Read Orgullo y prejuicio Online
Authors: Jane Austen
Cuando se fue todos se quedaron con la seguridad de que así, al menos tendrían constante información de lo que ocurriese. El señor Gardiner les prometió persuadir al señor Bennet de que regresara a Longbourn cuanto antes para consuelo de su esposa, que consideraba su vuelta como única garantía de que no moriría en el duelo.
La señora Gardiner y sus hijos permanecerían en Hertfordshire unos días más, pues ésta creía que su presencia sería útil a sus sobrinas. Las ayudaba a cuidar a la señora Bennet y les servía de gran alivio en sus horas libres. Su otra tía las visitaba a menudo con el fin, según decía, de darles ánimos; pero como siempre les contaba algún nuevo ejemplo de los despilfarros y de la falta de escrúpulos de Wickham, rara vez se marchaba sin dejarlas aún más descorazonadas.
Todo Meryton se empeñaba en desacreditar al hombre que sólo tres meses antes había sido considerado como un ángel de luz. Se decía que debía dinero en todos los comercios de la ciudad, y sus intrigas, honradas con el nombre de seducciones, se extendían a todas las familias de los comerciantes. Todo el mundo afirmaba que era el joven más perverso del mundo, y empezaron a decir que siempre habían desconfiado de su aparente bondad. Elizabeth, a pesar de no dar crédito ni a la mitad de lo que murmuraban, creía lo bastante para afianzar su previa creencia en la ruina de su hermana, y hasta Jane comenzó a perder las esperanzas, especialmente cuando llegó el momento en que, de haber ido a Escocia, se habrían recibido ya noticias suyas.
El señor Gardiner salió de Longbourn el domingo y el martes tuvo carta su mujer. Le decía que a su llegada había ido en seguida en busca de su cuñado y se lo había llevado a Gracechurch Street; que el señor Bennet había estado en Epsom y en Clapham, pero sin ningún resultado, y que ahora quería preguntar en todas las principales hosterías de la ciudad, pues creía posible que se hubiesen albergado en una de ellas a su llegada a Londres, antes de procurarse otro alojamiento. El señor Gardiner opinaba que esta tentativa era inútil, pero como su cuñado estaba empeñado en llevarla a cabo, le ayudaría. Añadía que el señor Bennet se negaba a irse de Londres, y prometía escribir en breve. En una posdata decía lo siguiente:
He escrito al coronel Forster suplicándole que averigüe entre los amigos del regimiento si Wickham tiene parientes o relaciones que puedan saber en qué parte de la ciudad estará oculto. Si hubiese alguien a quien se pudiera acudir con alguna probabilidad de obtener esa pista, se adelantaría mucho. Por ahora no hay nada que nos oriente. No dudo que el coronel Forster hará todo lo que esté a su alcance para complacernos, pero quizá Elizabeth pueda indicarnos mejor que nadie si Wickham tiene algún pariente.
Elizabeth comprendió el porqué de esta alusión, pero no podía corresponder a ella. Jamás había oído decir si tenía parientes aparte de su padre y su madre muertos hacía muchos años. Pero era posible que alguno de sus compañeros fuera capaz de dar mejor información, y aunque no era optimista, consideraba acertado preguntarlo.
En Longbourn los días transcurrían con gran ansiedad, ansiedad que crecía con la llegada del correo. Todas las mañanas esperaban las cartas con impaciencia. Por carta habrían de saber la mala o buena marcha del asunto, y cada día creían que iban a recibir alguna noticia de importancia.
Pero antes de que volvieran a saber del señor Gardiner, llegó de Hunsford una misiva para el señor Bennet de su primo Collins. Como Jane había recibido la orden de leer en ausencia de su padre todo lo que recibiese, abrió la carta. Elizabeth, que sabía cómo eran las epístolas de Collins, leyó también por encima del hombro de su hermana. Decía así:
«Mi querido señor,
Nuestro parentesco y mi situación en la vida me llevan a darle mis condolencias por la grave aflicción que está padeciendo, de la que fuimos informados por una carta de Hertfordshire. No dude de que tanto la señora Collins como yo les acompañamos en el sentimiento a usted y a toda su respetable familia en la presente calamidad, que ha de ser muy amarga, puesto que el tiempo no la puede borrar. No faltarán argumentos por mi parte para aliviar tan tremenda desventura o servir de consuelo en circunstancias que para un padre han de ser más penosas que para todos los demás. La muerte de una hija habría sido una bendición comparada con esto. Y es más lamentable porque hay motivos para suponer, según me dice mi querida Charlotte, que esa licenciosa conducta de su hija procede de un deplorable exceso de indulgencia; aunque al mismo tiempo y para consuelo suyo y de su esposa, me inclino a pensar que debía de ser de naturaleza perversa, pues de otra suerte no habría incurrido en tal atrocidad a una edad tan temprana. De todos modos es usted digno de compasión, opinión que no sólo comparte la señora Collins, sino también lady Catherine y su hija, a quienes he referido el hecho. Están de acuerdo conmigo en que ese mal paso de su hija será perjudicial para la suerte de las demás; porque, ¿quién ––como la propia lady Catherine dice afablemente–– querrá emparentar con semejante familia? Esta consideración me mueve a recordar con la mayor satisfacción cierto suceso del pasado noviembre, pues a no haber ido las cosas como fueron, me vería ahora envuelto en toda la tristeza y desgracia de ustedes. Permítame, pues, que le aconseje, querido señor, que se resigne todo lo que pueda y arranque a su indigna hija para siempre de su corazón, y deje que recoja ella los frutos de su abominable ofensa.
