—¿Le dijo usted todo esto, doctor?
—Naturalmente. Él parecía mucho más afectado de lo que es habitual en otros pacientes, y tenía derecho a toda la información que pudiera darle.
—Desde luego.
Apaciguado, el médico prosiguió:
—Otra de las posibilidades que apunté fue la de los antibióticos. Pareció muy interesado, por lo que le expliqué que las dosis hubieran tenido que ser muy fuertes.
—¿Antibióticos?
—Sí. Uno de los efectos secundarios, no muy frecuente pero posible, es que pueden atacar el nervio auditivo. Pero, como le digo, la dosis tiene que ser masiva. Le pregunté si los tomaba, y me dijo que no. Así pues, excluidas todas estas posibilidades, sólo cabía atribuirlo a la edad. Como médico, no me satisfacía la explicación, ni me satisface. —Miró el calendario de sobremesa—. Si pudiera examinarlo ahora, con el tiempo transcurrido, por lo menos sería posible calibrar el deterioro. De haber continuado al ritmo que observé en el segundo reconocimiento, ahora la sordera sería casi total. A menos que me hubiera equivocado, desde luego, y se tratara de una infección que no vi y que no se apreciaba en las pruebas que le hice. —Cerró la carpeta—. ¿Existe la posibilidad de que venga a hacerse otro reconocimiento?
—Ese hombre ha muerto —dijo Brunetti llanamente.
No se advirtió nada en los ojos del médico.
—¿Podría decirme la causa de la muerte? —preguntó y se apresuró a explicar-: Me gustaría conocerla, por si había algún tipo de infección que no supe detectar.
—Fue envenenado.
—Envenenado —repitió el médico, y agregó-: Ya entiendo, ya entiendo. —Meditó un momento y preguntó con una inseguridad insólita, reconociendo que la ventaja estaba ahora de parte de Brunetti—. ¿Podría decirme con qué veneno?
—Cianuro.
—Oh. —Parecía decepcionado.
—¿Es importante, doctor?
—Con arsénico, hubiera habido una pérdida de oído como la que él parecía sufrir. Pero con cianuro, no. No, desde luego. —Con gesto pensativo, abrió la carpeta, hizo una breve anotación y trazó una gruesa línea horizontal debajo de lo que había escrito—. ¿Se hizo la autopsia? Creo que, en estos casos, es obligatorio.
—Sí.
—¿Alguna observación sobre el oído?
—No creo que se indagara de modo especial.
—Lástima —dijo el médico, pero enseguida rectificó—. Pero probablemente no se hubiera apreciado nada. —Cerró los ojos, y a Brunetti le pareció verle repasar mentalmente libros de texto, deteniéndose aquí y allá a leer un pasaje con atención especial. Finalmente, abrió los ojos y miró al comisario—. No; no se hubiera apreciado nada.
Brunetti se levantó.
—Si tiene la amabilidad de decir a su enfermera que me dé una copia del expediente, no le robaré más tiempo, doctor.
—Sí, por supuesto —dijo el médico levantándose a su vez y siguiendo a Brunetti hasta la puerta. En la sala de espera dio la carpeta a la enfermera y le pidió que sacara una copia para el comisario, luego se volvió hacia una de las visitas que habían llegado mientras hablaba con Brunetti-:
Signora
Mosca, ya puede pasar. —Saludó a Brunetti con un movimiento de cabeza, entró en su despacho detrás de la mujer y cerró la puerta.
La enfermera volvió y entregó a Brunetti la copia del expediente, con el papel todavía caliente de la fotocopiadora. Él le dio las gracias y se fue. En el ascensor, que ahora recordó tomar, abrió la carpeta y leyó la última anotación: «Muerto de envenenamiento por cianuro. Resultado del tratamiento propuesto: desconocido.»
Brunetti ya estaba en casa antes de las ocho, pero no encontró a nadie. Paola había llevado a los niños al cine y le había dejado escrito que una mujer había llamado dos veces aquella tarde, pero no había dado su nombre. Miró en el frigorífico y sólo encontró salami, queso y una bolsa de aceitunas. Lo sacó todo, lo puso en la mesa, fue al armario y sacó una botella de vino tinto y un vaso. Se metió una aceituna en la boca, se sirvió vino y escupió el hueso en la mano. Buscó dónde ponerlo mientras comía la segunda. Y la tercera. Finalmente, echó los huesos a la basura, debajo del fregadero.
Cortó dos rebanadas de pan y se preparó un bocadillo de salami. En la mesa estaba el número de
Época
de aquella semana, que Paola debía de haber estado leyendo. Se sentó, abrió la revista y mordió el sándwich. Y sonó el teléfono.
Mientras masticaba, fue lentamente hacia la sala, con la esperanza de que el aparato dejara de sonar antes de que él llegara. A la séptima señal, descolgó y dio su nombre.
—Hola. Soy Brett —dijo rápidamente la mujer—. Perdone que le llame a su casa, pero me gustaría hablar con usted. Si es posible.
—¿Es importante? —preguntó Brunetti, sabiendo que tenía que serlo para que ella le llamara, pero con la esperanza de que no lo fuera.
