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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (63 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Dudé de contarle a Lucho. Solo me atreví a hacerlo criando me sentí lo suficientemente serena para anunciar la noticia sin emoción. Inmediatamente añadí que nos quedaban anzuelos de reserva.

Habíamos llegado a una pequeña playa oculta por el manglar, con acceso a un terreno elevado al que no tardamos en trepar, previendo que, en una tormenta, la playita desapareciera por completo al subir las aguas.

La elevación se abría sobre un claro, tapizado de una maraña de árboles derribados como si hubieran querido abrir una ventana en la espesura de la selva. Se colaba un sol abrasador. Acceder a sus rayos, que caían perpendiculares como un láser, fue para nosotros un regalo.

Decidí lavar nuestra ropa frotándola con arena para quitarle el olor a moho, y la extendí bajo el implacable sol de mediodía. La dicha de usar ropa seca y limpia me permitió olvidar la calamitosa pérdida del anzuelo. Como por guardar la disciplina, sacrificamos la jornada de pesca y nos contentamos con el polvo azucarado que habían distribuido en el campamento poco antes de nuestra partida.

Pasamos toda la tarde soñando despiertos, tendidos sobre los plásticos, mirando el cielo despejado. Oramos juntos con mi rosario. Por primera vez contemplamos el riesgo de un coma diabético:

—Si me pasa algo así, tendrás que seguir sola. Podrás arreglártelas y, con suerte, vendrás por mí.

Pensé antes de responder. Visualicé el momento en que tuviera mi libertad en una mano y la vida de Lucho en la otra:

—Escucha: juntos nos fugamos. Juntos saldremos, o ninguno de los dos lo hará.

Dicho de esa manera, se convirtió en un pacto. El eco de estas palabras quedó suspendido en el aire, bajo la bóveda celeste que parecía haberse ornamentado con polvo de diamantes para acompañar las constelaciones de nuestros pensamientos. La libertad, esa joya codiciada, por la que estábamos dispuestos a arriesgar la vida, perdería todo su esplendor prendida sobre una vida de remordimientos.

En efecto, sin libertad la conciencia de sí mismo se degradaba hasta el punto de no saber ya quiénes éramos. Pero allí, tendida admirando el grandioso despliegue de las constelaciones, sentí una lucidez que surge con la libertad tan duramente reconquistada.

La imagen que el cautiverio me devolvía de mí misma me recordaba todos mis fracasos. Las inseguridades no resueltas de mis años de adolescencia y las surgidas de mis incapacidades de adulta volvieron a la superficie como hidras de las que no me podía sustraer. Las combatí en un principio, por ociosidad más que por disciplina, obligada como estaba a vivir en un tiempo circular en el que la irritación de redescubrir intactas mis pequeñeces, me empujaba a volver a intentar una transformación inaccesible.

Aquella noche, bajo un cielo estrellado que me devolvía a los lejanos años de una felicidad perdida, a la época en que contaba estrellas fugaces creyendo que me anunciaban la pléyade de bendiciones que colmarían mi vida, comprendí que una de ellas acababa de llegarme en aquel instante para permitirme reanudar con lo mejor de mí misma.

Retomamos el río bajo una lluvia de estrellas. Había disminuido su compás y el lento caudal de sus aguas nos hizo confiar en que las cachiveras serían cortas o no existían. Grandes trozos de tierra se habían derrumbado en ambas orillas, dejando al descubierto las raíces de los árboles que no se habían desplomado, aferrados a la pared escarlata que esperaba tan solo la próxima creciente para desmoronarse también.

Avanzamos sin dificultades, dejándonos llevar en el agua turbia y tibia. A lo lejos, una pareja de perros de agua retozaba cerca de la orilla, con sus colas de sirena entrelazadas en los juegos del amor. Me volví hacia Lucho para mostrárselos. Se dejaba arrastrar por la corriente, la boca entreabierta y los ojos vidriosos. Era preciso salir de inmediato.

