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Authors: Jane Austen

Orgullo y prejuicio (40 page)

El malestar de Elizabeth aumentó con tan innecesaria y oficiosa atención. No le cabía la menor duda de que todas aquellas ilusiones que renacían después de un año acabarían otra vez del mismo modo. Pensó que años enteros de felicidad no podrían compensarle a ella y a Jane de aquellos momentos de penosa confusión.

«No deseo más que una cosa ––se dijo––, y es no volver a ver a ninguno de estos dos hombres. Todo el placer que pueda proporcionar su compañía no basta para compensar esta vergüenza. ¡Ojalá no tuviera que volver a encontrármelos nunca!»

Pero aquella desdicha que no podrían compensar años enteros de felicidad, se atenuó poco después al observar que la belleza de su hermana volvía a despertar la admiración de su antiguo enamorado. Al principio Bingley habló muy poco con Jane, pero a cada instante parecía más prendado de ella. La encontraba tan hermosa como el año anterior, tan sensible y tan afable, aunque no tan habladora. Jane deseaba que no se le notase ninguna variación y creía que hablaba como siempre, pero su mente estaba tan ocupada que a veces no se daba cuenta de su silencio.

Cuando los caballeros se levantaron para irse, la señora Bennet no olvidó su proyectada invitación. Los dos jóvenes aceptaron y se acordó que cenarían en Longbourn dentro de pocos días.

––Me debía una visita, señor Bingley añadió la señora Bennet––, pues cuando se fue usted a la capital el último invierno, me prometió comer en familia con nosotros en cuanto regresara. Ya ve que no lo he olvidado. Estaba muy disgustada porque no volvió usted para cumplir su compromiso.

Bingley pareció un poco desconcertado por esa reflexión, y dijo que lo sentía mucho, pero que sus asuntos le habían retenido. Darcy y él se marcharon.

La señora Bennet había estado a punto de invitarles a comer aquel mismo día, pero a pesar de que siempre se comía bien en su casa, no creía que dos platos fuesen de ningún modo suficientes para un hombre que le inspiraba tan ambiciosos proyectos, ni para satisfacer el apetito y el orgullo de otro que tenía diez mil libras al año de renta.

CAPÍTULO LIV

En cuanto se marcharon, Elizabeth salió a pasear para recobrar el ánimo o, mejor dicho, para meditar la causa que le había hecho perderlo. La conducta de Darcy la tenía asombrada y enojada. ¿Por qué vino ––se decía–– para estar en silencio, serio e indiferente?»

No podía explicárselo de modo satisfactorio.

«Si pudo estar amable y complaciente con mis tíos en Londres, ¿por qué no conmigo? Si me temía, ¿por qué vino? Y si ya no le importo nada, ¿por qué estuvo tan callado? ¡Qué hombre más irritante! No quiero pensar más en él.»

Involuntariamente mantuvo esta resolución durante un rato, porque se le acercó su hermana, cuyo alegre aspecto demostraba que estaba más satisfecha de la visita que ella.

––Ahora ––le dijo––, pasado este primer encuentro, me siento completamente tranquila. Sé que soy fuerte y que ya no me azoraré delante de él. Me alegro de que venga a comer el martes, porque así se verá que nos tratamos simplemente como amigos indiferentes.

––Sí, muy indiferentes ––contestó Elizabeth riéndose––. ¡Oh, Jane! ¡Ten cuidado!

––Lizzy, querida, no vas a creer que soy tan débil como para correr ningún peligro.

––Creo que estás en uno muy grande, porque él te ama como siempre.

No volvieron a ver a Bingley hasta el martes, y, entretanto, la señora Bennet se entregó a todos los venturosos planes que la alegría y la constante dulzura del caballero habían hecho revivir en media hora de visita. El martes se congregó en Longbourn un numeroso grupo de gente y los señores que con más ansias eran esperados llegaron con toda puntualidad. Cuando entraron en el comedor, Elizabeth observó atentamente a Bingley para ver si ocupaba el lugar que siempre le había tocado en anteriores comidas al lado de su hermana; su prudente madre, pensando lo mismo, se guardó mucho de invitarle a que tomase asiento a su lado. Bingley pareció dudar, pero Jane acertó a mirar sonriente a su alrededor y la cosa quedó decidida: Bingley se sentó al lado de Jane.

Elizabeth, con triunfal satisfacción, miró a Darcy. Éste sostuvo la mirada con noble indiferencia, Elizabeth habría imaginado que Bingley había obtenido ya permiso de su amigo para disfrutar de su felicidad si no hubiese sorprendido los ojos de éste vueltos también hacia Darcy, con una expresión risueña, pero de alarma.