—Sí. Se trata de Flavia. —También eso lo sabía—. Ha recibido una carta del abogado. —No hacía falta preguntar qué abogado—. Hemos hablado de la discusión que tuvo con él. —Este «él» tenía que ser Wellauer. Brunetti comprendía que ahora debía proponerle una entrevista, pero no le apetecía salir de casa—. Guido, ¿me oye? —Él percibía la tensión de su voz, a pesar de que ella se esforzaba por disimularla.
—Sí. ¿Dónde está?
—En casa. Pero aquí no podemos hablar. —Se le quebró la voz y, de pronto, él deseó hablar con ella.
—Brett, escuche. ¿Conoce el bar Giro, cerca de Santa Marina?
—Sí.
—La espero allí dentro de quince minutos.
—Gracias, Guido.
—Quince minutos —repitió él, y colgó. Escribió una nota para Paola, en la que le decía que había tenido que salir, comió el resto del sándwich y bajó la escalera.
El Giro era un local sombrío y lleno de humo, uno de los pocos bares de la ciudad que estaban abiertos después de las diez de la noche. Hacía pocos meses que había cambiado de dueño, y el nuevo había tratado de refinar el ambiente, con visillos blancos y música suave, pero no había conseguido más que hacerle perder su carácter de café de barrio, sin convertirlo en un bar de moda. No tenía clase ni gancho; sólo vino caro y humo.
La vio al entrar, sentada a una mesa del fondo, mirando a la puerta y siendo blanco de las miradas de los tres o cuatro jóvenes que bebían vasitos de vino tinto en la barra y hablaban en voz alta para impresionarla. Brunetti sintió sus miradas fijas en él mientras se acercaba a la mesa. La cálida sonrisa con que ella le recibió hizo que se alegrara de haber venido.
—Gracias —dijo la mujer simplemente.
—Hábleme de esa carta.
Ella se miró las manos, que descansaban sobre la mesa con las palmas hacia abajo, y así las mantuvo mientras hablaba.
—Es de un abogado de Milán, el mismo que representó al marido en los trámites del divorcio. Dice que ha recibido información de que Flavia lleva «una vida inmoral y antinatural», éstas son las palabras. Me ha enseñado la carta. «Una vida inmoral y antinatural.» —Le miró tratando de sonreír—. Supongo que por mi culpa. —Levantó una mano, para asir el vacío—. No puedo creerlo —dijo sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda—. Dice que van a presentar una querella y a pedir… exigirán que los hijos sean puestos bajo la custodia del padre. Es una notificación oficial de sus intenciones. —Calló y se cubrió los ojos con una mano—. Nos han advertido oficialmente. —Ahora bajó la mano a los labios, como para impedir que salieran las palabras—. No, no nos advierten a nosotras, sólo a Flavia. Sólo a ella le dicen que van a reabrir el proceso.
Brunetti intuyó la llegada de un camarero y lo ahuyentó con ademán de irritación. Cuando el hombre estuvo fuera del alcance de sus voces, preguntó:
—¿Qué más?
Ella lo intentaba, se veía que trataba de pronunciar las palabras, pero no podía. Levantó la mirada y le sonrió nerviosamente, lo mismo que Chiara cuando había hecho algo malo y tenía que decírselo.
Ella murmuró unas palabras y bajó la cabeza.
—¿Qué dice, Brett? No la oigo.
La mujer miraba la mesa.
—Tenía que contárselo a alguien. No tengo a nadie más.
—¿Nadie más? —Había pasado una gran parte de su vida en esta ciudad y no tenía a quien contarle esto, aparte del policía que debía esclarecer si amaba a una asesina—. ¿A nadie?
—No he hablado de Flavia con nadie —dijo ella, mirándole ahora a los ojos—. Ella decía que no quería habladurías, que eso podría perjudicarla en su carrera. Nunca he hablado con nadie de ella. De nosotras. —En aquel instante, Brunetti recordó lo que había contado Padovani de los primeros suspiros de amor de Paola por él, de cómo no sabía hablar de otra cosa con sus amigos. Y esta mujer había estado enamorada, de eso no cabía duda, enamorada, durante tres años, y no lo había dicho a nadie. Sólo a él. El policía.
—¿Se menciona su nombre en la carta?
Ella movió la cabeza negativamente.
—¿Y Flavia? ¿Qué ha dicho?
Brett se mordió los labios, levantó una mano y se señaló el pecho.
—¿Le echa la culpa?
Lo mismo que Chiara, ella asintió y se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz, retirándolo húmedo y reluciente. Él sacó el pañuelo y se lo dio. Ella lo tomó, pero no parecía saber qué hacer con él y se quedó con el pañuelo en la mano, mientras las lágrimas le resbalaban por la cara y la nariz le destilaba. Sintiéndose un poco ridículo pero recordando también que no en vano era padre, Brunetti le quitó el pañuelo y se lo arrimó a la cara. Ella tuvo un sobresalto, volvió a coger el pañuelo, se enjugó las lágrimas, se sonó y lo guardó en el bolsillo. Era el segundo pañuelo que el comisario perdía en una semana.
