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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (65 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Gafas lo cortó.

—¡Seguirán encadenados hasta su liberación! —replicó con saña.

Recobrándose, se levantó sonriendo y dijo:

—¿Supongo que no hay nada más? ¡Bien! ¡Buenas noches, muchachos!

Al día siguiente, hacia las seis de la mañana, unos aviones pasaron sobre el campamento. Algunos minutos más tarde escuchamos una serie de explosiones a unos veinte kilómetros.

—¡Están bombardeando!

—¡Están bombardeando!

Mis compañeros no sabían qué más decir.

Lo primero que guardé en el equipo fue mi Biblia. Angustiada, clasifiqué mis cosas: solo me importaba conservar lo que tuviera que ver con mis hijos. Acababan de llegar a los veinte y diecisiete años. Me había perdido todos los años de su adolescencia. ¿Recordarían aún mi rostro? Me temblaban las manos. Todo lo demás era de botar: tarros reciclados, ropa remendada, mi ropa interior de hombre. Debido al permanente contacto con el barro, los bichos, las micosis plantares, mis pies me daban miedo. Mis piernas se habían vuelto enclenques, había perdido la mayor parte de mi masa muscular.

Cuando el guardia vino a anunciarme nuestra inminente partida, ya estaba lista para marchar.

66
LA RETIRADA

Noviembre de 2005

Mientras marchábamos en fila india, en silencio, encorvados, yo oraba con mi rosario en la mano. Nadie nos había dicho nada, pero suponía que debíamos de estar en la misma zona que nuestros antiguos compañeros: Orlando, Gloria, Jorge, Consuelo, Clara y su pequeño Emmanuel. Rogaba que ninguno de ellos hubiera estado en la trayectoria del bombardeo.

Atravesábamos una selva cambiante donde cada paso representaba un riesgo. Los que abrían la delantera caminaban con la cara deforme por las zarzas y el ataque de las avispas. «Son chinos», se burlaban los demás, por la hinchazón que les cambiaba los rasgos. Caminaba con una gorra, la cara cubierta con tela del toldillo, y guantes que había confeccionado con viejos uniformes de camuflado. «Como soy una astronauta», decía sintiéndome cual una extraterrestre aterrizando en un planeta hostil.

Yo iba ausente, perdida en mis plegarias, concentrada en el esfuerzo, y no vi la montaña acercarse. Cuando me di cuenta de que escalaban la pared, entendí lo que me esperaba. Miré hacia lo alto: el muro de vegetación se perdía entre las nubes. La subida era muy dura, y yo no era capaz de mantener el ritmo. Mis compañeros iban muy adelante, absortos en el desafío, excitados por la prueba física: quién iba más rápido, quién cargaba más, quién se quejaba menos. Los rehenes no éramos indiferentes a la emulación. Cada vez que había que atravesar una quebrada haciendo equilibrio sobre un tronco, pensaba: «No voy a poder». Pero en cuanto tenía el tronco enfrente y solamente faltaba yo, respiraba profundamente, tratando de no mirar al vacío, y me decía que caer no era una opción. Si Lucho había pasado primero, me pellizcaba: «Yo también puedo». Si venía detrás, pensaba: «Si yo paso, él también podrá».

Miré la pared que se alzaba frente a mí. Ángel se impacientó: «¡Apúrele!», me gritó, empujándome.

—Páseme su equipo —dijo una voz detrás de mí, en tono resignado.

Era Efrén, un negrote musculoso que nunca hablaba. Acababa de alcanzarnos al trote. Iba cerrando la marcha. Como éramos los últimos del grupo, no quería rezagarse por mi culpa.

Cogió mi equipo y se lo puso detrás de la nuca, sobre su propio morral.

—Vámonos —me dijo sonriendo.

Miré por última vez hacia arriba y comencé a escalar, agarrándome de donde podía. Tres horas más tarde, después de haber atravesado cascadas, murallas de roca y una explanada sorprendente de piedras superpuestas en pirámide como ruinas de algún antiguo templo inca, llegué a la cima.

