—Ya te lo ha dicho, Flavia. De
La Traviata
.
—Mentira —espetó la cantante—. Pero ahora no tengo tiempo para hablar de eso. —Miró a Brunetti y dijo, con la voz tensa de la indignación y alta de tono, como suele estar la voz de un cantante después de una actuación-: Le agradeceré que salga de mi camerino. Tengo que cambiarme para el próximo acto.
—No faltaba más,
signora
—dijo él, todo cortesía y disculpas. Tras saludar con un movimiento de cabeza a Brett, que correspondió con una sonrisa pero siguió en su butaca, salió rápidamente del camerino. Una vez fuera, se paró, con el oído arrimado a la puerta sin el menor escrúpulo. Pero lo que tuvieran que decirse se lo dijeron en voz baja.
Por la escalera apareció la mujer de la bata azul. Brunetti se retiró de la puerta y fue a su encuentro. Le dijo que ya podía cerrar el camerino, le sonrió, le dio las gracias y bajó a los bastidores, donde encontró un caos increíble: mujeres con miriñaque que fumaban y reían apoyadas en las paredes, hombres vestidos de frac que hablaban de fútbol, y tramoyistas que deambulaban de un lado a otro transportando palmeras de papel y copas de champaña pegadas a la bandeja.
Al fondo del pequeño corredor de la derecha estaba el camerino del director de la orquesta, ocupado ahora por el sustituto. Brunetti permaneció junto a la entrada del corredor durante diez minutos por lo menos, sin que nadie le preguntara quién era ni qué hacía allí. Por fin, sonó un timbre, y un hombre con barba que llevaba americana y corbata fue de grupo en grupo, señalando en varias direcciones y enviando a cada cual al lugar en el que debía estar.
El nuevo director salió del camerino, cerró la puerta y pasó por delante de Brunetti sin mirarlo. Cuando el hombre desapareció, Brunetti fue hacia el fondo del corredor y, con toda naturalidad, entró en el camerino. Nadie lo vio o, por lo menos, nadie se molestó en preguntarle qué buscaba.
El camerino aparecía prácticamente igual que la otra noche, salvo que la taza y el plato estaban encima de la mesa y no en el suelo. El comisario se quedó sólo un momento y se fue. Su salida pasó tan inadvertida como su entrada, y eso, cuatro días después de que en aquel camerino muriera un hombre.
Cuando el comisario llegó a su casa, ya era tarde para llevar a Paola y a los chicos a cenar, como les había prometido. Además, mientras subía la escalera percibió ya el olor a ajo y salvia.
Al entrar en el apartamento, tuvo un momento de estupefacción, porque la voz de Flavia Petrelli, que hacía veinte minutos había oído cantar la partitura de Violetta en el teatro, interpretaba ahora el final del segundo acto en su sala de estar. Involuntariamente, dio dos rápidos pasos antes de recordar que aquella noche la representación era televisada en directo. Paola, que no era aficionada a la ópera, probablemente estaría mirándola para tratar de adivinar cuál de los cantantes era un asesino. Brunetti estaba seguro de que su curiosidad era compartida por millones de familias de toda Italia.
Desde la sala, la voz de Chiara, su hija, gritó:
—Ha llegado papá —mientras Violetta suplicaba a Alfredo que la dejara para siempre.
El comisario entró en la sala en el momento en que el tenor arrojaba un puñado de billetes a la cara de Flavia Petrelli. Ella, bañada en llanto, caía de rodillas. Mientras el padre de Alfredo cruzaba el escenario con paso rápido, para amonestar a su hijo, Chiara preguntó:
—¿Por qué le ha tirado el dinero a la cara, papá? Creí que la quería. —Había levantado la mirada de lo que parecían deberes de matemáticas y, al no recibir respuesta, insistió-: ¿Por qué?
—Porque piensa que sale con otro —fue la mejor explicación que se le ocurrió a Brunetti.
—¿Y qué puede importar eso? Si estuvieran casados sería distinto.
—
Ciao
, Guido —gritó Paola desde la cocina.
