muchas otras cosas. Le hacía pensar en Pemberley y en su dueño. «Pero ––se decía–– podré entrar en su condado impunemente y hurtarle algunas piedras sin que él se dé cuenta.»
La espera se le hizo entonces doblemente larga. Faltaban cuatro semanas para que llegasen sus tíos. Pero, al fin, pasaron y los señores Gardiner se presentaron en Longbourn con sus cuatro hijos. Los niños ––dos chiquillas de seis y ocho años de edad respectivamente, y dos varones más pequeños–– iban a quedar bajo el cuidado especial de su prima Jane, favorita de todos, cuyo dulce y tranquilo temperamento era ideal para instruirlos, jugar con ellos y quererlos.
Los Gardiner durmieron en Longbourn aquella noche y a la mañana siguiente partieron con Elizabeth en busca de novedades y esparcimiento. Tenían un placer asegurado: eran los tres excelentes compañeros de viaje, lo que suponía salud y carácter a propósito para soportar incomodidades, alegría para aumentar toda clase de felicidad, y cariño e inteligencia para suplir cualquier contratiempo.
No vamos a describir aquí Derbyshire, ni ninguno de los notables lugares que atravesaron: Oxford, Blenheim, Warwick, Kenelworth, Birmingham y todos los demás, son sobradamente conocidos. No vamos a referirnos más que a una pequeña parte de Derbyshire. Hacia la pequeña ciudad de Lambton, escenario de la juventud de la señora Gardiner, donde últimamente había sabido que residían aún algunos conocidos, encaminaron sus pasos los viajeros, después de haber visto las principales maravillas de la comarca. Elizabeth supo por su tía que Pemberley estaba a unas cinco millas de Lambton. No les cogía de paso, pero no tenían que desviarse más que una o dos millas para visitarlo. Al hablar de su ruta la tarde anterior, la señora Gardiner manifestó deseos de volver a ver Pemberley. El señor Gardiner no puso inconveniente y solicitó la aprobación de Elizabeth.
––Querida ––le dijo su tía––, ¿no te gustaría ver un sitio del que tanto has oído hablar y que está relacionado con tantos conocidos tuyos? Ya sabes que Wickham pasó allí toda su juventud.
Elizabeth estaba angustiada. Sintió que nada tenía que hacer en Pemberley y se vio obligada a decir que no le interesaba. Tuvo que confesar que estaba cansada de las grandes casas, después de haber visto tantas; y que no encontraba ningún placer en ver primorosas alfombras y cortinas de raso.
La señora Gardiner censuró su tontería.
––Si sólo se tratase de una casa ricamente amueblada ––dijo–– tampoco me interesaría a mí; pero la finca es una maravilla. Contiene uno de los más bellos bosques del país.
Elizabeth no habló más, pero ya no tuvo punto de reposo. Al instante pasó por su mente la posibilidad de encontrarse con Darcy mientras visitaban Pemberley. ¡Sería horrible! Sólo de pensarlo se ruborizó, y creyó que valdría más hablar con claridad a su tía que exponerse a semejante riesgo. Pero esta decisión tenía sus inconvenientes, y resolvió que no la adoptaría más que en el caso de que sus indagaciones sobre la ausencia de la familia del propietario fuesen negativas.
En consecuencia, al irse a descansar aquella noche preguntó a la camarera si Pemberley era un sitio muy bonito, cuál era el nombre de su dueño y por fin, con no poca preocupación, si la familia estaba pasando el verano allí. La negativa que siguió a esta última pregunta fue la más bien recibida del mundo. Desaparecida ya su inquietud, sintió gran curiosidad hasta por la misma casa, y cuando a la mañana siguiente se volvió a proponer el plan y le consultaron, respondió al instante, con evidente aire de indiferencia, que no le disgustaba la idea.
Por lo tanto salieron para Pemberley.
Elizabeth divisó los bosques de Pemberley con cierta turbación, y cuando por fin llegaron a la puerta, su corazón latía fuertemente.
La finca era enorme y comprendía gran variedad de tierras. Entraron por uno de los puntos más bajos y pasearon largamente a través de un hermoso bosque que se extendía sobre su amplia superficie.
La mente de Elizabeth estaba demasiado ocupada para poder conversar; pero observaba y admiraba todos los parajes notables y todas las vistas. Durante media milla subieron una cuesta que les condujo a una loma considerable donde el bosque se interrumpía y desde donde vieron en seguida la casa de Pemberley, situada al otro lado del valle por el cual se deslizaba un camino algo abrupto. Era un edificio de piedra, amplio y hermoso, bien emplazado en un altozano que se destacaba delante de una cadena de elevadas colinas cubiertas de bosque, y tenía enfrente un arroyo bastante caudaloso que corría cada vez más potente, completamente natural y salvaje. Sus orillas no eran regulares ni estaban falsamente adornadas con obras de jardinería. Elizabeth se quedó maravillada. Jamás había visto un lugar más favorecido por la naturaleza o donde la belleza natural estuviese menos deteriorada por el mal gusto. Todos estaban llenos de admiración, y Elizabeth comprendió entonces lo que podría significar ser la señora de Pemberley.
