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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (15 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Bolín estaba seguro de que el Gobierno republicano había pedido ya a los dirigentes del Frente Popular francés que le ayudaran a buscar a Franco. Y todas las razones inducían a creer que los franceses le prestarían su entusiasta colaboración. Muy pronto, dentro de unas horas como máximo, la Policía francesa de Casablanca empezaría a sospechar del modesto hombre de negocios español que había llegado a su aeropuerto en un avión particular poco después de la puesta del sol. Para garantizar a Franco estas breves horas de relativa seguridad, Bolín abandonó el Hotel Carlton y resolvió ocultar al general en aquel gris y solitario albergue de la costa.

Aquí tenían que esperar una llamada telefónica en clave, desde Tánger, que, según le habían dicho a Bolín, marcaría el punto de destino de Franco. «Limón» significaría que el general tenía que volar a Tánger; «Té», que tenía que hacerlo a Tetuán.

Solos en aquella habitación, iluminada por una bombilla sucia de moscas que colgaba del techo, los dos hombres hablaban en la cálida y húmeda noche. Bolín pensó que Franco parecía extraordinariamente grave y sereno. El conflicto que empezaba, dijo, sería largo y sangriento.

—De momento —dijo—, perderemos Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao. Probablemente, también Málaga y Granada. Quizá conservaremos Sevilla.

»En cuanto a las otras ciudades de España —suspiró—, tendremos que cogerlas una a una, como las aceitunas.

Y, como advirtiera la turbación y el desaliento de Bolín, añadió:

—Pero venceremos. Tenemos fe, un ideal y disciplina. Nuestros enemigos no tienen nada de esto.

Justo antes del amanecer, llegó el mensaje telefónico de Tánger. «Nuestro cargamento se ha averiado —dijeron—. Pero venga por el té lo antes que pueda».

Bolín fue a buscar a Bebb y a los ayudantes de Franco a la habitación contigua y, en el húmedo amanecer, el pequeño grupo corrió al aeropuerto de Casablanca. Cuando llegaron, sólo estaba de servicio un adormilado guardián del aeropuerto marroquí. La tarde anterior, Bolín se había asegurado su buena voluntad mediante una espléndida propina.

—Apresúrense —les dijo el hombre—. La Policía de Aduanas llegará dentro de unos minutos.

El grupo se dirigió al avión, abandonando el coche alquilado de Bolín al borde de la pista. Mientras Bebb calentaba los motores del Dragon Rapide, Franco vio los faros de un automóvil que pasaba frente al edificio de la estación terminal y se dirigía hacia el avión.

—La Policía —dijo—. Partamos.

Bebb hizo que el avión se deslizara por la pista. A su espalda, los perseguían los faros del coche de la Policía. Bolín observó nerviosamente las dos luces amarillas que se acercaban a su aparato. Franco permanecía sentado, rígido e inmóvil, mirando al frente. Entonces, el Dragon Rapide empezó a ganar velocidad. Poco a poco, las luces del coche de policía retrocedieron en la oscuridad.

A medio camino de Tetuán, Franco abrió su maleta y volvió a ponerse su uniforme, húmedas todavía las perneras del pantalón a causa de su breve paseo del día anterior por el Atlántico. Después se sentó y pasó el resto del viaje mirando pensativamente por la ventanilla del Dragon Rapide.

A las siete, el largo viaje del Dragon Rapide había terminado. El avión corrió sobre la pista y se detuvo frente al puesto de mando de la base aérea de Tetuán, en cuya fachada se veían las cicatrices de la lucha terminada unas horas antes. Después de unas breves y bruscas palabras a los hombres que le esperaban, Franco se dirigió rápidamente a la ciudad, para tomar el mando de la rebelión. Momentos más tarde, Bolín se sentó con él en el despacho del Alto Comisario español en Marruecos, el cual hizo un resumen de la situación al general.

Fueron interrumpidos por un mensaje de la próxima base naval de Ceuta. Los barcos de la Armada española, que estaban penetrando en el puerto, se negaban a responder a las señales del mando militar sublevado. Bolín comprendió que era ésta la peor noticia que podían dar a Franco. Contaba con estos barcos para transportar el ejército sublevado a la península española.

Franco reflexionó un instante. Después, dictó su primera orden directa:

—Repitan las señales —dijo—. Si no contestan, abran fuego.