El señor Gardiner no volvió a escribir hasta haber recibido contestación del coronel Forster, pero no pudo decir nada bueno. No se sabía que Wickham tuviese relación con ningún pariente y se aseguraba que no tenía ninguno cercano. Antiguamente había tenido muchas amistades, pero desde su ingreso en el ejército parecía apartado de todo el mundo. No había nadie, por consiguiente, capaz de dar noticias de su paradero. Había un poderoso motivo para que se ocultara, que venía a sumarse al temor de ser descu-bierto por la familia de Lydia, y era que había dejado tras sí una gran cantidad de deudas de juego. El coronel Forster opinaba que serían necesarias más de mil libras para clarear sus cuentas en Brighton. Mucho debía en la ciudad, pero sus deudas de honor eran aún más elevadas. El señor Gardiner no se atrevió a ocultar estos detalles a la familia de Longbourn. Jane se horrorizó:
––¡Un jugador! Eso no lo esperaba. ¡No podía imaginármelo!
Añadía el señor Gardiner en su carta que el señor Bennet iba a regresar a Longbourn al día siguiente, que era sábado. Desanimado por el fracaso de sus pesquisas había cedido a las instancias de su cuñado para que se volviese a su casa y le dejase hacer a él mientras las circunstancias no fuesen más propicias para una acción conjunta. Cuando se lo dijeron a la señora Bennet, no demostró la satisfacción que sus hijas esperaban en vista de sus inquietudes por la vida de su marido.
––¿Que viene a casa y sin la pobre Lydia? exclamó––. No puedo creer que salga de Londres sin haberlos encontrado. ¿Quién retará a Wickham y hará que se case, si Bennet regresa?
Como la señora Gardiner ya tenía ganas de estar en su casa se convino que se iría a Londres con los niños aprovechando la vuelta del señor Bennet. Por consiguiente, el coche de Longbourn les condujo hasta la primera etapa de su camino y trajo de vuelta al señor Bennet.
La señora Gardiner se fue perpleja aún al pensar en el encuentro casual de Elizabeth y su amigo de Derbyshire en dicho lugar. Elizabeth se había abstenido de pronunciar su nombre, y aquella especie de semiesperanza que la tía había alimentado de que recibirían una carta de él al llegar a Longbourn, se había quedado en nada. Desde su llegada, Elizabeth no había tenido ninguna carta de Pemberley.
El desdichado estado de toda la familia hacía innecesaria cualquier otra excusa para explicar el abatimiento de Elizabeth; nada, por lo tanto, podía conjeturarse sobre aquello, aunque a Elizabeth, que por aquel entonces sabía a qué atenerse acerca de sus sentimientos, le constaba que, a no ser por Darcy, habría soportado mejor sus temores por la deshonra de Lydia. Se habría ahorrado una o dos noches de no dormir.
El señor Bennet llegó con su acostumbrado aspecto de filósofo. Habló poco, como siempre; no dijo nada del motivo que le había impulsado a regresar, y pasó algún tiempo antes de que sus hijas tuvieran el valor de hablar del tema.
Por la tarde, cuando se reunió con ellas a la hora del té, Elizabeth se aventuró a tocar la cuestión; expresó en pocas palabras su pena por lo que su padre debía haber sufrido, y éste contestó:
––Déjate. ¿Quién iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien que lo pague.
––No seas tan severo contigo mismo replicó Elizabeth.
––No hay contemplaciones que valgan en males tan grandes. La naturaleza humana es demasiado propensa a recurrir a ellas. No, Lizzy; deja que una vez en la vida me dé cuenta de lo mal que he obrado. No voy a morir de la impresión; se me pasará bastante pronto.
––¿Crees que están en Londres?
––Sí; ¿dónde, si no podrían estar tan bien escondidos?
––¡Y Lydia siempre deseó tanto ir a Londres! ––añadió Catherine.
––Entonces debe de ser feliz ––dijo su padre fríamente–– y no saldrá de allí en mucho tiempo. Después de un corto silencio, prosiguió:
Lizzy, no me guardes rencor por no haber seguido tus consejos del pasado mayo; lo ocurrido demuestra que eran acertados.
En ese momento fueron interrumpidos por Jane que venía a buscar el té para su madre.
––¡Mira qué bien! ––exclamó el señor Bennet––. ¡Eso presta cierta elegancia al infortunio! Otro día haré yo lo mismo: me quedaré en la biblioteca con mi gorro de dormir y mi batín y os daré todo el trabajo que pueda, o acaso lo deje para cuando se escape Catherine...
