Iba al liceo clásico, donde se suponía que debían prepararlo para la universidad, pero durante el curso anterior había sacado malas notas y últimamente hablaba de dejar los estudios, ya que «la educación no es sino parte del sistema que oprime a los trabajadores». Pero, aunque dejara los estudios, no pensaba buscar trabajo, puesto que ello lo sometería al «sistema que oprime a los trabajadores». Así pues, para evitar oprimir a los demás, no estudiaría y, para evitar ser oprimido, no trabajaría. A Brunetti la simplicidad del razonamiento de Raffaele le parecía absolutamente jesuítica.
Raffaele puso los codos encima de la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Brunetti le preguntó cómo estaba, ya que ésta todavía era una pregunta segura.
—OK.
—Pasa el pan, Raffi. —Esto, Chiara.
—No te comas el ajo, Chiara, o te olerá el aliento durante días. —Esto, Paola.
—Está bueno el pollo. —Esto, Brunetti—. ¿Abro la otra botella?
—Sí, por favor —dijo Chiara—. Yo todavía no lo he probado.
Brunetti sacó del frigorífico la segunda botella, la abrió y dio la vuelta a la mesa, escanciando. Cuando llegó detrás de su hijo, le apoyó la mano en el hombro al inclinarse para servir el vino. Raffaele hurtó el hombro y luego simuló que trataba de alcanzar las alcachofas, que nunca comía.
—¿Qué hay de postre? —preguntó Chiara.
—Fruta.
—¿Pastel, no?
—Cerdita —dijo Raffaele, pero como definición, no como insulto.
—¿Quién quiere jugar al monopoly después de cenar? —preguntó Paola. Antes de que los niños pudieran responder, estipuló las condiciones-: Sólo si habéis hecho los deberes.
—Yo sí —dijo Chiara.
—Yo también —mintió Raffaele.
—Yo soy la banquera —anunció Chiara. .
—Cerdita burguesa —puntualizó Raffaele.
—Vosotros dos fregaréis los platos —ordenó Paola—. Después jugaremos. —A la primera exclamación de protesta, cortó-: Nadie va a jugar al monopoly encima de esta mesa hasta que los platos estén limpios y guardados. —Y como Raffaele abriera la boca para lamentarse, le espetó-: Y, si el planteamiento te parece burgués, me alegro. También es burgués comer pollo, y no he oído que te quejaras. Así que primero fregáis y después jugamos.
Nunca dejaba de asombrar a Brunetti que su mujer pudiera hablar a Raffaele en ese tono impunemente. Si alguna vez él se permitía reprender a su hijo, la escena terminaba invariablemente con un portazo, y las malas caras duraban varios días. Raffaele, al verse derrotado, mostró su enfado retirando los platos y dejándolos en la encimera con brusquedad, y Brunetti mostró el suyo llevándose la botella y la copa a la sala, para esperar allí las estrepitosas señales de obediencia.
—Por lo menos, no fabrica bombas en su cuarto —fue el consuelo que le ofreció Paola cuando salió a reunirse con él. En la cocina sonaban golpes amortiguados que indicaban que Raffaele fregaba los platos, y golpes más fuertes que denotaban que Chiara los secaba y guardaba. De vez en cuando, se oía una carcajada.
—¿Crees que se le pasará? —preguntó él.
—Mientras Chiara pueda hacerle reír, me parece que no hay que preocuparse. Él nunca haría daño a Chiara, y dudo que hiciera volar por los aires a alguien. —Brunetti no acababa de ver cómo podía esto disipar todas las preocupaciones que le causaba su hijo, pero estaba dispuesto a dejarse consolar.
Chiara asomó la cabeza y gritó:
—Raffi ya ha sacado el tablero. Vamos a empezar.
Cuando Paola entró en la cocina, el tablero del monopoly ya estaba en el centro de la mesa y Chiara, que seguía decidida a ser la banquera, repartía el dinero. Por consenso general, se bahía decidido vetar a Paola para el puesto de banquera, ya que no pocas veces había sido sorprendida con la mano en la caja. Raffaele, temiendo ser tildado de capitalista, nunca optaba al cargo. Y Brunetti, que bastantes dificultades tenía para concentrarse en el juego, rehuía la responsabilidad. De modo que ésta siempre recaía en Chiara, que gozaba contando, pagando, cobrando y cambiando.
Echaron los dados para decidir quién salía. Raffaele quedó en último lugar, lo que bastó para poner nerviosos a los otros tres desde el principio. El afán de ganar del chico asustaba a Brunetti, que a veces jugaba mal adrede para darle ventaja.
Al cabo de media hora, Chiara tenía todos los verdes: Vía Roma, Corso Impero y Largo Augusto. Raffaele tenía dos rojos y sólo necesitaba Vía Marco Polo, que era propiedad de Brunetti, para completar su serie. Al cabo de cuatro vueltas más, Brunetti se dejó convencer para ceder a Raffaele la propiedad que le faltaba a cambio del Acquedotto y cincuenta mil liras. El reglamento familiar prohibía hacer comentarios, pero ello no impidió a Chiara dar un fuerte puntapié a su hermano por debajo de la mesa.