Lo jalé hacia mí con la cuerda, buscando afanosamente en mis bolsillos el frasco donde había reservado el azúcar para las emergencias. Tragó el puñado que le puse sobre la lengua, y luego otro que saboreó con diligencia.

Tocamos tierra entre las raíces de un árbol muerto. Tendríamos que escalar la pared de arcilla carmesí para alcanzar la ribera. Lucho se sentó sobre el tronco, con los pies en el agua, mientras yo encontraba un paso. Una vez los dos estuvimos arriba, me atareé con los preparativos de la pesca y dejé que Lucho descansara.

La vista en aquel lugar era magnífica. Era posible ver desde la distancia cualquier movimiento en el río. Había vuelto a bajar hasta el tronco a pescar cuando vi a Lucho, aún en lo alto del barranco, sentarse detrás de un arbusto a escudriñar la inmensidad del río. Tenía la cara larga de los días malos. Necesitaba comer, pero los peces no picaban. Caminé hacia el extremo del tronco con la esperanza de lanzar el anzuelo a mayor profundidad, donde debían pernoctar los caribes. En ese momento Lucho me llamó y oí un motor acercarse remontando el río. Calculé que tendría tiempo de volver a ocultarme. Pero cuando estaba lista para volver sobre mis pasos, el hilo de nailon se tendió. El anzuelo debió de enredarse con las ramas del tronco bajo el agua. No podíamos darnos el lujo de perder otro. Ni modo: me lancé al agua y me sumergí. Escuché el ruido del motor que se acercaba. Seguí en mi obsesión por recuperar el anzuelo, sólidamente enganchado a la maraña de ramas. Desesperada, jalé y recogí el nailon, cortado en un cuarto de su longitud. Faltaba el anzuelo. Subí a la superficie al borde del ahogo para ver pasar a un hombre, de pie al lado del motor, en una embarcación llena de cajas de cerveza. No me había visto.

Lucho ya no estaba. Subí, angustiada, y lo encontré sumido en el estado de apatía que precedía sus crisis de hipoglucemia. Saqué de mi morral toda nuestra provisión de azúcar y se la di, rogando que no perdiera la conciencia.

—¡Lucho, Lucho! ¿Me oyes?

—Aquí estoy, no te preocupes, voy a estar bien.

Por primera vez desde nuestra fuga, lo miré con los ojos de la memoria. Había adelgazado bastante. Los rasgos de su rostro parecían tallados a navajazos y el resplandor de sus ojos se había apagado. Lo tomé en mis brazos:

—Sí, vas a estar bien.

Había tomado mi decisión.

—Lucho, nos vamos a quedar aquí. Es un buen sitio porque podremos ver de lejos las lanchas que se acerquen.

Me miró con una inmensa tristeza. Había comprendido. El sol estaba en su cénit. Pusimos nuestros trapos a secar y oramos juntos mientras mirábamos el río majestuoso que serpenteaba a nuestros pies.

En todos esos días de huida habíamos contemplado a menudo la posibilidad de acudir a las embarcaciones que pasaban por el río. Concluimos que esa era, de lejos, la opción más arriesgada. La guerrilla dominaba la región y controlaba los ríos. Era probable que quienes nos recogieran fueran milicianos pagados por las Farc.

La opción de seguir río abajo ya no era factible. Lucho necesitaba nutrirse. Nuestras oportunidades de coronar dependían, más que nada, de nuestra capacidad de encontrar alimentos. Ya solo me quedaba un anzuelo y acabábamos de agotar nuestras reservas.

De modo que nos pusimos a esperar sentados al borde del barranco, con los pies colgando. No quería exteriorizar mis preocupaciones, pues sentía que Lucho lidiaba con las suyas.

—Creo que debemos pensar en devolvernos a recoger el anzuelo que olvidamos en la playa de las hormigas.

Lucho soltó un suspiro de asentimiento y escepticismo.

