Read Orgullo y prejuicio Online
Authors: Jane Austen
Lady Catherine pareció resignarse.
––Señora Collins, tendrá usted que mandar a un sirviente con ellas. Ya sabe que siempre digo lo que siento, y no puedo soportar la idea de que dos muchachas viajen solas en la diligencia. No está bien. Busque usted la manera de que alguien las acompañe. No hay nada que me desagrade tanto como eso. Las jóvenes tienen que ser siempre guardadas y atendidas según su posición. Cuando mi sobrina Georgiana fue a Ramsgate el verano pasado, insistí en que fueran con ellas dos criados varones; de otro modo, sería impropio de la señorita Darcy, la hija del señor Darcy de Pemberley y de lady Anne. Pongo mucho cuidado en estas cosas. Mande usted a John con las muchachas, señora Collins. Me alegro de que se me haya ocurrido, pues sería deshonroso para usted enviarlas solas.
––Mi tío nos mandará un criado.
––¡Ah! ¡Un tío de ustedes! ¿Conque tiene criado? Celebro que tengan a alguien que piense en estas cosas. ¿Dónde cambiarán los caballos? ¡Oh! En Bromley, desde luego. Si cita mi nombre en «La Campana» la atenderán muy bien.
Lady Catherine tenía otras muchas preguntas que hacer sobre el viaje y como no todas las contestaba ella, Elizabeth tuvo que prestarle atención; fue una suerte, pues de otro modo, con lo ocupada que tenía la cabeza, habría llegado a olvidar en dónde estaba. Tenía que reservar sus meditaciones para sus horas de soledad; cuando estaba sola se entregaba a ellas como su mayor alivio; no pasaba un día sin que fuese a dar un paseo para poder sumirse en la delicia de sus desagradables recuerdos.
Ya casi sabía de memoria la carta de Darcy. Estudiaba sus frases una por una, y los sentimientos hacia su autor eran a veces sumamente encontrados. Al fijarse en el tono en que se dirigía a ella, se llenaba de indignación, pero cuando consideraba con cuánta injusticia le había condenado y vituperado, volvía su ira contra sí misma y se compadecía del desengaño de Darcy. Su amor por ella excitaba su gratitud, y su modo de ser en general, su respeto; pero no podía aceptarlo y ni por un momento se arrepintió de haberle rechazado ni experimentó el menor deseo de volver a verle. El modo en que ella se había comportado la llenaba de vergüenza y de pesar constantemente, y los desdichados defectos de su familia le causaban una desazón horrible. No tenían remedio. Su padre se limitaba a burlarse de sus hermanas menores, pero nunca intentaba contener su impetuoso desenfreno; y su madre, cuyos modales estaban tan lejos de toda corrección, era completamente insensible al peligro. Elizabeth se había puesto muchas veces de acuerdo con Jane para reprimir la imprudencia de Catherine y Lydia, pero mientras las apoyase la indulgencia de su madre, ¿qué esperanzas había de que se corrigiesen? Catherine, de carácter débil e irritable y absolutamente sometida a la dirección de Lydia, se había sublevado siempre contra sus advertencias; y Lydia, caprichosa y desenfadada, no les hacía el menor caso. Las dos eran ignorantes, perezosas y vanas. Mientras quedara un oficial en Meryton, coquetearían con él, y mientras Meryton estuviese a tan poca distancia de Longbourn nada podía impedir que siguieran yendo allí toda su vida.
La ansiedad por la suerte de Jane era otra de sus preocupaciones predominantes. La explicación de Darcy, al restablecer a Bingley en el buen concepto que de él tenía previamente, le hacía darse mejor cuenta de lo que Jane había perdido. El cariño de Bingley era sincero y su conducta había sido intachable si se exceptuaba la ciega confianza en su amigo. ¡Qué triste, pues, era pensar que Jane se había visto privada de una posición tan deseable en todos los sentidos, tan llena de ventajas y tan prometedora en dichas, por la insensatez y la falta de decoro de su propia familia!
Cuando a todo esto se añadía el descubrimiento de la verdadera personalidad de Wickham, se comprendía fácilmente que el espíritu jovial de Elizabeth, que raras veces se había sentido deprimido, hubiese decaído ahora de tal modo que casi se le hacía imposible aparentar un poco de alegría.
