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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (75 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Podía morir, claro está, pero yo ya estaba en otra parte. Era una sobreviviente.

Cuando Enrique se marchó, estaba satisfecho y yo también. Escribiría una carta para Mamá. Creé un vacío a mi alrededor. Sabía que sólo tendría ese día para escribir. Puse las hojas de papel que Consolación me había traído afanosamente delante de mí, sobre la tablita que iba a servirme de escritorio. Quería que mis palabras hicieran viajar a Mamá hasta donde yo me encontraba, que me sintiera y respirara. Quería decirle que la oía, pues ella lo ignoraba. Y quería que mis hijos me hablaran. Finalmente, quería que estuvieran preparados tal como lo estaba yo. Quería devolverles su libertad y darles alas para la vida.

Tenía poco tiempo para reconectarme con una comunicación que llevaba seis años cortada. Sólo podía permitirme lo esencial. Pero sabía que me hallarían en cada palabra, en todos nuestros códigos de amor, y que podrían sentir el olor de mi piel en los trazos de mi escritura y el sonido de mi voz en el ritmo de mis frases.

Fue un monólogo ininterrumpido de ocho horas. Los guardias no se atrevieron a molestarme, y el plato estuvo vacío a mi lado durante todo el día. Mi mano me arrastró sobre miles de palabras a velocidad de relámpago, siguiendo a mi pensamiento que había volado a millares de kilómetros.

Cuando Enrique volvió a aparecer para recoger la carta, no había terminado la extensa lista de mis mensajes de cariño. Tuvo que irse nuevamente, refunfuñando de impaciencia, pero me dio una hora adicional para que pudiera despedirme. Fue un desgarramiento. Acababa de pasar un día con mis seres queridos y no me quería separar de ellos.

Regresó en el momento en que yo firmaba y tomó la carta con una impaciente codicia que me chocó: ¡Me sentía desnuda en esas cuartillas que se echaba al bolsillo! Lamenté no haber fabricado un sobre.

—¡Se ve regia! —me dijo.

Se burlaba de mí. No le paré más bolas: estaba cansada, quería meterme bajo el toldillo.

—Espere, no hemos terminado. Tengo que filmarla.

—No quiero que me filme —dije, sorprendida y hastiada. Habíamos convenido que escribiría una carta y punto.

—Los comandantes aceptan la carta pero también quieren las imágenes.

Sacó su cámara digital y la apuntó sobre mí. El botón rojo se encendió y luego volvió a apagarse.

—A ver, diga algo. Un saludito a su mamá.

El botón rojo se encendió definitivamente. Su prueba de supervivencia era otra violación. La carta nunca llegaría a manos de Mamá. Me quedé tiesa en mi banco: «Señor, sabes que esta prueba de vida existirá contra mi voluntad. Que se haga Tu voluntad», rogué en silencio, tragándome las lágrimas. No, no quería que mis hijos me vieran así.

Antes de marcharse, Enrique dejó mi cuaderno —el que me habían quitado en la última requisa— sobre la mesa. Ni siquiera tuve fuerzas de alegrarme.

Tres semanas más tarde, me sorprendí cuando la radio anunció que Chávez no le había entregado las pruebas de supervivencia a Sarkozy. ¿Acaso el Mono Jojoy estaba haciendo de las suyas? ¿Quería hacer fracasar una mediación en la que yo había empezado a creer a pesar de mí misma? Sarkozy convirtió el tema de los rehenes colombianos en un reto mundial. Desde su elección trabajó incansablemente para adelantar conversaciones con las Farc. Si Marulanda había anunciado pruebas de supervivencia, si éstas habían sido recogidas a tiempo, ¿por qué no le habían llegado a Chávez? ¿Había acaso una guerra soterrada al interior de las Farc, entre un ala guerrerista y otra más política?

Willy habló conmigo del tema largamente. Yo sabía que esa era su táctica para obligarme a reconectarme con los asuntos del mundo. Mostró una constancia a toda prueba, siguiendo mi recuperación hora tras hora. Logró que la guerrilla me enviara unas tabletas reconstituyentes y se trasladó cerca de mí para estar seguro de que me las tragara cuando llegaban las comidas.

Pero era sobre todo de mis hijos y de Mamá que hablábamos. Llegaba todos los días a preguntarme si efectivamente había escuchado los mensajes y le agradecí que me los repitiera porque me gustaba hablar de ellos.

—¿Y a ti por qué no te llegan mensajes?

—A mi mamá le queda difícil, trabaja a toda hora.

Se encerraba como una ostra y evitaba cualquier tema que tuviera que ver con él. Sin embargo, cierto día se sentó cerca de mí con la intención de hablar también de su mundo perdido.

Quise saber más acerca de su padre. No accedió. A modo de disculpa, me dijo al cabo:

—Es algo que me duele mucho. Pienso que todavía le tengo algo de resentimiento, pero cada vez es menos cierto. Me encantaría estrecharlo entre mis brazos y decirle que lo amo.

Al día siguiente, en el programa de radio, su madre le envió un mensaje. Pegué un brinco cuando la anunciaron, sabiendo la felicidad que le daría oírla, y presté atención.