Un ruido de motor atrajo nuestra atención. Me levanté para ver mejor. Por nuestra izquierda, una embarcación llena de campesinos remontaba el río. Llevaban sombreros de paja y gorras blancas.

Lucho me miró, aterrorizado.

—¡Vamos a escondernos, no sé, no estoy segura de que sean campesinos!

—¡Son campesinos! —gritó Lucho.

—¡No estoy segura! —grité también.

—Yo sí estoy seguro. Y de todas formas no tengo opción. Me voy a morir aquí.

El mundo dejó de girar. Como si la vida quisiera cobrarme mis palabras me vi, bajo el polvo de estrellas. Había que tomar una decisión.

En algunos segundos la barca estaría frente a nosotros. Atravesaba el río del lado de la orilla opuesta. Solo tendríamos un instante para levantarnos y hacernos ver. Después de ese momento, la barca pasaría y desapareceríamos del campo visual de sus ocupantes.

Lucho se colgó de mí. Le tomé la mano. Nos levantamos juntos, gritando a todo pulmón y agitando los brazos en el aire con fuerza.

Al otro lado del río la embarcación se detuvo, maniobró con rapidez para apuntar la proa hacia nosotros, y volvió a arrancar en nuestra dirección.

—¡Nos vieron! —gritó Lucho, loco de alegría.

—Sí, nos vieron —repetí yo al descubrir, horrorizada, que las primeras caras bajo las gorras blancas eran las de Ángel, Tigre y Oswald.

64
EL FINAL DEL SUEÑO

Se acercaron a nosotros como una serpiente a su presa, hendiendo el agua, fija la mirada, saboreando el pavor que nos causaban. Todos tenían el rostro oscuro, violáceo, de un tono que nunca antes les había visto, y bolsas bajo sus ojos enrojecidos que acentuaban su aspecto maléfico. «¡Dios mío!», me persigné inmóvil. El cuerpo se me tensó. La visión de aquellos hombres me obligó a apretar los dientes. Era preciso asumir y encarar. Me volví hacia Lucho: «No te preocupes», murmuré. «Todo va a salir bien».

Hubiera podido sentir rabia conmigo misma. Hubiera podido acusar al cielo de no habernos protegido. Pero nada de eso encontraba lugar en mi mente. Toda mi atención estaba puesta en estos hombres y su odio. Tenía ante mis ojos la encarnación de la maldad. Mamá decía: «Las personas llevan puesta la cara de su alma». Había en aquella embarcación, bajo las máscaras de los rasgos que me resultaban familiares, ojos enloquecidos de soberbia y de ira, como poseídos por el demonio.

—Funcionó el truco de las gorras blancas —soltó Oswald, con perfidia. Se echó el Galil al hombro para que yo pudiera verlo.

—¡Se demoraron mucho en llegar! —dije yo, como para mostrar aplomo.

—¡Cierre la jeta! ¡Cojan sus vainas y móntense! —aulló Erminson, un guerrillero viejo que quería trepar en la jerarquía.

Agregó entre dientes: «¡Apúrele si no quiere que la suba de las mechas!», y se rio. Me miró de reojo acechando mi sorpresa. No esperaba algo así de él. Hasta entonces siempre había dado muestras de gran cortesía. ¿Cómo podía un corazón como el suyo caer en semejante vileza?

Lucho fue a recoger nuestras cosas. Hubiera preferido que las dejara. Con las timbas y morrales, sabrían que habíamos bajado el río a nado y no quería darles ningún tipo de información.

Cuando puse el pie en la canoa, encontrando difícilmente el equilibrio ante los ojos de nuestros secuestradores, recordé la advertencia de la vidente, años atrás. Me senté hacia la proa con unas ganas locas de lanzarme al agua y burlar al destino. A mi lado, Lucho estaba desesperado y se cogía la cabeza entre las manos. Me oí decir: «María, ayúdame a entender».

No reconocí el río por el que habíamos bajado. Detrás de mí los tipos intercambiaban chistes, y sus carcajadas me herían. Tuve la sensación de que el camino de regreso había sido excesivamente corto, hundida como iba en mis reflexiones sobre lo que nos esperaba.