—Dime, ¿por qué se enfada?
Brunetti pasó por delante de su hija y bajó el volumen del televisor, preguntándose por qué todos los adolescentes parecían sordos. Por la manera en que Chiara agitaba el lápiz en el aire, comprendió que no pensaba darse por satisfecha. El comisario decidió contemporizar.
—Ellos dos vivían juntos, ¿no?
—Sí, ¿y qué?
—Si vives con una persona, no sales con otra.
—Pero ella no salía con nadie. Sólo quería hacérselo creer.
—Y él se lo cree y tiene celos.
—Pues no sé por qué. Ella le quiere. Eso está claro. Alfredo es un memo. Además, el dinero es de ella.
—Hum —hizo él para ganar tiempo, mientras trataba de recordar el argumento de
La Traviata
.
—¿Por qué no se pone a trabajar en algo? Si ella le mantiene, puede hacer lo que le apetezca. —El público había estallado en un aplauso atronador.
—No siempre es así, hija.
—Pero a veces sí, ¿verdad, papá? ¿Por qué no? En casa de muchas amigas mías, si la madre no trabaja como mamá, el padre lo decide todo. A dónde van de vacaciones, todo. Y algunos hasta tienen amante. —La última frase fue dicha con voz débil, más como pregunta que como afirmación—. Y pueden hacerlo porque son los que ganan el dinero, por eso pueden decir a cada uno lo que tiene que hacer. —Ni la propia Paola, pensó él, hubiera podido hacer un compendio más exacto del sistema capitalista. En realidad, era la voz de su esposa la que él oía en los argumentos de Chiara.
—No es tan sencillo, tesoro. —Se aflojó el nudo de la corbata—. Chiara, ¿podrías ser un ángel de bondad, ir a la cocina y traer una copa de vino a tu pobre padre?
—Voy. —La niña soltó el lápiz, más que dispuesta a abandonar la discusión—. ¿Blanco o tinto?
—Mira si queda Prosecco. Si no, trae lo que creas que me gustará. —En el lenguaje de la familia eso quería decir el vino que ella quisiera probar.
Brunetti se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y apoyó los pies en la mesita. Ahora el presentador informaba al auditorio, innecesariamente, de los sucesos de los últimos días. El tono vehemente y tétrico del hombre hacía del relato una ópera del verismo más truculento. Chiara volvió a la sala. Era alta y desmañada. Desde cualquier lugar de la casa, él podía adivinar cuándo tocaba a Chiara recoger la cocina, por el estrépito de cacharros. Pero era bonita, quizá hasta llegara a ser hermosa, con los ojos separados y una suave pelusa debajo de las orejas que le inundaba el corazón de ternura cada vez que la contemplaba a contraluz.
—Fragolino —dijo ella pasándole la copa desde detrás del sofá, sin derramar más que una gota, y en el suelo—. ¿Puedo tomar un sorbito? Mamá no quería abrir la botella. Decía que sólo quedará una, pero como le he dicho que estabas muy cansado la ha abierto. —Antes de que pudiera acceder a su petición, ella ya había vuelto a coger la copa y se la llevaba a los labios—. ¿Cómo es posible que un vino sepa a fresa, papá? —¿Por qué será que, cuando los hijos están de buenas contigo, lo sabes todo y cuando están de malas, no sabes nada?
—Es la uva. La uva huele a fresa, y el vino, también. —Él pudo confirmar la veracidad de sus palabras con el olfato y con el gusto—. ¿Haces deberes?
—Sí, matemáticas —dijo ella, consiguiendo poner en la palabra un entusiasmo que desconcertó a su padre. Entonces recordó que esa niña era la misma que le explicaba el estado de sus cuentas del banco cada tres meses y que en mayo trataría de rellenarle el formulario de la declaración de la renta.
—¿Qué clase de matemáticas? —preguntó él con fingido interés.
—No las entenderías, papá. —Y, luego, con la velocidad del rayo-: ¿Cuándo vas a comprarme el ordenador?