––¡Yo no voy a escaparme, papá! ––gritó Catherine furiosa––. Si yo hubiese ido a Brighton, me habría portado mejor que Lydia.
––¡Tú a Brighton! ¡No me fiaría de ti ni que fueras nada más que a la esquina! No, Catherine. Por fin he aprendido a ser cauto, y tú lo has de sentir. No volverá a entrar en esta casa un oficial aunque vaya de camino. Los bailes quedarán absolutamente prohibidos, a menos que os acompañe una de vuestras hermanas, y nunca saldréis ni a la puerta de la casa sin haber demostrado que habéis vivido diez minutos del día de un modo razonable.
Catherine se tomó en serio todas estas amenazas y se puso a llorar.
––Bueno, bueno ––dijo el señor Bennet––, no te pongas así. Si eres buena chica en los próximos diez años, en cuanto pasen, te llevaré a ver un desfile.
Dos días después de la vuelta del señor Bennet, mientras Jane y Elizabeth paseaban juntas por el plantío de arbustos de detrás de la casa, vieron al ama de llaves que venía hacia ellas. Creyeron que iba a llamarlas de parte de su madre y corrieron a su encuentro; pero la mujer le dijo a Jane: Dispense que la interrumpa, señorita; pero he supuesto que tendría usted alguna buena noticia de la capital y por eso me he tomado la libertad de venir a preguntárselo.
––¿Qué dice usted, Hill? No he sabido nada.
––¡Querida señorita! ––exclamó la señora Hill con gran asombro––. ¿Ignora que ha llegado un propio para el amo, enviado por el señor Gardiner? Ha estado aquí media hora y el amo ha tenido una carta.
Las dos muchachas se precipitaron hacia la casa, demasiado ansiosas para poder seguir conversando. Pasaron del vestíbulo al comedor de allí a la biblioteca, pero su padre no estaba en ninguno de esos sitios; iban a ver si estaba arriba con su madre, cuando se encontraron con el mayordomo que les dijo:
––Si buscan ustedes a mi amo, señoritas, lo encontrarán paseando por el sotillo.
Jane y Elizabeth volvieron a atravesar el vestíbulo y, cruzando el césped, corrieron detrás de su padre que se encaminaba hacia un bosquecillo de al lado de la cerca.
Jane, que no era tan ligera ni tenía la costumbre de correr de Elizabeth, se quedó atrás, mientras su hermana llegaba jadeante hasta su padre y exclamó:
––¿Qué noticias hay, papá? ¿Qué noticias hay? ¿Has sabido algo de mi tío?
––Sí, me ha mandado una carta por un propio.
––¿Y qué nuevas trae, buenas o malas?
––¿Qué se puede esperar de bueno? ––dijo el padre sacando la carta del bolsillo––. Tomad, leed si queréis.
Elizabeth cogió la carta con impaciencia. Jane llegaba entonces.
––Léela en voz alta ––pidió el señor Bennet––, porque todavía no sé de qué se trata.
Gracechurch Street, lunes 2 de agosto.
Mi querido hermano,
Por fin puedo enviarte noticias de mi sobrina, y tales, en conjunto, que espero te satisfagan. Poco después de haberte marchado tú el sábado, tuve la suerte de averiguar en qué parte de Londres se encontraban. Los detalles me los reservo para cuando nos veamos; bástete saber que ya están descubiertos; les he visto a los dos.
Entonces es lo que siempre he esperado exclamó Jane––. ¡Están casados!
Elizabeth siguió leyendo:
No están casados ni creo que tengan intención de estarlo, pero si quieres cumplir los compromisos que me he permitido contraer en tu nombre, no pasará mucho sin que lo estén. Todo lo que tienes que hacer es asegurar a tu hija como dote su parte igual en las cinco mil libras que recibirán tus hijas a tu muerte y a la de tu esposa, y prometer que le pasarás, mientras vivas, cien libras anuales. Estas son las condiciones que, bien mirado, no he vacilado en aceptar por ti, pues me creía autorizado para ello. Te mando la presente por un propio, pues no hay tiempo que perder para que me des una contestación. Comprenderás fácilmente por todos los detalles que la situación del señor Wickham no es tan desesperada como se ha creído. La gente se ha equivocado y me complazco en afirmar que después de pagadas todas las deudas todavía quedará algún dinerillo para dotar a mi sobrina como adición a su propia fortuna. Si, como espero, me envías plenos poderes para actuar en tu nombre en todo este asunto, daré órdenes enseguida a Haggerston para que redacte el oportuno documento. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a la capital; por consiguiente, quédate tranquilo en Longbourn y confía en mi diligencia y cuidado. Contéstame cuanto antes y procura escribir con claridad. Hemos creído lo mejor que mi sobrina salga de mi casa para ir a casarse, cosa que no dudo aprobarás. Hoy va a venir. Volveré a escribirte tan pronto como haya algo nuevo.
Tuyo,
E. Gardiner.