Bajaron la colina, cruzaron un puente y siguieron hasta la puerta. Mientras examinaban el aspecto de la casa de cerca, Elizabeth temió otra vez encontrarse con el dueño. ¿Y si la camarera se hubiese equivocado? Después de pedir permiso para ver la mansión, les introdujeron en el vestíbulo. Mientras esperaban al ama de llaves, Elizabeth tuvo tiempo para maravillarse de encontrarse en semejante lugar.
El ama de llaves era una mujer de edad, de aspecto respetable, mucho menos estirada y mucho más cortés de lo que Elizabeth había imaginado. Los llevó al comedor. Era una pieza de buenas proporciones y elegantemente amueblada. Elizabeth la miró ligeramente y se dirigió a una de las ventanas para contemplar la vista. La colina coronada de bosque por la que habían descendido, a distancia resultaba más abrupta y más hermosa. Toda la disposición del terreno era buena; miró con delicia aquel paisaje: el arroyo, los árboles de las orillas y la curva del valle hasta donde alcanzaba la vista. Al pasar a otras habitaciones, el paisaje aparecía en ángulos distintos, pero desde todas las ventanas se divisaban panoramas magníficos. Las piezas eran altas y bellas, y su mobiliario estaba en armonía con la fortuna de su propietario. Elizabeth notó, admirando el gusto de éste, que no había nada llamativo ni cursi y que había allí menos pompa pero más elegancia que en Rosings.
«¡Y pensar ––se decía–– que habría podido ser dueña de todo esto! ¡Estas habitaciones podrían ahora ser las mías! ¡En lugar de visitarlas como una forastera, podría disfrutarlas y recibir en ellas la visita de mis tíos! Pero no ––repuso recobrándose––, no habría sido posible, hubiese tenido que renunciar a mis tíos; no se me hubiese permitido invitarlos.»
Esto la reanimó y la salvó de algo parecido al arrepentimiento.
Quería averiguar por el ama de llaves si su amo estaba de veras ausente, pero le faltaba valor. Por fin fue su tío el que hizo la pregunta y Elizabeth se volvió asustada cuando la señora Reynolds dijo que sí, añadiendo:
––Pero le esperamos mañana. Va a venir con muchos amigos.
Elizabeth se alegró de que su viaje no se hubiese aplazado un día por cualquier circunstancia.
Su tía la llamó para que viese un cuadro. Elizabeth se acercó y vio un retrato de Wickham encima de la repisa de la chimenea entre otras miniaturas. Su tía le preguntó sonriente qué le parecía. El ama de llaves vino a decirles que aquel era una joven hijo del último administrador de su señor, educado por éste a expensas suyas.
––Ahora ha entrado en el ejército ––––añadió–– y creo que es un bala perdida.
La señora Gardiner miró a su sobrina con una sonrisa, pero Elizabeth se quedó muy seria.
––Y éste ––dijo la señora Reynolds indicando otra de las miniaturas–– es mi amo, y está muy parecido. Lo pintaron al mismo tiempo que el otro, hará unos ocho años.
––He oído hablar mucho de la distinción de su amo ––replicó la señora Gardiner contemplando el retrato––, es guapo. Elizabeth, dime si está o no parecido.
El respeto de la señora Reynolds hacia Elizabeth pareció aumentar al ver que conocía a su señor ––¿Conoce la señorita al señor Darcy?
Elizabeth se sonrojó y respondió:
––Un poco.
––¿Y no cree la señorita que es un caballero muy apuesto?
––Sí, muy guapo.
––Juraría que es el más guapo que he visto; pero en la galería del piso de arriba verán ustedes un retrato suyo mejor y más grande. Este cuarto era el favorito de mi anterior señor, y estas miniaturas están tal y como estaban en vida suya. Le gustaban mucho.
Elizabeth se explicó entonces porque estaba entre ellas la de Wickham.
La señora Reynolds les enseñó entonces un retrato de la señorita Darcy, pintado cuando sólo tenía ocho años.
––¿Y la señorita Darcy es tan guapa como su hermano?
––¡Oh, sí! ¡Es la joven más bella que se haya visto jamás! ¡Y tan aplicada! Toca y canta todo el día. En la siguiente habitación hay un piano nuevo que le acaban de traer, regalo de mi señor. Ella también llegará mañana con él.
El señor Gardiner, con amabilidad y destreza, le tiraba de la lengua, y la señora Reynolds, por orgullo y por afecto, se complacía evidentemente en hablar de su señor y de la hermana.
––¿Viene su señor muy a menudo a Pemberley a lo largo del año?
––No tanto como yo querría, señor; pero diría que pasa aquí la mitad del tiempo; la señorita Darcy siempre está aquí durante los meses de verano. «Excepto ––pensó Elizabeth–– cuando va a Ramsgate.»
