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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (26 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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Tomé el auricular.

—Aquí es la vicaría —dije—. ¿Quién llama?

Una voz extraña e histérica llegó hasta mi oído por el hilo.


Quiero confesar
—decía—.
Dios mío, quiero confesar
.

—¡Hola! —dije—. ¡Hola! Oiga, me ha cortado la comunicación. ¿Qué número ha llamado?

Una voz lánguida repuso que lo ignoraba, añadiendo que sentía me hubiese molestado.

Colgué y me volví hacia Melchett.

—En una ocasión dijo que se volvería loco si alguien más se acusara del crimen —observé.

—¿Por qué dice esto?

—Quien ha llamado decía que quería confesar… Y la central ha cortado la comunicación.

Melchett se levantó y descolgó el auricular.

—Yo les hablaré.

—Quizá a usted le hagan caso —dije—. Yo voy a salir. Me parece haber reconocido la voz.

C
APÍTULO
XXVIII

M
E apresuré por la calle del pueblo. Eran las once y a esa hora, en domingo por la noche, St. Mary Mead parece muerto. Sin embargo, vi luz en una ventana de un primer piso, y suponiendo que Hawes estaba aún levantado, me detuve y llamé a la puerta.

Después de lo que pareció un tiempo interminable, mistress Sadler, la patrona de Hawes, descorrió ruidosamente dos cerrojos, quitó la cadena, dio la vuelta a la llave y me miró sospechosamente.

—¡Es el vicario! —exclamó.

—Buenas noches —dije—. Quiero ver a míster Hawes. Hay luz en su ventana, por lo que debe estar todavía levantado.

—Quizá sí. No lo he visto desde que le subí la cena. Ha pasado una noche tranquila. Nadie ha venido a verle, y no ha salido.

Asentí y me dirigí rápidamente hacia las escaleras. Hawes tiene un dormitorio y un saloncito en el primer piso.

Hawes estaba dormido, echado en un sillón. Mi entrada no le despertó. Tenía al lado una caja vacía de sellos medicinales y un vaso medio lleno de agua.

En el suelo, junto al pie izquierdo, había una arrugada nota de papel con algo escrito en ella. La recogí y la alisé.

Empezaba: «
Mi querido Clement…
»

La leí, lancé una exclamación y la guardé en el bolsillo. Entonces me incliné sobre Hawes y le examiné cuidadosamente.

Después descolgué el teléfono que estaba junto a su oído y llamé a la vicaría. Melchett debía estar aún tratando de localizar la llamada, pues la central me dijo que el número comunicaba. Les pedí que me llamaran cuando se desocupara y colgué.

Llevé la mano al bolsillo para examinar una vez más el papel que había recogido del suelo, y con él saqué la nota que encontré en el buzón de la vicaría, y que aún no había abierto.

Su aspecto me resultó terriblemente conocido. La escritura era enteramente igual a la del anónimo recibido aquella tarde.

La leí una o dos veces sin acabar de comprender su significado.

Empezaba a leerla por tercera vez cuando sonó el teléfono. Como en sueños levanté del soporte el auricular y hablé.

—Diga.

—Oiga.

—¿Es usted, Melchett?

—Sí. ¿Dónde está usted? He localizado aquella llamada. El número es…

—Ya conozco el número.

—¡Magnífico! ¿Me habla usted desde él?

—Sí.

—¿Qué hay de esa confesión?

—Ya la tengo.

—¿Quiere usted decir que tiene al asesino?

Tuve entonces la mayor tentación de mi vida. Miré a Hawes, la arrugada nota y la carta anónima. También posé la mirada en la vacía caja de sellos medicinales. Recordé una conversación casual.

Hice un intenso esfuerzo.

—Yo… no lo sé —dije—. Será mejor que venga usted en seguida.

Y le di la dirección.

Entonces tomé asiento en la silla, frente a Hawes y medité.

Tenía dos minutos para ello. Transcurrido aquel tiempo, Melchett llegaría.

Leí el anónimo por tercera vez.

Entonces cerré los ojos y pensé…

C
APÍTULO
XXIX

I
GNORO cuánto tiempo permanecí sentado. Supongo que, en realidad, sólo serían unos minutos. Sin embargo, pareció haber transcurrido una eternidad cuando oí abrirse la puerta y, volviendo la cabeza, vi a Melchett entrando en la habitación.

Miró a Hawes dormido en el sillón y se volvió hacia mí, inquiriendo con vivo interés:

—¿Qué es eso, Clement? ¿Qué significa?

De las dos cartas que tenía en la mano elegí una y se la entregué. La leyó en voz alta:

«Mi querido Clement:

Lo que tengo que decirle es bastante desagradable. Después de todo prefiero escribirlo. Podemos hablar de ello en otro momento. Se refiere a las recientes desapariciones de dinero. Siento tener que decirle que estoy perfectamente seguro de conocer la identidad del culpable. Por doloroso que sea para mí tener que acusar a un pastor de nuestra iglesia, no tengo más remedio que hacerlo. Debe hacerse un escarmiento y…»

Me miró interrogativamente. En aquel punto la escritura se convertía en un garabato indescifrable, originando por la llegada de la muerte, que paralizó la mano que escribía.