Las invitaciones a Rosings fueron tan frecuentes durante la última semana de su estancia en Hunsford, como al principio. La última velada la pasaron allí, y Su Señoría volvió a hacer minuciosas preguntas sobre los detalles del viaje, les dio instrucciones sobre el mejor modo de arreglar los baúles, e insistió tanto en la necesidad de colocar los vestidos del único modo que tenía por bueno, que cuando volvieron a la casa, María se creyó obligada a deshacer todo su trabajo de la mañana y tuvo que hacer de nuevo el equipaje.
Cuando se fueron, lady Catherine se dignó desearles feliz viaje y las invitó a volver a Hunsford el año entrante. La señorita de Bourgh llevó su esfuerzo hasta la cortesía de tenderles la mano a las dos.
El sábado por la mañana Elizabeth y Collins se encontraron a la hora del desayuno unos minutos antes de que aparecieran los demás; y aprovechó la oportunidad para hacerle los cumplidos de la despedida que consideraba absolutamente necesarios.
––Ignoro, señorita Elizabeth ––le dijo––, si la señora Collins le ha expresado cuánto agradece su amabilidad al haber venido; pero estoy seguro de que lo hará antes de que abandone usted esta casa. Hemos apreciado enormemente el favor de su compañía. Sabemos lo poco tentador que puede ser para nadie el venir a nuestra humilde morada. Nuestro sencillo modo de vivir, nuestras pequeñas habitaciones, nuestros pocos criados y nuestro aislamiento, han de hacer de Hunsford un lugar extremadamente triste para una joven como usted. Pero espero que crea en nuestra gratitud por su condescendencia y en que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para impedir que se aburriera.
Elizabeth le dio las gracias efusivamente y dijo que estaba muy contenta. Había pasado seis semanas muy felices; y el placer de estar con Charlotte y las amables atenciones que había recibido, la habían dejado muy satisfecha. Collins lo celebró y con solemnidad, pero más sonriente, repuso:
––Me proporciona el mayor gusto saber que ha pasado usted el tiempo agradablemente. Se ha hecho, realmente, todo lo que se ha podido; hemos tenido la suprema suerte de haber podido presentarla a usted a la más alta sociedad, y los frecuentes medios de variar el humilde escenario doméstico que nos han facilitado nuestras relaciones con Rosings, nos permiten esperar que su visita le haya sido grata. Nuestro trato con la familia de lady Catherine es realmente una ventaja extraordinaria y una bendición de la que pocos pueden alardear. Ha visto en qué situación estamos en Rosings, cuántas veces hemos sido invitados allí. Debo reconocer sinceramente que, con todas las desventajas de esta humilde casa parroquial, nadie que aquí venga podrá compadecerse mientras puedan compartir nuestra intimidad con la familia de Bourgh.
Las palabras eran insuficientes para la elevación de sus sentimientos y se vio obligado a pasearse por la estancia, mientras Elizabeth trataba de combinar la verdad con la cortesía en frases breves.
––Así, pues, podrá usted llevar buenas noticias nuestras a Hertfordshire, querida prima. Al menos ésta es mi esperanza. Ha sido testigo diario de las grandes atenciones de lady Catherine para con la señora Collins, y confío en que no le habrá parecido que su amiga no es feliz. Pero en lo que se refiere a este punto mejor será que me calle. Permítame sólo asegurarle, querida señorita Elizabeth, que le deseo de todo corazón igual felicidad en su matrimonio. Mi querida Charlotte y yo no tenemos más que una sola voluntad y un solo modo de pensar. Entre nosotros existen en todo muy notables semejanzas de carácter y de ideas; parecemos hechos el uno para el otro.
Elizabeth pudo decir de veras que era una gran alegría que así fuese, y con la misma sinceridad añadió que lo creía firmemente y que se alegraba de su bienestar doméstico; pero, sin embargo, no lamentó que la descripción del mismo fuese interrumpida por la llegada de la señora de quien se trataba. ¡Pobre Charlotte! ¡Era triste dejarla en semejante compañía! Pero ella lo había elegido conscientemente. Se veía claramente que le dolía la partida de sus huéspedes, pero no parecía querer que la compadeciesen. Su hogar y sus quehaceres domésticos, su parroquia, su gallinero y todas las demás tareas anexas, todavía no habían perdido el encanto para ella.