Casi en el mismo momento, en el Ministerio de la Guerra, de Madrid, el nuevo ministro de la sitiada República, Luis Castelló, dictó también su primera orden. Ordenó a todos los gobernadores de las provincias españolas leales a la República que distribuyeran armas al pueblo.

Era el domingo 19 de julio de 1936. Con estas dos órdenes, pronunciadas en dos puntos separados por una distancia de ochocientos kilómetros, el pueblo español se vio irrevocablemente empujado a un coso tan grande como la propia nación, para lidiar su más larga y sangrienta corrida: la Guerra Civil española.

Sin embargo, para los pobres de Palma del Río, el conflicto empezó, no con derramamiento de sangre, sino con un banquete, el banquete más largo y feliz de toda su vida. Ni siquiera sus más audaces profetas anarquistas hubieran podido anunciarles una abundancia material tan grande como esta de que ahora disfrutaban. Muchos recordarían aquellos días de terror rojo en Palma del Río como la única vez en su vida que se habían acostado con el estómago lleno.

Uno de los primeros actos de Juan de España había sido decretar la confiscación, en nombre de su comité revolucionario, de toda la comida, aceite y granos de los almacenes de las grandes haciendas de Palma. Durante las cuarenta y ocho horas que siguieron, sus secuaces limpiaron los graneros de aquellas fincas. Llevaron su contenido al pueblo, en carretas tiradas por asnos y a pie, formando largas hileras de hombres cargados con sacos de arpillera y acarreando alegremente la riqueza de las haciendas que tantas veces, en un estado de miseria y de esclavitud económica, habían labrado.

El producto de su pillaje fue almacenado en el chamuscado recinto del convento de Santo Domingo. A aquél se sumaron las existencias de todas las tiendas de Palma cuyos propietarios eran sospechosos de deslealtad con la República. Los lugareños dieron a su inesperado almacén el nombre de Economato, tomándolo de una cadena de cooperativas obreras instauradas en las ciudades españolas poco antes de empezar la guerra. Cada mañana, el guarda jurado del pueblo recorría las calles de Palma anunciando, a toque de corneta, la apertura del Economato, para que los pobres de Palma fuesen a buscar su ración diaria de aquel tesoro.

Desde aquellos días, los pobres de Palma recordarían una golosina que perduraría en su memoria durante todos los años venideros. Era una golosina que la mayoría de ellos no habían gustado nunca y que no volverían a probar en su vida: carne de toro.

Cada mañana, un grupo de milicianos de Juan de España se dirigía a los pastizales de don Félix a matar toros bravos para el abastecimiento diario del pueblo. El estoque de su matador era una vieja carabina manejada por un obrero anarquista llamado Manolo
El Ecijano
. Y se aplicó éste a su tarea con tan vengativo celo que sus compañeros no tardaron en darle un nuevo apodo, tomado del de un joven torero que había empezado a sonar aquella primavera en las plazas de la provincia de Córdoba: le llamaron Manolete.

Tan abundante era el suministro diario de carne de toro por Manolete, que los estómagos de los pobres de Palma del Río, encogidos por muchos años de privaciones, eran incapaces de consumir aquellos, montones de carne. Pronto sufrió el pueblo una indigestión colectiva de carne. Sin embargo, Manolete y sus hombres volvían todos los días a Palma precediendo una carreta colmada de cadáveres de preciosos toros de Saltillo, propiedad de don Félix Moreno. Los vecinos que en su vida habían probado la carne de toro, acabaron pudiendo digerir únicamente las tajadas más selectas y las chuletas de los preciados brutos de don Félix. El resto, lo tiraban al Guadalquivir.

Ni Maxim’s, ni la Tour d’Argent, servirían jamás unos filetes como los que colmaban ahora las fuentes de los pobres de Palma. Una carne tan exquisita sólo podía encontrarse en unos pocos restaurantes españoles, situados cerca de las más importantes plazas de toros, y únicamente después de las corridas. Además, a cada mordisco, los pobres de Palma iban consumiendo tres siglos de minuciosos cuidados, que habían convertido a las soberbias reses de don Félix en unas de las mejores de España. Cuando Manolete fusilase al último de estos animales, habría desaparecido para siempre la raza de los toros Saltillo.