Sentados, en fila paralela a la pendiente, mis compañeros comían arroz. Lucho estaba recostado contra un árbol, con las mejillas hundidas por el cansancio, incapaz de moverse para llevarse el alimento a la boca. Fui hacia él. Ángel se exasperó.

—¡Vuelva para acá! ¡Usted se sienta donde yo le diga!

Enrique dio la orden de reanudar la marcha. No habíamos tenido tiempo de descansar siquiera un instante. Efrén llegó detrás, exhausto, y protestó contra la decisión de Enrique. Se deshizo de mi equipo para devolvérmelo. Lo llamaron para que fuera adelante, de donde regresó con el rabo entre las piernas. A Enrique no le había gustado su reclamo: en castigo, tuvo que seguir llevándome el equipo. Ángel también había protestado. Estaba harto de cargar conmigo y perder la oportunidad de comer. Fue relevado de su misión por Katerina, la chica negra que se encargaba de mí cuando dejamos a Sombra. Hice cuanto pude para que no se me notara la alegría.

—No los dejemos cogernos ventaja —me dijo, entre autoritaria y cómplice.

Atravesamos una meseta elevada y desértica cuyo suelo de pizarra ardía al sol de mediodía. El horizonte despejado descubría la extensión de la selva. Una línea verde cortaba el azul del cielo en los 360 grados de nuestro campo visual. A la izquierda, un río enorme se estiraba perezoso en circunvoluciones de tinta china. «Ha de ser el río Negro», me dije.

Al final de la meseta entramos a un claustro de árboles secos y rugosos sin follaje ni sombra, arrumados para cortarle el pasó a cualquier alma viviente. Me quitaron el sombrero con sus ramas zarposas, me retuvieron por las tirantas del morral y una de mis botas fue atravesada por una rama cortante tendida en zancadilla a ras del suelo. «Se me van a mojar las medias», maldije.

Fue un descenso vertiginoso por una falda hecha de terrazas, que bajamos a saltos, arriesgándonos a errar un escalón y rodar hasta abajo en caída libre. Al final de la bajada, un rellano de agua de lluvia estancada en una acumulación de musgo y arbolitos me obligó a saltar de raíz en raíz para evitar mojarme las agujereadas botas.

Al siguiente día el terreno estuvo plano y seco. Una gran carretera destapada surgida de ninguna parte vino a nuestro encuentro. «Hallamos la salida», me dijo Katerina. Habíamos caminado bien, sin dejar que los demás se nos adelantaran.

—Vamos a parar aquí —me dijo—. Estoy cansada. Puse mi morral en el suelo.

—¿Qué le gusta comer? —me preguntó, mientras encendía un cigarrillo.

—Me gustan las pastas —respondí.

Katerina hizo una mueca.

—Normalmente me quedan bien. Pero aquí, sin nada, es difícil. ¿Le gustan las pizzas?

—Me encantan las pizzas.

—Cuando era chiquita, mi mamá me mandó a vivir con mi tía a Venezuela. Ella trabajaba donde una señora muy rica que me quería mucho. Me llevaba a comer pizzas con sus hijos.

—¿Tenían tu misma edad?

—No, eran mayores. El niño decía que cuando fuera grande se iba a casar conmigo. A mí me habría gustado casarme con él.

—¿Por qué no te quedaste?

—Mi mamá quería tenerme cerca. Vivía en Calamar con su nuevo marido. Yo no quería volver. Y cuando volví hubo un poco de problemas. No teníamos plata y yo no podía devolverme a Venezuela.

—¿Estabas contenta en Calamar?

—No, yo quería regresar adonde mi tía, a esa casa tan linda. Había piscina. Comíamos hamburguesa. Aquí no saben lo que es.

—¿En Calamar estudiabas?

—Al principio iba a la escuela. Me iba bien. Me gustaba mucho dibujar y tenía la letra bonita. Después, como faltaba la plata, tuve que ponerme a trabajar.

—¿Trabajar en qué?