—Cuando saque el premio gordo de la lotería. —Sabía que su suegro iba a regalar a Chiara un ordenador portátil en Navidad, y le mortificaba que ello le mortificara.
—Papá, siempre dices lo mismo. —Se sentó frente a él, puso los pies encima de la mesa, planta contra planta con los de él y empujó suavemente con uno de ellos—. Maria Rinaldi tiene ordenador, y Fabrizio también, y yo nunca haré nada bueno en la escuela, nada realmente bueno, hasta que lo tenga.
—Pues me parece que no lo haces mal del todo con el lápiz.
—No, pero tardo siglos.
—¿Y no es preferible que ejercites el cerebro, en lugar de dejar que la máquina trabaje por ti?
—Eso es una tontería, papá. El cerebro no es un músculo. Lo hemos aprendido en clase de biología. Además, tú no cruzas la ciudad andando para buscar una información si puedes conseguirla por teléfono. —Él empujó a su vez con la planta del pie, pero no contestó—. ¿Verdad que no, papá?
—¿Y qué harías con el tiempo que ahorraras, si tuvieras ordenador?
—Problemas más difíciles. El ordenador no trabaja por mí, papá, de verdad. Sólo hace más deprisa lo que yo le ordeno. No es más que una máquina que suma y resta un millón de veces más aprisa que nosotros.
—¿Tienes idea de lo que cuestan esas máquinas?
—Sí. El Toshiba que yo quiero cuesta dos millones.
Afortunadamente, en aquel momento entró Paola, o hubiera tenido que decir a Chiara las posibilidades que había de que él le comprara un ordenador. Y, como ello hubiera podido inducir a su hija a aludir al abuelo, se alegró doblemente de ver a Paola. Ésta traía la botella de Fragolino y otra copa. En aquel momento, cesó la cháchara de la televisión para dar paso al preludio del tercer acto.
Paola dejó la botella en la mesa y se sentó en el brazo del sofá, al lado de su marido. En la pantalla, se levantó el telón, revelando una habitación destartalada. Era difícil reconocer a Flavia Petrelli, a la que había visto en todo el esplendor de su hermosura hacía poco más de una hora, en la frágil criatura que estaba tendida en el diván, envuelta en un chal, con una mano descansando en el suelo. Se parecía más a la
signora
Santina que a una célebre cortesana. Las oscuras ojeras y el rictus de dolor de sus labios denotaban de modo convincente enfermedad y sufrimiento. Hasta la voz con que pedía a Annina que diera a los pobres el poco dinero que le quedaba era débil y doliente.
—Lo hace muy bien —dijo Paola. Brunetti siseó. Los dos miraban.
—Pero él es idiota —agregó Chiara, cuando Alfredo entraba en la habitación y tomaba en brazos a su amada. —Shhh —sisearon los dos. Ella volvió a sus números, murmurando entre dientes: «Un memo» en tono lo bastante alto como para que sus padres lo oyeran.
Brunetti vio la cara de la Petrelli transfigurarse de éxtasis por la llegada de su adorado y resplandecer de alegría. Juntos empezaron a hacer planes para un futuro que no conocerían, y la voz de ella recobró su timbre vigoroso y cristalino.
El gozo la hizo ponerse en pie y levantar los brazos al cielo.
«Me siento renacer»
, exclamó, y en ese momento, como es de rigor en la ópera, se desplomó y murió.
—Sigo pensando que él es un memo —insistió Chiara durante el desesperado lamento de Alfredo y la entusiasta ovación del público—. Supongamos que no se muere. ¿De qué hubieran vivido? ¿Ella hubiera vuelto a hacer lo que hacía antes de conocerle? —Brunetti prefería ignorar lo que pudiera saber su hija acerca de esta cuestión. Chiara, después de manifestar su opinión, escribió una larga hilera de cifras al pie de la hoja, metió ésta en el libro de mates y lo cerró.
—No creí que fuera tan buena —dijo Paola respetuosamente, haciendo caso omiso de los comentarios de su hija—. ¿Qué tal es en persona? —Típico de Paola. La posible implicación de aquella mujer en un asesinato no había bastado para despertar su interés; había tenido que ver la calidad de su interpretación.