La conducta de Bingley con Jane durante la comida reveló la admiración que sentía por ella, y aunque era más circunspecta que antes, Elizabeth se quedó convencida de que si sólo dependiese de él, su dicha y la de Jane quedaría pronto asegurada. A pesar de que no se atrevía a confiar en el resultado, Elizabeth se quedó muy satisfecha y se sintió todo lo animada que su mal humor le permitía. Darcy estaba al otro lado de la mesa, sentado al lado de la señora Bennet, y Elizabeth comprendía lo poco grata que les era a los dos semejante colocación, y lo poco ventajosa que resultaba para nadie. No estaba lo bastante cerca para oír lo que decían, pero pudo observar que casi no se hablaban y lo fríos y ceremoniosos que eran sus modales cuando lo hacían. Esta antipatía de su madre por Darcy le hizo más penoso a Elizabeth el recuerdo de lo que todos le debían, y había momentos en que habría dado cualquier cosa por poder decir que su bondad no era desconocida ni inapreciada por toda la familia.

Esperaba que la tarde le daría oportunidad de estar al lado de Darcy y que no acabaría la visita sin poder cambiar con él algo más que el sencillo saludo de la llegada. Estaba tan ansiosa y desasosegada que mientras esperaba en el salón la entrada de los caballeros, su desazón casi la puso de mal talante. De la presencia de Darcy dependía para ella toda esperanza de placer en aquella tarde.

«Si no se dirige hacia mí ––se decía–– me daré por vencida.»

Entraron los caballeros y pareció que Darcy iba a hacer lo que ella anhelaba; pero desgraciadamente las señoras se habían agrupado alrededor de la mesa en donde la señora Bennet preparaba el té y Elizabeth servía el café, estaban todas tan apiñadas que no quedaba ningún sito libre a su lado ni lugar para otra silla. Al acercarse los caballeros, una de las muchachas se aproximó a Elizabeth y le dijo al oído:

––Los hombres no vendrán a separarnos; ya lo tengo decidido; no nos hacen ninguna falta, ¿no es cierto?

Darcy entonces se fue a otro lado de la estancia. Elizabeth le seguía con la vista y envidiaba a todos con quienes conversaba; apenas tenía paciencia para servir el café, y llegó a ponerse furiosa consigo misma por ser tan tonta.

«¡Un hombre al que he rechazado! Loca debo estar si espero que renazca su amor. No hay un solo hombre que no se rebelase contra la debilidad que supondría una segunda declaración a la misma mujer. No hay indignidad mayor para ellos.»

Se reanimó un poco al ver que Darcy venía a devolverle la taza de café, y ella aprovechó la oportunidad para preguntarle:

––¿Sigue su hermana en Pemberley?

––Sí, estará allí hasta las Navidades.

––¿Y está sola? ¿Se han ido ya todos sus amigos?

––Sólo la acompaña la señora Annesley; los demás se han ido a Scarborough a pasar estas tres semanas.

A Elizabeth no se le ocurrió más que decir, pero si él hubiese querido hablar, ¡con qué placer le habría contestado! No obstante, se quedó a su lado unos minutos, en silencio, hasta que la muchacha de antes se puso a cuchichear con Elizabeth, y entonces él se retiró.

Una vez quitado el servicio de té y puestas las mesas de juego, se levantaron todas las señoras. Elizabeth creyó entonces que podría estar con él, pero sus esperanzas rodaron por el suelo cuando vio que su madre se apoderaba de Darcy y le obligaba a sentarse a su mesa de whist. Elizabeth renunció ya a todas sus ilusiones. Toda la tarde estuvieron confinados en mesas diferentes, pero los ojos de Darcy se volvían tan a menudo donde ella estaba, que tanto el uno como el otro perdieron todas las partidas.

La señora Bennet había proyectado que los dos caballeros de Netherfield se quedaran a cenar, pero fueron los primeros en pedir su coche y no hubo manera de retenerlos.

––Bueno, niñas ––dijo la madre en cuanto se hubieron ido todos––, ¿qué me decís? A mi modo de ver todo ha ido hoy a pedir de boca. La comida ha estado tan bien presentada como las mejores que he visto; el venado asado, en su punto, y todo el mundo dijo que las ancas eran estupendas; la sopa, cincuenta veces mejor que la que nos sirvieron la semana pasada en casa de los Lucas; y hasta el señor Darcy reconoció que las perdices estaban muy bien hechas, y eso que él debe de tener dos o tres cocineros franceses. Y, por otra parte, Jane querida, nunca estuviste más guapa que esta tarde; la señora Long lo afirmó cuando yo le pregunté su parecer. Y ¿qué crees que me dijo, además? «¡Oh, señora Bennet, por fin la tendremos en Netherfield!» Así lo dijo. Opino que la señora Long es la mejor persona del mundo, y sus sobrinas son unas muchachas muy bien educadas y no son feas del todo; me gustan mucho.