Katerina dudó un segundo antes de responder:

—En un bar. —No hice ningún comentario. La gran mayoría de las chicas habían trabajado en un bar, y sabía lo que eso quería decir—. Por eso fue que me enrolé. Aquí, al menos, si una tiene compañero no está obligada a lavarle la ropa. Las mujeres y los hombres somos iguales.

Mientras la escuchaba, pensaba que no era tan cierto. Por el contrario, lo cierto era que a las muchachas les tocaba trabajar como hombres. Conservaba la imagen de Katerina en camiseta ajustada y pantalón camuflado, hacha en mano, enviando los brazos hacia atrás en una torsión espectacular de la cintura para asestar un golpe preciso a la base de un árbol que derribó sin problemas. La visión de esa Venus negra desplegando una destreza física que ponía de relieve cada músculo de su cuerpo había dejado sin aliento a mis compañeros. ¿Cómo una muchacha como ella podía permanecer en semejante lugar?

—Hubiera querido ser reina de belleza —me confesó—. O modelo —añadió, con aire soñador.

Sus palabras me desgarraron. Llevaba su AK-47 como otras llevan un libro y un lápiz.

La marcha continuó, cada vez más ardua. «En Año Nuevo tampoco habremos llegado», había dicho el compañero de Gira. No quise creerle, pensé que lo había dicho para que aceleráramos el ritmo. No pensaba que pudiera caminar más rápido. Ese esfuerzo ciego, sin saber qué sería de nuestro destino, me minaba.

Un día, luego de una marcha agotadora por unos cansaperros que se hilvanaban como si los hubieran ensartado uno tras otro una mano invisible, estalló el aguacero. Solo hubo una consigna: avanzar, y Ángel se complació en prohibirme que me cubriera. Avanzaba, pues, chorreando agua.

Me encontré a Lucho, apoyado contra un árbol a mitad de una cuesta, con la mirada perdida: «No puedo más, no puedo más», me dijo, mientras miraba al cielo que se nos venía encima.

Me acerqué para abrazarlo y cogerle la mano.

—¡Sigan! —gritó Ángel—. ¡No nos van a meter los dedos en la boca con sus cuentos! Ya nos conocemos su jueguito para retrasar la marcha.

No lo escuché. Estaba hasta la coronilla con sus insultos, sus crisis y sus amenazas. Me detuve, boté lejos el morral y saque el azúcar que siempre mantenía conmigo.

—Ten, Lucho; toma esto. Vamos a seguir juntos, despacito. Ángel cargó su M-16 y me clavó el cañón en las costillas.

—¡Fresco, hermano! —le dijo una voz que reconocí—. Ya llegamos, la tropa está descansando a cincuenta metros de aquí.

Efrén agarró el morral de Lucho y le dijo:

—Vamos, señor. Un esfuercito más.

Sacó el plástico negro de un lado de su equipo y se lo pasó. Lucho se tapó con él, colgado de mi brazo, mientras repetía: «No puedo más, Ingrid; no puedo más». Yo también iba llorando, pero Lucho no lo sabía, porque las oleadas de lluvia mantenían mi cara escurriendo agua. «¡Dios mío, ya basta!», grité, en el silencio mudo de mi indignación.

Cuando llegué a la cima estaba a punto de desmayarme. Se me había olvidado llenar la botellita plástica que me servía de cantimplora. Ángel bebía de la suya y el agua le escurría por el cuello.

—Tengo sed —le dije, con la boca pastosa.

—No hay agua para usted, vieja malparida —chilló.

Me miró con ojos fríos de reptil. Se llevó la cantimplora a la boca y bebió largamente sin dejar de mirarme. Luego la volteó, cayeron dos gotas. La tapó de nuevo. Enrique hacía su ronda. Caminaba a lo largo de la columna, poniendo mala cara. Pasó frente a mí. Permanecí callada.

—Preparen agua —gritó, cuando llegó el último.