Era la voz de una mujer muy triste, que llevaba sobre los hombros una carga demasiado pesada.

—Hijo, —le dijo— tu papá murió, reza por él.

Willy vino como todos los días. Permanecimos lado a lado en silencio por largo rato. No había nada que decir. No me atreví siquiera a mirarlo para que no se avergonzara de sus lágrimas. Al fin, muy pasito, rogué:

—Háblame de él.

Dejamos el campamento poco después. Yo no era capaz de cargar mi morral. Repartieron mis cosas entre los guerrilleros. Sabía que no recuperaría ni la mitad de ellas. Me importaba muy poco. Llevaba mi Biblia y mis cartas conmigo.

Fue entonces cuando la radio anunció que el ejército había incautado los videos que unos milicianos escondían en un barrio del sur de Bogotá. Se trataba de las pruebas de supervivencia que Chávez no había llegado a recibir. Su mediación acababa de ser suspendida luego de una virulenta confrontación con Uribe. Mamá lloraba en la radio. Sabía que había una carta que yo le había dirigido y cuyos extractos acababa de publicar la prensa pero que las autoridades se negaban a entregarle. Las imágenes grabadas por Enrique también habían sido incautadas.

Supe que Lucho y Marc habían tenido el mismo comportamiento que yo, negándose a hablar frente a la cámara de Enrique. Marc también le había escrito a Marulanda una carta que fue encontrada con la prueba de supervivencia. Había pedido que nos reunieran a los dos. Sin saberlo, habíamos dado la misma batalla. Sentí una gran paz. Estábamos juntos por el mismo gesto de protesta, unidos contra todas las fuerzas que habían querido aniquilar nuestra amistad.

Algo había ocurrido con el descubrimiento de esas pruebas de supervivencia que revelaban nuestro estado mental y físico. Por primera vez desde hacía años, los corazones habían cambiado. Los testimonios de compasión y solidaridad se multiplicaban por doquier.

El presidente Sarkozy envió un duro mensaje televisado a Manuel Marulanda: «Una mujer en peligro de muerte debe ser salvada (…). Usted tiene una gran responsabilidad, le pido que la asuma», declaró.

«Es el fin de la pesadilla», pensé. Me dormí feliz, como si la desdicha no pudiera tocarme más. Las palabras, las de los demás, me habían curado. Al día siguiente, por primera vez en seis meses, me dio hambre.

Era el 8 de diciembre, la fiesta de la Virgen. Sentí la imperiosa necesidad de escuchar la música de afuera. De nuevo tuve ganas de vivir. Por casualidad tuve el placer de escuchar un reestreno de las mejores canciones de Led Zeppelin y lloré agradecida. Stairway to Heaven era mi himno a la vida. Oírla me recordó que estaba hecha para ser feliz. En mi entorno, de adolescente, cuando alguien me quería complacer me regalaba uno de sus discos. Llegué a tenerlos todos y eran mi tesoro en la época en que la música se oía en vinilo.

Sabía que entre fans era mal visto adorar Stairway to Heaven. Se había popularizado demasiado. Los verdaderos conocedores no podían compartir los gustos de la masa. Pero nunca renegué mis primeros amores. Desde que tenía catorce años estaba convencida de que esa canción había sido escrita para mí. Cuando volví a escucharla en esa selva impenetrable, lloré al redescubrir la promesa que me habían hecho en ella desde hacía tantos años:

And a new day will dawn

For those who stand long,

And the forest will echo with laughter.

«Y amanecerá un nuevo día para quienes hace tanto esperan, y resonará la risa en los bosques».

Nuestro nuevo campamento era provisional. Chiqui nos había avisado que marcharíamos nuevamente en Año Nuevo. Desde la mañana hubo trajín en el campamento, pero evidentemente no se trataba de una nueva partida: las carpas de los guerrilleros seguían armadas.

Hacia las once, las muchachas hicieron su aparición. Traían platos de cartón llenos de arroz con pollo, bellamente decorados con mayonesa y salsa de tomate. Jamás había visto algo semejante desde el comienzo de mi cautiverio. Luego, en pleno centro de una mesa que habían construido la víspera, pusieron sobre hojas de plátano un enorme pescado cocido. Miré totalmente desconcertada ese despliegue de vituallas.

Las guerrilleras me llamaron y se me acercaron con bolsas llenas de regalos. Mis compañeros daban gritos de alegría ante la inesperada Navidad. Me invadió una inmensa inquietud. Instintivamente barrí los alrededores con los ojos al ver que las guerrilleras venían a abrazarme, sabiendo que algo así no podía ser gratuito. Entonces lo vi, camuflado entre la maleza. De nuevo lo delató el botoncito rojo. Enrique estaba de pie, filmándonos a escondidas, armado con su camarita digital. Di media vuelta y fui a refugiarme debajo del toldillo, negándome a abrir el paquete que las chicas, resignadas, terminaron poniendo en un rincón de mi caleta.