––Si su amo se casara, lo vería usted más.
––Sí, señor; pero no sé cuando será. No sé si habrá alguien que lo merezca.
Los señores Gardiner se sonrieron. Elizabeth no pudo menos que decir:
––Si así lo cree, eso dice mucho en favor del señor Darcy.
––No digo más que la verdad y lo que diría cualquiera que le conozca ––replicó la señora Reynolds. Elizabeth creyó que la cosa estaba yendo demasiado lejos, y escuchó con creciente asombro lo que continuó diciendo el ama de llaves.
––Nunca en la vida tuvo una palabra de enojo conmigo. Y le conozco desde que tenía cuatro años. Era un elogio más importante que todos los otros y más opuesto a lo que Elizabeth pensaba de Darcy. Siempre creyó firmemente que era hombre de mal carácter. Con viva curiosidad esperaba seguir oyendo lo que decía el ama, cuando su tío observó:
––Pocas personas hay de quienes se pueda decir eso. Es una suerte para usted tener un señor así.
––Sí, señor; es una suerte. Aunque diese la vuelta al mundo, no encontraría otro mejor. Siempre me he fijado en que los que son bondadosos de pequeños, siguen siéndolo de mayores. Y el señor Darcy era el niño más dulce y generoso de la tierra.
Elizabeth se quedó mirando fijamente a la anciana: «¿Puede ser ése Darcy?», pensó.
––Creo que su padre era una excelente persona ––agregó la señora Gardiner.
––Sí, señora; sí que lo era, y su hijo es exactamente como él, igual de bueno con los pobres.
Elizabeth oía, se admiraba, dudaba y deseaba saber más. La señora Reynolds no lograba llamar su atención con ninguna otra cosa. Era inútil que le explicase el tema de los cuadros, las dimensiones de las piezas y el valor del mobiliario. El señor Gardiner, muy divertido ante lo que él suponía prejuicio de familia y que inspiraba los rendidos elogios de la anciana a su señor, no tardó en insistir en sus preguntas, y mientras subían la gran escalera, la señora Reynolds siguió ensalzando los muchos méritos de Darcy.
––Es el mejor señor y el mejor amo que pueda haber; no se parece a los atolondrados jóvenes de hoy en día que no piensen más que en sí mismos. No hay uno solo de sus colonos y criados que no le alabe. Algunos dicen que es orgulloso, pero yo nunca se lo he notado. Me figuro que lo encuentran orgulloso porque no es bullanguero como los demás.
«En qué buen lugar lo sitúa todo esto», pensó Elizabeth.
––Tan delicado elogio ––cuchicheó su tía mientras seguían visitando la casa–– no se aviene con lo que hizo a nuestro pobre amigo.
––Tal vez estemos equivocados.
––No es probable; lo sabemos de muy buena tinta. En el amplio corredor de arriba se les mostró un lindo aposento recientemente adornado con mayor elegancia y tono más claro que los departamentos inferiores, y se les dijo que todo aquello se había hecho para complacer a la señorita Darcy, que se había aficionado a aquella habitación la última vez que estuvo en Pemberley.
––Es realmente un buen hermano ––dijo Elizabeth dirigiéndose a una de las ventanas.
La señora Reynolds dijo que la señorita Darcy se quedaría encantada cuando viese aquella habitación.
––Y es siempre así ––añadió––, se desvive por complacer a su hermana. No hay nada que no hiciera por ella.
Ya no quedaban por ver más que la galería de pinturas y dos o tres de los principales dormitorios. En la primera había varios cuadros buenos, pero Elizabeth no entendía nada de arte, y entre los objetos de esa naturaleza que ya había visto abajo, no miró más que unos cuantos dibujos en pastel de la señorita Darcy de tema más interesante y más inteligible para ella.
En la galería había también varios retratos de familia, pero no era fácil que atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único retrato cuyas facciones podía reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando su sorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que Eliza-beth le había visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería. La señora Reynolds le comunicó que había sido hecho en vida del padre de Darcy.
Elizabeth sentía en aquellos momentos mucha mayor inclinación por el original de la que había sentido en el auge de sus relaciones. Las alabanzas de la señora Reynolds no eran ninguna nimiedad. ¿Qué elogio puede ser más valioso que el de un criado inteligente? ¡Cuánta gente tenía puesta su felicidad en las manos de Darcy en calidad de hermano, de propietario y de señor! ¡Cuánto placer y cuánto dolor podía otorgar! ¡Cuánto mal y cuánto bien podía hacer! Todo lo dicho por el ama de llaves le enaltecía. Al estar ante el lienzo en el que él estaba retratado, le pareció a Elizabeth que sus ojos la miraban, y pensó en su estima hacia ella con una gratitud mucho más profunda de la que antes había sentido; Elizabeth recordó la fuerza y el calor de sus palabras y mitigó su falta de decoro.