Melchett respiró profundamente y miró a Hawes.

—Conque ésa es la solución. El único hombre en quien jamás pensamos. El remordimiento le ha obligado a confesar.

—Su comportamiento era bastante raro en estos días —admití.

Súbitamente Melchett se dirigió hacia el durmiente, con una aguda exclamación. Le cogió de los hombros y lo sacudió, primero con suavidad y después con violencia.

—¡No está dormido! ¿Qué significa esto?

Sus ojos se posaron en la vacía caja de sellos. La cogió en sus manos.

—¿Ha…?

—Creo que sí —dije—. El otro día me lo mostró y me dijo que se le había encargado que tuviese cuidado de no tomar una dosis excesiva. Es su manera de huir, pobre diablo. Quizá sea el mejor camino. No somos nosotros quienes debemos juzgarle.

Pero Melchett, ante todo, era el jefe de policía del condado. Los argumentos que me convencieron no causaron mella en él. Había apresado a un asesino y debía procurar que fuese ahorcado.

Cogió el teléfono. Pidió el número de Haydock. Durante el momento que siguió permaneció con la oreja pegada al auricular y el ojo puesto en Hawes.

—¡Hola, hola! ¿Es la casa del doctor Haydock? Dígale que vaya en seguida al domicilio de míster Hawes, en High Street. Es urgente… ¿Qué…? ¿Qué número es, pues? Oh, lo siento.

Colgó con irritación.

—¡Número equivocado, número equivocado! Y la vida de un hombre depende de ello. ¡Oiga! Me ha dado un número equivocado. Sí. No pierda tiempo. Déme el tres, nueve…, nueve y no cinco.

La espera fue más corta esta vez.

—¡Hola! ¿Es usted, Haydock? Habla Melchett. Venga en seguida al número diecinueve de High Street. Hawes ha tomado algo en dosis excesiva. Dése prisa, pues parece cuestión de vida o muerte.

Colgó y dio unos pasos impaciente por la habitación.

—No puedo imaginar por qué no llamó usted inmediatamente al doctor, Clement.

Afortunadamente, jamás se le ocurre a Melchett que uno pueda tener ideas distintas a las suyas. No le contesté y él prosiguió:

—¿Dónde encontró usted esta carta?

—Arrugada en el suelo, cerca de su mano, de la que debe haber caído.

—Es extraordinario. Esa vieja solterona tenía razón al creer que la nota que encontramos no era la verdadera. ¡Sabe Dios cómo se le habrá ocurrido! Pero qué tonto fue este individuo al no destruirla. Es curioso que conservara la peor prueba que puede existir contra él.

—La naturaleza humana está llena de extraños contrasentidos.

—Si no fuera así, dudo que jamás apresáramos algún asesino. Tarde o temprano cometen alguna estupidez. Tiene usted muy mal aspecto, Clement. Supongo que éste debe ser el choque más fuerte que jamás haya sufrido.

—Lo es. Como le dije, Hawes se ha comportado en forma rara en estos últimos tiempos, pero jamás hubiese imaginado…

—¿Quién lo hubiera creído? Parece que llega un coche —se dirigió a la ventana y apartó los visillos—. Sí, es Haydock.

Un instante después el médico entraba en la habitación.

Melchett le explicó la situación en breves palabras. Haydock enarcó las cejas, asintió y se dirigió al paciente. Le tomó el pulso, levantó uno de sus párpados y examinó atentamente la pupila del ojo. Entonces se volvió a Melchett.

—¿Quiere salvarle para llevarle a la horca? —preguntó—. Ya está casi muerto. Dudo que pueda revivirle.

—Haga cuanto sea posible.

—Bien.

Buscó en el maletín que trajo consigo, y sacó una jeringuilla hipodérmica con la que inyectó algo en el brazo de Hawes. A continuación, pausadamente, se puso en pie.

—Lo mejor es llevarle al hospital de Much Benham. Ayúdenme a bajarle hasta el coche.

Lo bajamos entre los tres. Mientras tomaba asiento detrás del volante, Haydock habló a Melchett.

—No podrá usted colgarle —dijo.

—¿Cree que no recobrará el sentido?

—No lo sé, pero no es a eso a lo que me refiero. Quiero decir que aunque se salve no irá al patíbulo. Ese hombre no era responsable de sus acciones. Yo declararé en tal sentido.

—¿Qué habrá querido decir con esto? —me preguntó Melchett mientras volvíamos a subir las escaleras.

Le expliqué que Hawes había padecido encefalitis letárgica.

—¿La enfermedad del sueño? Hoy día siempre se encuentra alguna razón para justificar toda mala acción, ¿no lo cree usted así?

—La ciencia nos está enseñando muchas cosas.

—¡Al diablo la ciencia! Oh, perdón, Clement; pero toda esta palabrería me molesta en extremo. Bien, supongo que debemos dar un vistazo por aquí.