Un ruido de ollas animó el silencio de la montaña. Dos tipos que traían trabajosamente un caldero lleno de agua se detuvieron a pocos pasos. Le echaron dos bolsas de azúcar y fresco con sabor a fresa. Revolvieron la mezcla con una rama recién cortada.

—¿Quién quiere agua? ¡Acérquense! —pregonó uno de ellos, en tono de vendedor ambulante.

Todo el mundo se lanzó encima.

—¡Usted no! —gritó Ángel, con su humor de perros.

Me acurruqué, con la cabeza entre las rodillas.

—Tengo menos sed que hace un momento. Pronto ya no tendré nada de sed.

Botaron el agua que sobró del caldero. La marcha se reanudó. Efrén llegó corriendo.

—Lucho le manda esto.

Me lanzó una botella llena de agua roja que aterrizó a mis pies.

67
LOS HUEVOS

17 de diciembre de 2005

La marcha se suspendió a las diez de la mañana. Acabábamos de saltar dos hermosas quebradas cuyos lechos estaban tapizados de piedritas brillantes. Corrió la voz de que haríamos campamento en lo alto de una colina que se elevaba a algunos metros.

«Paramos antes de Navidad», pensé, aliviada.

El campamento se montó en cuestión de horas. Tuve derecho a mi árbol en un extremo del campamento, y Lucho al suyo del lado opuesto. No esperaron para encadenarnos. Me dieron permiso de construir unas barras paralelas para hacer gimnasia: «Quieren que esté en buena forma para caminar mejor», pensé. Abrían el candado que me ataba al árbol, pero me dejaban toda la cadena. Me la enrollaba al cuello para treparme a las barras. Hacía piruetas frente los guardias, que me miraban divertidos. «Me caeré, la cadena se enredará en la barra y moriré estrangulada», me entretenía pensando.

Tenía una hora para hacer mis ejercicios y darme un baño. «Hay que desarrollar esos brazos», me dijo un tipo joven que había reemplazado a Gira como enfermero. Se me dificultaba mucho hacer flexiones de pecho y había tratado, sin ningún éxito, de levantar el peso de mi cuerpo haciendo barras. «Me entrenaré todos los días hasta que pueda», me prometí a mí misma.

Mis compañeros me miraban desolados. Arteaga fue el primero en romper el silencio que nos habían impuesto. Habló sin mirarme. Mientras seguía trabajando en la cachucha que estaba cosiendo, me dio consejos sobre los ejercicios que debía hacer y el número de repeticiones de cada uno, frente a las narices de los guardias. No hubo comentarios, tampoco reprimendas. Uno a uno, mis compañeros volvieron a hablarme cada vez más abiertamente, excepto Lucho.

Una tarde, mientras regresaba de tomar mi baño, vi que Lucho se sentía mal. Tenía cara de perro y la mirada de los días malos. Le hacía falta azúcar. Me afané a sacarlo de entre mis cosas, y me temblaban las manos por la conciencia de la urgencia. Entregué a Lucho mi reserva de azúcar y permanecí junto a él un momento para asegurarme de que se sintiera mejor. Detrás de mí, Ángel jaló la cadena que me colgaba del cuello.

—¿Usted quién se cree? —gritó—. ¿Acaso es estúpida, retrasada mental, o nos cree huevones? ¿No ha entendido que no tiene derecho a hablar con nadie? ¿No le funciona ese cerebro de burra que tiene? ¡Se lo voy a hacer funcionar con un pepazo entre los ojos, espere y verá!

Lo escuché sin pestañear, mientras hervía por dentro. Me arrastró como a un perro hasta mí árbol y me encadenó, disfrutando cada instante de su espectáculo.

Sabía que había hecho bien al contenerme y callarme. Pero la rabia que sentía contra Ángel me desviaba de mis propósitos acertados. Estaba casi arrepentida. Por la noche, reviví la escena e imaginé todas las respuestas posibles, cachetada incluida, y gocé suponiendo la derrota de un Ángel al que habría puesto en su sitio. Pero no. Sabía que había hecho mejor al callarme a pesar de la quemadura al rojo vivo que sus insultos me habían infligido.

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