—Nos van a matar —me dijo Lucho, sin alientos.

—Desafortunadamente no tendremos tanta suerte.

Se puso a llover. Nos metimos debajo de un plástico. Allí, a salvo de sus miradas, Lucho y yo nos pusimos de acuerdo. Había que callarlo todo.

En el embarcadero, con los brazos cruzados sosteniendo su AK-47, Enrique nos esperaba inmóvil. Nos vio desembarcar con sus ojitos fijos y los labios apretados. Dio media vuelta y se alejó. Sobre la pasarela de madera recibí entre los omóplatos el primer culatazo, que me mandó hacia adelante. Me negué a acelerar el paso.

La cárcel surgió entre los árboles. El nuevo muro de alambre de púas se elevaba por encima de los tres metros. Mis compañeros parecían acostumbrados. «Como en un zoológico», pensé al ver a uno examinar el cráneo de otro para despulgarlo. Una puerta de gallinero se abrió ante mí, y un segundo culatazo me hizo aterrizar en medio de la cárcel.

Pinchao vino corriendo a abrazarme:

—¡Creía que ya estaban en Bogotá! He contado las horas desde que se fueron. ¡Estaba contentísimo de que se hubieran abierto del parche! —luego, en tono de reproche, añadió—: Algunos aquí están felices de que los hayan vuelto a agarrar.

No deseaba escucharlo. Había fracasado. Ya era lo suficientemente difícil así. El espejo que éramos los unos para los otros era demasiado inmediato y próximo para ser fácilmente soportable. Lo entendía y no les guardaba rencor. La frustración de estar preso era aún más agobiante cuando otros lograban la hazaña que todos habían soñado. Sentí una ternura inconfesada por estos muchachos que acumulaban años de cautiverio y que encontraban consuelo al vernos regresar, como si el hecho pudiera aliviar su suplicio.

Yo también sentí alegría de volverlos a ver. Todos querían contarnos lo que había pasado desde la noche de nuestra fuga, y sus palabras nos ayudaron a aceptar la derrota.

La puerta de la cárcel se abrió de golpe. Apareció una escuadra de hombres en uniforme. Se lanzaron sobre Lucho y le ataron una cadena gruesa alrededor del cuello, cerrada con un pesado candado que le colgaba sobre el pecho.

—¡Marulanda! —gritó uno de ellos.

El sargento se levantó, receloso. El otro extremo de la cadena de Lucho le fue atado al cuello. Lucho y él se miraron con resignación.

Los tipos se voltearon todos como un solo hombre hacia mí, caminando despacio como para rodearme.

Retrocedí, tratando de ganar tiempo para hacerlos entrar en razón. Pronto quedé acorralada contra la malla y las púas. Los hombres se abalanzaron sobre mí, torciéndome los brazos, mientras unas manos enceguecidas me jalaban el pelo hacia atrás y me enrollaban la cadena metálica alrededor del cuello. Luché salvajemente. Para nada, pues sabía de antemano que había perdido. Pero yo no estaba allí, en aquel lugar, en aquella hora. Estaba en otro tiempo, en otra parte, con otros hombres que me habían lastimado y que se les parecían, y luchaba contra ellos por nada y por todo.

El tiempo había dejado de ser lineal; se había vuelto permeable, con un sistema de vasos comunicantes. El pasado regresaba para ser revivido como proyección de lo que podría volver a ocurrir.

La cadena se me hizo pesada y me quemaba llevarla. Me recordaba demasiado cuan vulnerable era. Y de nuevo, como después de mi fuga sola de hacía años cerca de los pantanos, tuve la revelación de una fuerza de otra índole: la de soportar, en una confrontación que solo podía ser moral y que tenía que ver con mi idea del honor. Era una fuerza invisible, arraigada en un valor fútil y estorboso, pero cambiaba todo, pues me preservaba.

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