Pero en aquel momento se produjo la más inesperada interrupción. Se abrió la puerta y miss Marple entró en la habitación.

—Siento mucho molestar, lo siento mucho. Buenas noches, coronel Melchett. Como digo, siento molestarles, pero cuando supe que míster Hawes estaba enfermo, creí que mi deber era venir por si podía ser de alguna utilidad.

Hizo una pausa. El coronel Melchett la estaba mirando con el disgusto pintado en el rostro.

—Es usted muy amable, miss Marple —dijo secamente—; pero no debía haberse molestado. A propósito, ¿cómo se enteró de la enfermedad?

Era la pregunta que yo mismo estaba deseando hacer.

—El teléfono —explico miss Marple—. Tienen muy poco cuidado y suelen equivocarse de número. Usted habló conmigo, creyendo que era el doctor Haydock. Mi número es el tres cinco.

—¡Conque ha sido eso! —exclamé.

Siempre existe una explicación para la omnisciencia de miss Marple.

—Por tanto —prosiguió— vine para prestar ayuda.

—Es usted muy amable —repitió Melchett, incluso más secamente esta vez—. Nada puede hacerse. Haydock le ha llevado al hospital.

—¿Al hospital? ¡Oh, me siento muy aliviada! Me complace mucho oírle decir esto. Estará a salvo allí. Cuando dice que «nada puede hacerse», supongo que no querrá usted significar que no tiene salvación, ¿verdad?

—Es muy dudoso que salga con vida.

La mirada de miss Marple se dirigió a la caja de sellos.

—¿Ha tomado una dosis excesiva acaso?

Creo que Melchett estaba dispuesto a no complacer la curiosidad de miss Marple. Quizá en otras circunstancias yo hubiera sido de la misma opinión, pero la discusión del caso con miss Marple era demasiado reciente para pensar de aquella manera, aunque debo admitir que su rápida aparición me asombró ligeramente.

—Eche una ojeada a esto —dije entregándole la nota de Protheroe.

La cogió y la leyó sin aparentar sorpresa alguna.

—Supongo que ya habría usted deducido algo por el estilo, ¿no es verdad?

—Sí, sí, ciertamente. ¿Puedo preguntarle, míster Clement, qué le ha hecho venir aquí esta noche? Es algo que me intriga. Usted y el coronel Melchett… No es lo que había esperado.

Le hablé de la llamada telefónica diciendo que me pareció reconocer la voz inconfundible de Hawes. Miss Marple asintió.

—Muy interesante y providencial si puedo emplear esta palabra. Sí, la llamada le trajo aquí en el momento preciso.

—¿En el momento preciso para qué? —pregunté amargamente.

Miss Marple pareció sorprendida.

—Para salvar la vida de míster Hawes, desde luego.

—¿No cree usted que sería preferible que Hawes no se salvara? Mejor para él y para todos. Ahora sabemos la verdad y…

Callé, pues miss Marple estaba moviendo la cabeza con tanta vehemencia que me impulsó a no seguir hablando.

—Desde luego —dijo—. Desde luego. Eso es lo que él quiere hacerles pensar: que conocen ustedes la verdad y que es preferible no seguir removiendo el asunto. ¡Oh, sí! Todo encaja: la carta, la dosis excesiva de sellos, el mal estado mental del pobre míster Hawes y su confesión. Todo encaja…
pero no es así
.

La miramos asombrados.

—Por eso me alegra saber que míster Hawes está a salvo en el hospital, donde nadie puede hacerle daño alguno. Si recobra la salud les contará la verdad.

—¿La verdad?

—Sí. Que jamás tocó un cabello de Protheroe.

—Pero la llamada telefónica —dije—, la carta, la dosis excesiva. Todo está tan claro y…

—Esto es lo que él quiere que ustedes crean. ¡Oh, es muy inteligente! Fue muy ingenioso conservar la carta y hacer uso de ella de esta manera…

—¿A quién se refiere usted cuando dice «él»? —pregunté.

—Al asesino —dijo miss Marple.

Y muy quedamente añadió:

—A míster Lawrence Redding…

C
APÍTULO
XXX

L
A miramos con asombro. Creo realmente que durante un momento supusimos que su cabeza no marchaba bien, tan carente de sentido parecía la acusación.

El coronel Melchett fue el primero en hablar; lo hizo amablemente y con suave tolerancia.

—Eso es absurdo, miss Marple —dijo—. El joven Redding está libre de toda sospecha.

—Naturalmente —asintió miss Marple—. Él mismo se encargó de que así fuera.

—Por el contrario —repuso el coronel Melchett secamente—, hizo cuanto pudo para ser acusado del asesinato.

—Sí —afirmó miss Marple—. Nos engañó a todos con su proceder. Incluso a mí. Recuerde, míster Clement, que me quedé muy sorprendida al saber que míster Redding había confesado ser el autor del crimen. Desbarató todas mis suposiciones y me obligó a creerle inocente, cuando hasta aquel momento le suponía culpable.

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