—Dice que yo tengo la culpa, que esto no hubiera ocurrido de no ser por mí. —Tenía la voz tensa y ronca. Hizo una mueca—. Lo peor es que tiene razón. Sé que en el fondo no es así, pero no puedo hacer nada para que no parezca verdad tal como ella lo dice.
—¿Menciona la carta de dónde procede la información?
—No. Pero tuvo que ser Wellauer.
—Eso sería muy bueno.
Ella le miró con sorpresa.
—¿Cómo puede ser bueno? El abogado dice que formularán una acusación. Que todo saldrá a la luz.
—Brett —dijo él con la voz bien templada—, piense con la cabeza. Si su testigo era Wellauer, tendría que declarar. Pero, aunque estuviera vivo, Wellauer nunca se involucraría en algo así. Es una simple amenaza.
—Pero si presentan cargos…
—Ese hombre sólo pretendía asustarlas. Y lo ha conseguido. Ningún tribunal, ni siquiera un tribunal italiano, admitiría una acusación basada en un rumor. Y, sin el testimonio oral de la persona que formuló la acusación, esa carta no tiene más valor que el de simple rumor. —La observó mientras ella meditaba sus palabras—. No hay pruebas, ¿verdad?
—¿A qué se refiere?
—Cartas. Qué sé yo. Conversaciones.
—No, nada de eso. Nunca le he escrito, ni estando en China. Y Flavia está siempre muy atareada para escribir.
—¿Y los amigos de ella? ¿Saben algo?
—No lo sé. No son cosas de las que a la gente le guste hablar.
—En tal caso, no creo que tengan que preocuparse.
Ella trató de sonreír, de convencerse de que él había conseguido tranquilizarla.
—¿En serio?
—En serio —dijo él, y sonrió—. Yo paso mucho tiempo con abogados y puedo asegurarle que éste no persigue nada más que asustarlas con sus amenazas.
—Bien, pues… —empezó ella con una risa que acabó en hipo— …lo ha conseguido, desde luego. —Y, en voz baja-: El muy cerdo.
Brunetti estimó que había llegado el momento de pedir dos coñacs, que el camarero les sirvió rápidamente. Cuando llegaron las copas, Brett dijo:
—Flavia ha estado terrible.
Él se mantuvo a la expectativa.
—Ha dicho cosas muy fuertes.
—Todos las decimos alguna vez.
—Yo, no —replicó ella inmediatamente, y él la creyó; Brett debía de usar el lenguaje como instrumento, no como arma.
—Ya se le pasará, Brett. Las personas que hablan de ese modo enseguida se olvidan de lo que dicen.
Ella se encogió de hombros, rechazando el argumento por incongruente. Era evidente que ella no olvidaría.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó él, realmente interesado en la respuesta.
—Ir a casa. Ver si está. Ver qué pasa.
Entonces Brunetti advirtió que ni se había molestado en averiguar si la Petrelli tenía casa en la ciudad, que ni había iniciado una investigación sobre sus pasos, antes y después de la muerte de Wellauer. ¿Tan fácil era desorientarle? ¿Tan distinto era del resto de los hombres? ¿Bastaba una cara bonita, una lagrimita, un aspecto de persona inteligente y honrada, para que descartara toda posibilidad de que hubieras matado a alguien o de que amaras a un homicida?
Le asustaba comprobar la facilidad con que esta mujer le había desarmado. Sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó encima de la mesa.
—Me parece una buena idea —dijo empujando la silla y poniéndose en pie.
Él advirtió la repentina inseguridad de la mujer al verle cambiar tan bruscamente de amigo a extraño. Pero ni esto sabía hacer bien.
—Vamos, la acompañaré hasta Santi Giovanni e Paolo.
Una vez en la calle, porque era de noche y porque era costumbre, la tomó del brazo. Caminaban sin decir nada. Él la sentía muy mujer, adivinaba la curva de su cadera, le gustaba que se aproximase a él cuando se cruzaban con otras personas en las calles estrechas. Éstas fueron sus sensaciones mientras la llevaba a casa, donde estaba su amante.
Al pie de la estatua de Colleoni, se dijeron adiós, simplemente, adiós, nada más.
Brunetti caminaba por la ciudad silenciosa, inquieto por lo que había oído. Él creía saber algo del amor, lo que había aprendido gracias a Paola. Pero ¿tan convencional era que debía permanecer insensible al amor de esta mujer —y amor era, indudablemente—, porque no se ajustaba a sus esquemas? Desechó estos pensamientos por sentimentaloides y se concentró en la pregunta que se había hecho en el bar: la de si su afecto por esa mujer, la atracción que ejercía sobre él su personalidad, le habría hecho descuidar sus obligaciones. De todos modos, Flavia Petrelli no parecía la clase de persona que mata a sangre fría. En un arrebato de pasión, quizá fuera capaz de matar; la mayoría de la gente lo es. Pero lo propio de ella sería una cuchillada en las costillas o un empujón por la escalera, no un veneno, administrado fríamente, casi con ecuanimidad.