—Es sólo una cantante —dijo él evasivamente.
—Sí, y Reagan sólo un actor —dijo Paola—. ¿Cómo es?
—Es arrogante, tiene miedo de que le quiten a sus hijos y le gusta el color marrón.
—¿Que no cenamos? —dijo Chiara—. Tengo hambre.
—Pues pon la mesa. Ahora mismo vamos.
Chiara se levantó de mala gana y se fue a la cocina, pero no sin antes decir:
—Y ahora harás que papá te diga cómo es ella en realidad, y yo me perderé todo lo bueno, como siempre. —Una de las grandes frustraciones de Chiara era la de no poder sacar a su padre información que le permitiera presumir en el patio de recreo.
—Me pregunto dónde habrá aprendido a actuar así —dijo Paola, llenando las dos copas—. Hace años, cuando yo era una niña, una tía mía murió tuberculosa. Aún me acuerdo de su cara y de cómo movía siempre las manos nerviosamente, lo mismo que ella, abriéndolas y cerrándolas en el regazo o estrujándoselas. —Y, con su brusquedad característica-: ¿Crees que lo hizo ella?
Él se encogió de hombros.
—Quizá. Todo el mundo trata de meterme en la cabeza la idea de que esa mujer es una pólvora, toda pasión, capaz de responder a una ofensa con una puñalada fulminante. Pero ya has visto lo buena actriz que es, por lo que nada impide pensar que sea fría y calculadora y perfectamente capaz de cometer el crimen tal como se cometió. Y también creo que es inteligente.
—¿Y su amiga?
—¿La norteamericana?
—Sí.
—No sé. Me ha dicho que la Petrelli fue a ver al maestro durante el primer entreacto, pero sólo para discutir con él.
—¿Sobre qué?
—La había amenazado con revelar sus relaciones con Brett a su ex marido.
Si el que su marido utilizara el nombre de pila al referirse a la norteamericana sorprendió a Paola, no lo exteriorizó.
—¿Tienen hijos?
—Sí; dos.
—Pues es grave la amenaza. Pero ¿y la otra? ¿Y Brett, como tú la llamas? ¿Pudo hacerlo ella?
—No lo creo. Esta relación no es tan trascendental para ella. O no permitirá que lo sea. No me parece probable.
—Aún no me has dicho qué piensas de la Petrelli.
—Vamos, Paola, tú ya sabes que cuando trato de guiarme por la intuición siempre me equivoco. Me precipito con mis sospechas. Todavía no sé qué pensar de ella. Lo único que sé es que todo esto tiene que ver con el pasado del maestro.
—Está bien dijo ella, aviniéndose a dejar el tema—. Vamos a cenar. Hay pollo y alcachofas, y una botella de Soave.
—Alabado sea Dios. —Él se levantó del sofá y tiró de ella. Juntos entraron en la cocina.
Como de costumbre, en el mismo instante en que la cena salía a la mesa y se disponían a empezar, apareció Raffaele, el primogénito de Brunetti, que venía de su habitación. Tenía quince años, era alto para su edad y se parecía a Brunetti en la complexión y el gesto. En lo demás no se parecía a nadie de la familia y hubiera rebatido airadamente la posibilidad de que su conducta se asemejara a la de cualquier otra persona, viva o muerta. Había descubierto por sí mismo que el mundo está corrompido, que el sistema es injusto y que a quienes están arriba lo único que les interesa es el poder. Como era la primera persona que había hecho tal descubrimiento con tanta claridad, no hacía nada por ocultar su desdén hacia quienes no habían sido agraciados con su perspicacia. Entre ellos estaba su familia, por supuesto, con la posible excepción de Chiara, a la que eximía de culpa por su juventud y porque se dejaba convencer para que le cediera la mitad de su asignación. Al parecer, también su abuelo había conseguido pasar por el ojo de la aguja, aunque nadie comprendía cómo.