Por fin llegó la silla de posta; se cargaron los baúles, se acomodaron los paquetes y se les avisó que todo estaba listo. Las dos amigas se despidieron afectuosamente, y Collins acompañó a Elizabeth hasta el coche. Mientras atravesaban el jardín le encargó que saludase afectuosamente de su parte a toda la familia y que les repitiese su agradecimiento por las bondades que le habían dispensado durante su estancia en Longbourn el último invierno, y le encareció que saludase también a los Gardiner a pesar de que no los conocía. Le ayudó a subir al coche y tras ella, a María. A punto de cerrar las portezuelas, Collins, consternado, les recordó que se habían olvidado de encargarle algo para las señoras de Rosings.
––Pero ––añadió–– seguramente desearán que les transmitamos sus humildes respetos junto con su gratitud por su amabilidad para con ustedes.
Elizabeth no se opuso; se cerró la portezuela y el carruaje partió.
––¡Dios mío! ––exclamó María al cabo de unos minutos de silencio––. Parece que fue ayer cuando llegamos y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido!
––Muchas, es cierto ––contestó su compañera en un suspiro.
––Hemos cenado nueve veces en Rosings, y hemos tomado el té allí dos veces. ¡Cuánto tengo que contar! Elizabeth añadió para sus adentros: «¡Y yo, cuántas cosas tengo que callarme!»
El viaje transcurrió sin mucha conversación y sin ningún incidente y a las cuatro horas de haber salido de Hunsford llegaron a casa de los Gardiner, donde iban a pasar unos pocos días.
Jane tenía muy buen aspecto, y Elizabeth casi no tuvo lugar de examinar su estado de ánimo, pues su tía les tenía preparadas un sinfín de invitaciones. Pero Jane iba a regresar a Longbourn en compañía de su hermana y, una vez allí, habría tiempo de sobra para observarla.
Elizabeth se contuvo a duras penas para no contarle hasta entonces las proposiciones de Darcy. ¡Qué sorpresa se iba a llevar, y qué gratificante sería para la vanidad que Elizabeth todavía no era capaz de dominar! Era una tentación tan fuerte, que no habría podido resistirla a no ser por la indecisión en que se hallaba, por la extensión de lo que tenía que comunicar y por el temor de que si empezaba a hablar se vería forzada a mencionar a Bingley, con lo que sólo conseguiría entristecer más aún a su hermana.
En la segunda semana de mayo, las tres muchachas partieron juntas de Gracechurch Street, en dirección a la ciudad de X, en Hertfordshire. Al llegar cerca de la posada en donde tenía que esperarlas el coche del señor Bennet, vieron en seguida, como una prueba de la puntualidad de cochero, a Catherine y a Lydia que estaban al acecho en el comedor del piso superior. Habían pasado casi una hora en el lugar felizmente ocupadas en visitar la sombrerería de enfrente, en contemplar al centinela de guardia y en aliñar una ensalada de pepino.
Después de dar la bienvenida a sus hermanas les mostraron triunfalmente una mesa dispuesta con todo el fiambre que puede hallarse normalmente en la despensa de una posada y exclamaron:
––¿No es estupendo? ¿No es una sorpresa agradable?
––Queremos convidaros a todas ––añadió Lydia––; pero tendréis que prestarnos el dinero, porque acabamos de gastar el nuestro en la tienda de ahí fuera.
Y, enseñando sus compras, agregó:
––Mirad qué sombrero me he comprado. No creo que sea muy bonito, pero pensé que lo mismo daba comprarlo que no; lo desharé en cuanto lleguemos a casa y veré si puedo mejorarlo algo.
Las hermanas lo encontraron feísimo, pero Lydia, sin darle importancia, respondió:
––Pues en la tienda había dos o tres mucho más feos. Y cuando compre un raso de un color más bonito, lo arreglaré y creo que no quedará mal del todo. Además, poco importa lo que llevemos este verano, porque la guarnición del condado se va de Meryton dentro de quince días.
––¿Sí, de veras? ––exclamó Elizabeth satisfechísima.
––Van a acampar cerca de Brighton. A ver si papá nos lleva allí este verano. Sería un plan estupendo y costaría muy poco. A mamá le apetece ir más que ninguna otra cosa. ¡Imaginad, si no, qué triste verano nos espera!