Cada animal muerto representaba, además, para don Félix una pérdida de dinero mayor de lo que ganaba uno de los alegres comensales en todo un año de trabajar sus tierras. No es, pues, de extrañar que tantos palmeños saboreasen aquellos bocados, más que por su sabor, tan nuevo a su paladar, por venganza personal. Comían los filetes hervidos, fritos en lagos de aceite de oliva o asados sobre las brasas en las calles del pueblo Comían hasta, literalmente, reventar. En años venideros, el recuerdo de aquellas noches torturaría a la hambrienta Angelita Benítez, la cual volvería a ver en su imaginación a su madre cociendo los filetes que su padre traía a casa para el consumo de la familia.

Para otras personas del pueblo, aquellas que no compartían las ideas políticas de Juan de España, fueron también días memorables, días de miedo y de terror. Los hombres de Juan de España fueron rechazados ante la casa de campo de don Félix por los fieles y bien armados servidores que se habían atrincherado en el interior de la misma. En represalia, aquéllos capturaron y ejecutaron públicamente a tres servidores domésticos del palacio de Palma del Río. Dos de los escasos falangistas del pueblo fueron asesinados durante la primera hora de júbilo revolucionario. Uno de ellos, médico, fue muerto a tiros en la puerta de su casa, después de hacerle salir con el pretexto de que un enfermo requería sus servicios. El segundo, un joven boticario, fue muerto en su cama ante los ojos implorantes de su madre.

Juan de España convirtió los sótanos del Ayuntamiento en cárcel provisional. El párroco, don Juan Navas, encabezó el desfile de los que eran conducidos a la prisión. Iban en él otros dos médicos, el abogado de Palma, sus dos veterinarios, el único propietario que habían podido encontrar los milicianos, un pequeño granjero llamado Rodrigo Díaz y la presidenta del movimiento de Acción Católica del pueblo, una farmacéutica llamada Blanca de Lucia Ortiz.

En el sitiado cuartel de la Guardia Civil, el sargento Emilio Patón y sus hombres, ante la imposibilidad de recibir noticias, seguían resistiendo día tras día. Mientras sus triunfales sitiadores se refocilaban con los filetes de los toros de don Félix, ellos mataban sus caballos y se los comían crudos, tratando de apagar su abrasadora sed con la sangre de los animales.

Por último, agotadas las municiones, muriéndose de sed en el brutal calor del estío, resolvieron rendirse. Patón, el sargento a quien sólo le faltaba un año de servicio para volver a las playas de su amada Galicia, realizó su último acto como miembro de la Guardia Civil. Por primera vez en su vida, izó la bandera blanca de la rendición. Entre gritos y burlas, llevando a cuestas a sus heridos, Patón y sus exhaustos guardias fueron a reunirse con los demás presos de Juan de España en los sótanos del Ayuntamiento.

Su sino fue compartido por docenas de guardias civiles del valle del Guadalquivir, que el 18 de julio se habían sumado a la rebelión del primer grito de «Sin novedad». Unos cuantos lograron escapar a los conventos y monasterios de las cimas de los montes, islotes de fuerzas nacionalistas en una tierra que seguía siendo fiel a la República, y allí resistieron hasta ser rescatados. Los otros tuvieron menos suerte. En Pozoblanco, ciento setenta guardias civiles muertos de hambre se rindieron a los mineros anarquistas que rodeaban su cuartel y fueron asesinados uno a uno en la plaza del pueblo.

Cada día, al amanecer, las columnas de Queipo de Llano emprendían la marcha desde la plaza de la catedral de Sevilla, donde está enterrado Cristóbal Colón. Formaban un abigarrado conjunto de tropas regulares, falangistas, guardias civiles y propietarios desposeídos de sus tierras que querían volver a sus haciendas. Y cada día caían sobre un pueblo diferente, en la zona intermedia entre Sevilla y Córdoba, empujando a sus defensores hacia los montes, o matando a los que eran lo bastante tontos como para quedarse. Proclamaban que el pueblo había sido «liberado» y regresaban a Sevilla a la puesta del sol, para celebrar su victoria.

En la vanguardia de estas columnas iba don Félix Moreno, el hombre cuyos toros bravos eran asados en las calles de Palma del Río. Gradualmente, las columnas vencedoras fueron remontando el Guadalquivir hasta llegar a las cercanías de la pequeña comunidad que vivía su breve hora de gloria socialista. Peñaflor, el último pueblo del valle antes de Palma, cayó en manos de los nacionales el 16 de agosto. Dos días más tarde, cayó también Écija, a treinta y dos kilómetros al sur de la carretera de Sevilla a Córdoba. Con su captura, dos de las tres poblaciones más próximas a Palma quedaron en manos nacionalistas.

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