Total que la señora Bennet estaba de magnífico humor. Se había fijado lo bastante en la conducta de Bingley para con Jane para convencerse de que al fin lo iba a conseguir. Estaba tan excitada y sus fantasías sobre el gran porvenir que esperaba a su familia fueron tan lejos de lo razonable, que se disgustó muchísimo al ver que Bingley no se presentaba al día siguiente para declararse.

––Ha sido un día muy agradable ––dijo Jane a Elizabeth––. ¡Qué selecta y qué cordial fue la fiesta! Espero que se repita.

Elizabeth se sonrió.

––No te rías. Me duele que seas así, Lizzy. Te aseguro que ahora he aprendido a disfrutar de su conversación y que no veo en él más que un muchacho inteligente y amable. Me encanta su proceder y no me importa que jamás haya pensado en mí. Sólo encuentro que su trato es dulce y más atento que el de ningún otro hombre.

––¡Eres cruel! ––contestó su hermana––. No me dejas sonreír y me estás provocando a hacerlo a cada momento.

––¡Qué difícil es que te crean en algunos casos!

––¡Y qué imposible en otros!

––¿Por qué te empeñas en convencerme de que siento más de lo que confieso?

––No sabría qué contestarte. A todos nos gusta dar lecciones, pero sólo enseñamos lo que no merece la pena saber. Perdóname, pero si persistes en tu indiferencia, es mejor que yo no sea tu confidente.

CAPÍTULO LV

Pocos días después de aquella visita, Bingley volvió a Longbourn, solo. Su amigo se había ido a Londres por la mañana, pero iba a regresar dentro de diez días. Pasó con ellas una hora, y estuvo de excelente humor. La señora Bennet le invitó a comer, Bingley dijo que lo sentía, pero que estaba convidado en otro sitio.

––La próxima vez que venga ––repuso la señora Bennet–– espero que tengamos más suerte.

––Tendré mucho gusto ––respondió Bingley. Y añadió que, si se lo permitían, aprovecharía cualquier oportunidad para visitarles.

––¿Puede usted venir mañana?

Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.

Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora Bennet corrió al cuarto de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:

––¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él, sin duda. ¡Ven, Sara! Anda en seguida a ayudar a vestirse a la señorita Jane. No te preocupes del peinado de la señorita Elizabeth.

––Bajaremos en cuanto podamos ––dijo Jane––, pero me parece que Catherine está más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.

––¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la que debe bajar en seguida. ¿Dónde está tu corsé?

Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus hermanas.

Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con Jane. Después del té, el señor Bennet se retiró a su biblioteca como de costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido dos de los cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes que Elizabeth y preguntó con toda inocencia:

––¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?

––Nada, niña, nada. No te hacía ninguna seña.

Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una ocasión tan preciosa. Se levantó de pronto y le dijo a Catherine:

––Ven, cariño. Tengo que hablar contigo.

Y se la llevó de la habitación. Jane miró al instante a Elizabeth denotando su pesar por aquella salida tan premeditada y pidiéndole que no se fuera.

Pero a los pocos minutos la señora Bennet abrió la puerta y le dijo a Elizabeth:

––Ven, querida. Tengo que hablarte.

Elizabeth no tuvo más remedio que salir.

––Dejémoslos solos, ¿entiendes? ––le dijo su madre en el vestíbulo––. Catherine y yo nos vamos arriba a mi cuarto.

Elizabeth no se atrevió a discutir con su madre; pero se quedó en el vestíbulo hasta que la vio desaparecer con Catherine, y entonces volvió al salón.

Los planes de la señora Bennet no se realizaron aquel día. Bingley era un modelo de gentileza, pero no el novio declarado de su hija. Su soltura y su alegría contribuyeron en gran parte a la animación de la reunión de la noche; aguantó toda la indiscreción y las impertinencias de la madre y escuchó todas sus necias advertencias con una paciencia y una serenidad que dejaron muy complacida a Jane.

Apenas necesitó que le invitaran para quedarse a cenar y, antes de que se fuera, la señora Bennet le hizo una nueva invitación para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.

Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con la feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes del tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo esto habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.

Bingley acudió puntualmente a la cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido. El señor Bennet estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. No había nada en Bingley de presunción o de tontería que el otro pudiese ridiculizar o disgustarle interiormente, por lo que estuvo con él más comunicativo y menos hosco de lo que solía. Naturalmente, Bingley regresó con el señor Bennet a la casa para comer, y por la tarde la señora Bennet volvió a maquinar para dejarle solo con su hija. Elizabeth tenía que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco después del té, pues como los demás se habían sentado a jugar, su presencia ya no era necesaria para estorbar las tramas de su madre.

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