«Sí ––pensó Elizabeth––, sería un plan realmente estupendo y muy propio para nosotras. No nos faltaría más que eso. Brighton y todo un campamento de soldados, con lo trastornadas que ya nos han dejado un mísero regimiento y los bailes mensuales de Meryton.»
––Tengo que daros algunas noticias ––dijo Lydia cuando se sentaron a la mesa—. ¿Qué creéis? Es lo más sensacional que podáis imaginaros; una nueva importantísima acerca de cierta persona que a todas nos gusta.
Jane y Elizabeth se miraron y dijeron al criado que ya no lo necesitaban. Lydia se rió y dijo:
––¡Ah!, eso revela vuestra formalidad y discreción. ¿Creéis que el criado iba a escuchar? ¡Como si le importase! Apostaría a que oye a menudo cosas mucho peores que las que voy a contaros. Pero es un tipo muy feo; me alegro de que se haya ido; nunca he visto una barbilla tan larga. Bien, ahora vamos a las noticias; se refieren a nuestro querido Wickham; son demasiado buenas para el criado, ¿verdad? No hay peligro de que Wickham se case con Mary King. Nos lo reservamos. Mary King se ha marchado a Liverpool, a casa de su tía, y no volverá. ¡Wickham está a salvo!
––Y Mary King está a salvo también ––añadió Elizabeth––, a salvo de una boda imprudente para su felicidad.
––Pues es bien tonta yéndose, si le quiere.
––Pero supongo que no habría mucho amor entre ellos ––dijo Jane.
––Lo que es por parte de él, estoy segura de que no; Mary nunca le importó tres pitos. ¿Quién podría interesarse por una cosa tan asquerosa y tan llena de pecas?
Elizabeth se escandalizó al pensar que, aunque ella fuese incapaz de expresar semejante ordinariez, el sentimiento no era muy distinto del que ella misma había abrigado en otro tiempo y admitido como liberal.
En cuanto hubieron comido y las mayores hubieron pagado, pidieron el coche y, después de organizarse un poco, todas las muchachas, con sus cajas, sus bolsas de labor, sus paquetes y la mal acogida adición de las compras de Catherine y Lydia, se acomodaron en el vehículo.
––¡Qué apretaditas vamos! ––exclamó Lydia––. ¡Me alegro de haber comprado el sombrero, aunque sólo sea por el gusto de tener otra sombrerera! Bueno, vamos a ponernos cómodas y a charlar y reír todo el camino hasta que lleguemos a casa. Primeramente oigamos lo que os ha pasado a vosotras desde que os fuisteis. ¿Habéis conocido a algún hombre interesante? ¿Habéis tenido algún flirt? Tenía grandes esperanzas de que una de vosotras pescaría marido antes de volver. Jane pronto va a hacerse vieja. ¡Casi tiene veintitrés años! ¡Señor, qué vergüenza me daría a mí, si no me casara antes de los veintitrés...! No os podéis figurar las ganas que tiene la tía Philips de que os caséis. Dice que Lizzy habría hecho mejor en aceptar a Collins; pero yo creo que habría sido muy aburrido. ¡Señor, cómo me gustaría casarme antes que vosotras! Entonces sería yo la que os acompañaría a los bailes. ¡Lo que nos divertimos el otro día en casa de los Forster! Catherine y yo fuimos a pasar allí el día, y la señora Forster nos prometió que daría un pequeño baile por la noche. ¡Cómo la señora Forster y yo somos tan amigas! Así que invitó a las Harrington, pero como Harriet estaba enferma, Pen tuvo que venir sola; y entonces, ¿qué creeríais que hicimos? Disfrazamos de mujer a Chamberlayne para que pasase por una dama. ¿Os imagináis qué risa? No lo sabía nadie, sólo el coronel, la señora Forster, Catherine y yo, aparte de mi tía, porque nos vimos obligadas a pedirle prestado uno de sus vestidos; no os podéis figurar lo bien que estaba. Cuando llegaron Denny, Wickham, Pratt y dos o tres caballeros más, no lo conocieron ni por lo más remoto. ¡Ay, cómo me reí! ¡Y lo que se rió la señora Forster! Creí que me iba a morir de risa. Y entonces, eso les hizo sospechar algo y en seguida descubrieron la broma.