—Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir.
—No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas.
Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había contemplado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado. Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:
—Bueno, veremos quién tiene razón ahora.
Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consiguió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.
—Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.
—Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono solemne.
Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sirviera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fijamente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre.
Todo comenzó en 1974, en una cena que ofrecía Nora Ephron en Nueva York. Recuerdo lo guapo que me pareció Carl, con su deslumbrante sonrisa y la camisa remangada. Hablamos de béisbol y de capitalismo, y me asombró hacerle reír de tan buena gana. Pero Carl estaba casado y yo prometida a otro hombre. Los cuatro empezamos a salir, intimamos y pronto empezamos a trabajar juntos. En las ocasiones en que Carl y yo nos quedábamos solos, la atmósfera era eufórica y electrizante, pero ninguno de los dos reveló un atisbo de sus verdaderos sentimientos. Habría sido impensable.
A comienzos de la primavera de 1977, la NASA invitó a Carl a crear una comisión para seleccionar el contenido del disco que llevaría cada uno de los vehículos espaciales
Voyager 1 y 2.
Tras un ambicioso reconocimiento de los planetas exteriores y de sus satélites, la gravitación expulsaría del sistema solar las dos naves. Se presentaba, pues, la oportunidad de enviar un mensaje a posibles seres de otros mundos y épocas. Podría ser algo mucho más complejo que la placa que Carl, su esposa Linda Salzman y el astrónomo Frank Drake habían incluido en el
Pioneer 10.
Aquello fue un primer paso, pero se trataba esencialmente de una placa de matrícula. En el disco de los
Voyager
figurarían saludos en 60 lenguas humanas, el canto de una ballena, un ensayo sonoro sobre la evolución, 116 fotografías de la vida en la Tierra y 90 minutos de música de una maravillosa diversidad de culturas terrestres. Los técnicos calcularon que aquellos discos de oro podrían durar 1.000 millones de años.
¿Cuánto es un millar de millones de años? Dentro de 1.000 millones de años los continentes de la Tierra habrán cambiado tanto que no reconoceríamos la superficie de nuestro propio planeta. Hace 1.000 millones de años las formas más complejas de la vida en la Tierra eran bacterias. En plena carrera armamentística, nuestro futuro, incluso a corto plazo, parecía una perspectiva dudosa. Quienes tuvimos el privilegio de crear el mensaje de los
Voyager
obramos con la sensación de realizar una misión sagrada. Resultaba concebible que, al estilo de Noé, estuviésemos construyendo el arca de la cultura humana, el único artefacto que sobreviviría en un futuro inimaginablemente remoto.
Durante mi ardua búsqueda del más valioso fragmento de música china, telefoneé a Carl y le dejé un mensaje en su hotel de Tucson, adonde había acudido para pronunciar una conferencia. Una hora más tarde sonó el teléfono en mi apartamento de Manhattan. Descolgué y oí su voz:
—Acabo de volver a mi habitación y he encontrado un mensaje que decía «Llamó Annie»; entonces me pregunté: «¿Por qué no habrá dejado ese mensaje hace diez años?»
—Pensaba hablarte de eso, Carl —respondí con tono de broma. Y luego más seria añadí—: ¿Para siempre?
—Sí, para siempre —respondió con ternura—. ¿Quieres casarte conmigo?
—Sí —contesté.
En aquel momento experimentamos lo que debe de sentirse al descubrir una nueva ley de la naturaleza. Era un
eureka,
el momento de la revelación de una gran verdad, que confirmarían incontables pruebas a lo largo de los 20 años siguientes. Sin embargo, suponía también asumir una responsabilidad ilimitada. ¿Cómo podría volver a sentirme bien fuera de ese mundo maravilloso una vez que lo había conocido? Era el 1 de junio, la fiesta de nuestro amor. Luego, cuando uno de los dos se mostraba poco razonable con el otro, la invocación del 1 de junio solía hacer entrar en razón a la parte ofensora.