Raffaele, como era de esperar, protestó:
—Para ya, Chiara. Si quiere hacer un mal negocio, allá él. —Así hablaba el que quería hundir el sistema capitalista.
Brunetti entregó el título de propiedad y vio cómo Raffaele se apresuraba a construir hoteles en sus tres vías. Mientras Raffaele estaba ocupado en ello, pendiente de que Chiara le devolviera el cambio correctamente, Brunetti observó que Paola escamoteaba un montoncito de billetes de diez mil liras de la banca. Al levantar la mirada y darse cuenta de que su marido la había visto robar a sus propios hijos, le sonrió ampliamente. Un policía, casado con una ladrona, padre de un monstruo de la informática y de un anarquista.
A la siguiente vuelta, Brunetti fue a parar a uno de los hoteles de Raffaele y tuvo que darle cuanto tenía. Paola descubrió de pronto que disponía de dinero suficiente para construir seis hoteles, pero tuvo la delicadeza de no mirar a su marido a la cara al dar el dinero a la banca. Brunetti se recostó en el respaldo y observó cómo la partida avanzaba hacia el final, que su pérdida ante Raffaele había hecho inevitable. El codo de Paola empezó a avanzar hacia el montón de billetes de diez mil liras, pero se detuvo, fulminado por una mirada de Chiara. Ésta, a su vez, no pudo convencer a Raffaele de que le vendiera Parco Bella Vittoria, fue a parar dos veces a los hoteles rojos y se arruinó. Paola resistió dos vueltas más, hasta que paró en el hotel de Viale Costantino y no pudo pagar.
La partida terminó. Raffaele se transformó inmediatamente, de gran capitán de empresa en enemigo de las clases dirigentes; Chiara saqueó el frigorífico y Paola bostezó y dijo que era hora de irse a la cama. Brunetti la siguió por el pasillo, pensando en cómo el comisario de policía de la Más Serenísima República había pasado otra noche en la implacable persecución del responsable de la muerte del más famoso director de orquesta del siglo.
La llamada de Michele llegó a la una, y sacó a Brunetti de una maraña de sueños inquietantes. A la cuarta señal, contestó dando su apellido.
—Guido, soy Michele.
—Michele —repitió él tontamente, mientras trataba de recordar si conocía a algún Michele. Haciendo un esfuerzo, abrió los ojos y entonces reaccionó—. Michele. Michele, sí, está bien. Encantado de oírte. —Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sentó con la espalda apoyada en el cabezal de la cama. A su lado, Paola dormía como una bendita.
—He hablado con mi padre. Se acuerda de todo.
—¿Y bien?
—Lo que tú decías: si hay algo que saber, él lo sabe.
—Déjate ya de rodeos y vamos al grano.
—Corrían rumores acerca de Wellauer y Clemenza, una de las tres hermanas, la que cantaba ópera. Papá no recuerda exactamente dónde, pero parece que empezaron en Alemania, donde actuaban juntos. Hubo una escena entre la esposa de Wellauer y la Santina durante una fiesta, después de una función. Se insultaron y Wellauer se marchó… —Michele hizo una pausa efectista— …con la Santina. Cuando terminó la temporada, mi padre dice que debía de ser en el 37 o el 38, la Santina regresó a Roma y Wellauer regresó a su casa, donde debieron de cantarle las cuarenta. —Michele se rió de su propio y lamentable chiste. Brunetti no se rió.
»Parece ser que consiguió que su mujer le perdonara. Según papá, la pobre tuvo mucho que perdonar, entonces y después.
—¿Así que era de ésos?
—Sí. Dice papá que de los peores. O de los mejores, según se mire. Se divorciaron después de la guerra,
—¿Y ésa fue la causa?
—Papá no está seguro. Parece probable. O quizá fue porque él había apoyado a los nazis.
—¿Qué pasó cuando la Santina volvió a Italia?
—Él vino para dirigir una
Norma
. La que ella se negó a cantar. ¿Estás enterado de aquello?
—Sí. —Estaba en el dossier que le había entregado Miotti: fotocopias de recortes de periódicos de Roma y de Venecia de hacía décadas.
—Pusieron a otra soprano y Wellauer tuvo un gran éxito.
—¿Y después? ¿Siguieron viéndose?
—Eso no está claro, dice papá. Unos decían que siguieron juntos durante algún tiempo, y otros que él la plantó en cuanto ella dejó de cantar.
—¿Y las hermanas?
—Parece ser que, cuando Clemenza dejó de cantar, Wellauer se lió con otra. —Michele nunca se había distinguido por su delicadeza de expresión, especialmente en lo tocante a mujeres.
—¿Y qué pasó?
—La cosa duró algún tiempo. Hasta que hubo lo que solía llamarse una «intervención quirúrgica ilegal». Según mi padre, incluso entonces era fácil de conseguir, si tenías buenos contactos. Y Wellauer los tenía. No se habló mucho de ello entonces, pero lo cierto es que ella murió. Quizá ni siquiera fuera de él la criatura, pero la gente creía que sí.
—¿Y después?