78
LA LIBERACIÓN DE LUCHO

Furiosa, encendí mi radio para sustraerme a la vergonzosa puesta en escena preparada por Enrique. Estaba convencida de que las nuevas tomas de Enrique sólo tenían el propósito de mejorar la imagen de las Farc, fuertemente deteriorada por el descubrimiento de nuestras pruebas de supervivencia. Las fotos, donde nos veíamos esqueléticos y harapientos, les habían dado mala prensa. Estaba pensando en eso cuando la voz del periodista me hizo aterrizar de golpe en el presente: «Las Farc anuncian la liberación de tres rehenes». Consuelo, Clara y Emmanuel serían liberados. Salté de mi hamaca y corrí hacia mis compañeros. La noticia fue recibida con abrazos y sonrisas. Armando se acercó, presumiendo: «¡Nosotros seremos los próximos!». Me inundó una ola de bienestar. «Es el comienzo del fin», pensé, imaginando la alegría de Clara y de Consuelo. Entre prisioneros siempre manejamos una tesis: si alguno de nosotros salía, seguirían los demás.

Pinchao había abierto el camino. Su éxito repercutió en cada uno de nosotros como una señal. Nuestro turno debía estar cercano.

Al día siguiente volvimos a bajar por el río. Montaron un campamento improvisado, con las carpas en racimos anunciando el comienzo de la marcha. Unos guerrilleros que no había visto desde hacía mucho tiempo atravesaron nuestro alojamiento llevando leña gruesa al hombro.

—Mira —me dijo William—, son los guardias del otro grupo. Deben estar aquí no más.

Llegó la Navidad con la esperanza de cruzarnos con ellos. El día había estado caliente. Regresábamos del baño, trepando el empinado barranco de la orilla agarrados a las raíces de los árboles, cuando un diluvio sacudió la selva y nos tomó por asalto antes que hubiéramos llegado a las caletas. El viento furioso arrancó todo y la lluvia, azotando al sesgo, empapó nuestras pertenencias. Casi olvidé mi cumpleaños. Pasé la noche imaginando lo que sus hijos estarían haciendo. Escuché su mensaje, enviado en compañía de su papá, deseándome un feliz cumpleaños.

Me sentí en paz al saber que estaban todos juntos. Sabía que habían leído mi carta y sentí que algo fundamental se había llevado a término. Habían oído mi voz interior. En sus palabras había alegría y esperanza. Las heridas comenzaban a sanar.

También sentí que las alas de Sébastien, de Melanie y de Lorenzo crecían en la certeza de mi amor. Mamá y Astrid eran, ambas, fuertes como rocas y me daban valor a través de la tenacidad de su fe. Astrid me repetía: «Como decía Papá: armas a discreción, paso de vencedores»», y con eso ella sabía que hacía maravillas en mí. Me divertí pensando que si Fabrice hubiera estado allí conmigo, me habría cargado el morral y tomado de la mano sin soltarme.

Al día siguiente de la Navidad de 2007 reemprendimos la marcha. No llevaba prácticamente nada en el morral pero me sorprendió la debilidad de mis piernas. Mis músculos se habían derretido y temblaba a cada paso.

Willy estuvo muy pendiente de mí desde el principio. Me ayudó a doblar la carpa, a cerrar el equipo. Me abotonó la chaqueta hasta el cuello, me encasquetó el sombrero hasta las orejas, me calzó los guantes y me puso una botella de agua en la mano.

—Bebe todo lo que puedas —me ordenó en su tono de médico.

Salió con el grupo, detrás de mí, pero llegó de primero al emplazamiento del nuevo campamento.

Cuando arribé, me tenía todo listo. Había recobrado las cosas que unos y otros llevaban por mí, me había armado la carpa y guindado la hamaca. Llegué, muy cansada, al filo de la noche.

Dormí con un solo ojo, inquieta con la idea de la marcha del día siguiente, y organicé mis chécheres antes del llamado de los guardias para estar desocupada cuando Mamá saliera al aire.

Mi hermana acudió a la cita. Me gustaban los mensajes de Astrid. Su criterio, como el de Papá, siempre era perspicaz. «Hace años que no tiene Navidad, ni Año Nuevo, ni cumpleaños», pensé, con un nudo en el pecho. Ella y Mamá le habían pedido al presidente Uribe que aceptara que Chávez volviera a mediar con las Farc.

Armando también había escuchado su mensaje, así como el de su mamá que lo llamaba todos los días.

—Están optimistas. ¡Espere y verá, nosotros somos los próximos!

Lo abracé con nostalgia. Ya no estaba tan segura.

El 31 de diciembre se suspendió la marcha. El Año Nuevo era la única fiesta que se permitían las Farc.

Llegamos a un lugar maravilloso, con un torrente de agua cristalina que serpenteaba apaciblemente entre árboles inmensos. Estábamos a una jornada del otro grupo. Mis compañeros encontraron unas cosas de Lucho, de Marc y de Bermeo en los espacios que íbamos a reutilizar para montar nuestras carpas y hamacas. William estaba contento: Monster le había dado un sitio bueno para armar la caleta al borde de la quebrada. Vine a verlo, indecisa. Sabía que no le gustaba mucho participar en los ritos que nos conectaban con el mundo exterior.

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