Antes, en otra ocasión, había preguntado a Carl si uno de esos supuestos extraterrestres de dentro de 1.000 millones de años sería capaz de interpretar las ondas cerebrales del pensamiento de alguien. «¡Quién sabe! Mil millones de años es mucho, muchísimo tiempo. ¿Por qué no intentarlo, suponiendo que será posible?», fue su respuesta.
Dos días después de aquella llamada telefónica que cambió nuestras vidas, fui a un laboratorio del hospital Bellevue, de Nueva York, y me conectaron a un ordenador que convertía en sonidos todos los datos de mi cerebro y de mi corazón. Durante una hora había repasado la información que deseaba transmitir. Empecé pensando en la historia de la Tierra y de la vida que alberga. Del mejor modo que pude intenté reflexionar sobre la historia de las ideas y de la organización social humana. Pensé en la situación en que se encontraba nuestra civilización y en la violencia y la pobreza que convierten este planeta en un infierno para tantos de sus habitantes. Hacia el final me permití una manifestación personal sobre lo que significaba enamorarse.
Carl tenía mucha fiebre. Seguí besándolo y frotando mi cara contra su ardiente mejilla sin afeitar. El calor de su piel era extrañamente tranquilizador. Quería que su vibrante ser físico se convirtiera en un recuerdo sensorial grabado en mí de manera indeleble. Me debatía entre el afán de animarlo a luchar y el deseo de verlo libre de la tortura de todos los aparatos que lo mantenían con vida y del demonio que llevaba dos años atormentándolo.
Llamé por teléfono a Cari, su hermana, que tanto de sí misma había dado para evitar ese desenlace, a sus hijos mayores, Dorion, Jeremy y Nicholas, y a su nieto Tonio. Unas semanas antes, todos los miembros de la familia habíamos celebrado juntos el Día de Acción de Gracias en nuestra casa de Ithaca. Por decisión unánime fue el mejor Día de Acción de Gracias que jamás conocimos. Nos separamos encantados. En aquella reunión reinó entre nosotros una autenticidad y una intimidad que nos brindaron un sentido mayor de nuestra unidad. Luego coloqué el auricular cerca del oído de Carl para que pudiese escuchar, una tras otra, las despedidas de todos.
Nuestra amiga la escritora y productora Lynda Obst se apresuró a venir de Los Ángeles para estar con nosotros. Lynda se hallaba en casa de Nora aquella noche maravillosa en que Carl y yo nos conocimos. Había sido testigo, más que cualquier otra persona, de nuestras colaboraciones tanto personales como profesionales. Como productora original de la película
Contacto,
trabajó en estrecha colaboración con nosotros durante los 16 años que costó hacer realidad aquel empeño.
Lynda había observado que la perpetua incandescencia de nuestro amor ejercía una especie de tiranía sobre aquellos de nuestro entorno que no tuvieron tanta fortuna en la búsqueda de un alma gemela; pero en vez de molestarle nuestra relación, a Lynda le entusiasmaba tanto como a un matemático un teorema de existencia, algo que demostrase que una cosa era posible. Solía llamarme Miss Hechizo. Carl y yo disfrutábamos intensamente de los ratos que pasábamos con ella, entre risas, hablando hasta bien entrada la noche de ciencia, filosofía, chismes, cultura popular, de todo. Esa mujer que había ascendido con nosotros, que me acompañó el día deslumbrante en que elegí mi vestido de novia, estuvo a nuestro lado cuando nos dijimos adiós para siempre.
Durante días y noches, Sasha y yo nos habíamos relevado junto a Carl, murmurándole palabras reconfortantes al oído. Sasha le expresó cuánto le quería y todo lo que haría en su vida para enaltecerlo. «Un hombre magnífico, una vida maravillosa —le dije una y otra vez—. Bien hecho. Te dejo partir con orgullo y alegría por nuestro amor. Sin miedo. Primero de junio. Uno de junio. Para siempre...»