—Como te digo, ella murió. Los periódicos no dijeron cuál fue la causa de la muerte, desde luego. Entonces no se escribía sobre estas cosas. Sólo decían «después de una súbita enfermedad». Y, en cierto modo, así fue, imagino.
—¿Qué fue de la otra hermana?
—Papá cree que se marchó a la Argentina. Al terminar la guerra o poco después. Y que murió allí, aunque años después. ¿Quieres que papá trate de averiguarlo?
—No, Michele. Ella no importa. ¿Qué le ocurrió a Clemenza?
—Después de la guerra, trató de volver a cantar, pero la voz ya no era la misma. Y tuvo que dejarlo. Dice papá que le parece que vive en Venecia. ¿Es verdad?
—Sí; he hablado con ella. ¿Recuerda algo más tu padre?
—Sólo que habló con Wellauer una vez, hace unos quince años. No le cayó bien, pero no puede decir la razón. Sólo que no le gustó.
Brunetti percibió en la voz de Michele el cambio del tono de amigo al de periodista.
—¿Crees que puede servirte de algo todo esto, Guido?
—No lo sé, Michele. Sólo quería tener una idea de la clase de hombre que era él y enterarme de lo ocurrido con la Santina.
—Pues ya lo sabes. —Ahora la voz de Michele era seca. En la última respuesta, él había percibido al policía.
—Michele, puede que haya algo importante, pero no lo sé todavía.
—Está bien, está bien. Si lo hay, tanto mejor. —No quería pedir el favor.
—Si averiguo algo, te llamaré, Michele.
—De acuerdo, Guido. Llámame. Es tarde y querrás dormir. Si necesitas algo más, llámame, ¿conforme?
—Te lo prometo. Y gracias, Michele. Da las gracias a tu padre de mi parte.
—Él es quien te las da a ti. Esto le ha hecho volver a sentirse importante. Buenas noches, Guido.
Antes de que Brunetti pudiera decir nada, la comunicación se cortó. Apagó la luz y se deslizó bajo las mantas, sintiendo el frío de la habitación. En la oscuridad, le parecía estar viendo el retrato de la cocina de Clemenza Santina, de las tres hermanas posando en forma de V. Una había muerto por culpa de Wellauer y otra quizá había visto destruida su carrera por haberle conocido. Sólo la pequeña había escapado de él, y había tenido que marchar a la Argentina para conseguirlo.
Por la mañana, muy temprano, mucho antes de que Paola se despertara, Brunetti entró en la cocina y, sin saber muy bien lo que hacía, puso la cafetera al fuego. Volvió al cuarto de baño, se mojó la cara y se secó, rehuyendo la mirada del hombre del espejo. Antes del café, no se fiaba de nadie.
Entró otra vez en la cocina en el momento en que la cafetera empezaba a rebosar. Ni se molestó en jurar sino que la retiró del fogón e hizo girar la llave del gas de un manotazo. Llenó una taza, echó tres cucharadas de azúcar y, con el café en la mano, salió a la terraza, orientada al oeste, con la esperanza de que el frío de la mañana lo despejara si el café no lo conseguía.
Desmadejado y sin afeitar, contempló un horizonte en el que se divisaban las estribaciones de los Dolomitas. Debía de haber llovido mucho aquella noche, porque parecía que las montañas se habían acercado sigilosamente y ahora se perfilaban, como por arte de magia, en el aire frío y transparente. Seguro que, antes del anochecer, habrían liado los bártulos y vuelto a marcharse, empujadas por el humo que vomitaban sin cesar las fábricas del continente Y la bruma que brotaba de la laguna.
A la izquierda, las campanas de San Paolo llamaban a la misa de las seis y media. Más abajo de donde él estaba, en la casa de enfrente, se abrieron unas cortinas y en la ventana apareció un hombre desnudo, ajeno a la presencia de Brunetti, que lo miraba desde arriba. De repente, al hombre le crecieron otro par de manos, éstas, con las uñas rojas, que tiraban de él hacia atrás. El hombre sonrió, retrocedió y las cortinas volvieron a cerrarse.
El frío empezaba a hacer mella en Brunetti, que volvió a la cocina, donde le reconfortaron el calor y la presencia de Paola. Ahora estaba sentada a la mesa y tenía un aspecto mucho más plácido de lo que era lícito antes de las nueve de la mañana.
Ella le dio un alegre buenos días al que él respondió con un gruñido. Dejó la taza vacía en el fregadero y cogió otra, ésta aderezada con leche caliente, que Paola le había dejado preparada en la encimera. La primera había empezado a empujarlo hacia el mundo de los humanos y tal vez ésta acabara la tarea.
—¿Era Michele quien llamó anoche?
—Hum. —Él se frotó la cara y bebió el café con leche. Ella atrajo hacia sí una revista que estaba en un extremo de la mesa, mientras bebía. Todavía no son las siete, y ya está mirando chaquetas de Giorgio Armani. Ella volvía las hojas. Él se rascó un hombro. Pasaba el tiempo.
—¿Era Michele el que llamó anoche?
—Sí. —Paola se alegró de haberle sacado una palabra, y no un simple gruñido, y no preguntó más—. Me habló de Wellauer y Santina.