Mientras realizo en pruebas de imprenta los cambios que Carl temía que fuesen necesarios, su hijo Jeremy está en el piso de arriba, dando a Sam su lección nocturna con el ordenador. Sasha se halla en su habitación, dedicada a sus tareas escolares. Las naves
Voyager,
con sus revelaciones sobre un minúsculo mundo favorecido por la música y el amor, se encuentran más allá de los planetas exteriores, rumbo al mar abierto del espacio interestelar. Vuelan a 65.000 kilómetros por hora hacia las estrellas y un destino que sólo podemos soñar. Estoy rodeada de cajas llenas de cartas procedentes de todo el planeta. Son de personas que lloran la pérdida de Carl. Muchas le atribuyen su inspiración. Algunas afirman que el ejemplo de Carl las indujo a trabajar por la ciencia y la razón contra las fuerzas de la superstición y el integrismo. Esos pensamientos me consuelan y alivian mi angustia. Me permiten sentir, sin recurrir a lo sobrenatural, que Carl aún vive.
Ann Druyan
14 de febrero de 1997
Ithaca, Nueva York
Como de costumbre, este libro ha sido enriquecido y mejorado de manera inconmensurable por comentarios acertados, sugerencias sobre su contenido y la destreza del estilo de Annie Druyan. De mayor, quiero ser como ella.
Muchos amigos y colegas formularon comentarios útiles sobre el conjunto o sobre partes del libro. Estoy muy agradecido a todos, en especial a David Black, James Hansen, Jonathan Lunine, Geoff Marcy, Richard Turco y George Wetherill.
Entre quienes respondieron generosamente a nuestras peticiones de información se encuentran Linden Blue, de General Atomics, John Bryson de Southern California Edison, Jane Callen y Jerry Donahoe del Departamento de Comercio de Estados Unidos, Punam Chuhan y Julie Rickman del Banco Mundial, Peter Nathanielsz del Departamento de Fisiología de la Facultad de Medicina Veterinaria de Cornell, James Rachels de la Universidad de Alabama en Birmingham, Boubacar Touré de la Organización de Alimentación y Agricultura de las Naciones Unidas y Tom Welch del Departamento de Energía de Estados Unidos. Agradezco a Leslie LaRocco, del Departamento de Idiomas Modernos y Lingüística de la Universidad de Cornell, sus servicios de traducción en la comparación de las versiones de «El enemigo común» en Parade y Ogonyok.
Manifiesto mi gratitud por su saber y ayuda a Mort Janklow y Cynthia Cannell, de Janklow & Nesbit Associates, y a Ann Godoff, Harry Evans, Alberto Vitale, Kathy Rosenbloom y Martha Schwartz, de Random House.
Tengo una deuda especial con William Barnett por la meticulosidad de sus transcripciones, documentación, lectura de pruebas y por haberse ocupado del texto en diversas etapas de su elaboración. Bill desarrolló toda esta tarea mientras yo batallaba contra una grave enfermedad. Sentir que podía confiar enteramente en él fue una bendición que agradezco. Andrea Barnett y Laurel Parker, de mi despacho en la Universidad de Cornell, se encargaron de la correspondencia esencial y de completar investigaciones. Agradezco asimismo su eficaz asistencia a Karenn Gobrecht y Cindi Vita Vogel, del despacho de Annie.
Aunque todo el material de este libro haya sido revisado o sea nuevo, el meollo de muchos capítulos fue anteriormente publicado en Parade; por ello doy las gracias a su redactor jefe, Walter Anderson, y a David Currier, jefe de edición, por su inquebrantable apoyo a lo largo de los años. Partes de algunos capítulos han aparecido en American Journal of Physics; Forbes-FYI; Environment in Peril, Anthony Wolbarst, ed., Smithsonian Institution Press, Washington, D. C. (de una conferencia que pronuncié en la Agencia de Protección Ambiental, Washington, D. C.); Los Ángeles Times; y Lend Me Your Ears: Great Speeches in History, William Safire, ed., W. W. Norton, Nueva York, 1992.
Patrick McDonnell accedió generosamente a la inclusión de sus dibujos para ilustrar el texto. Agradezco también a Carson Productions Group su autorización para utilizar una fotografía en la que aparezco con Johnny Carson; a Barbara Boettcher por sus diseños; a James Hansen por autorizar la publicación de los gráficos del capítulo 11; y a Lennart Nilsson por su permiso para la realización de dibujos sobre sus magistrales fotografías de fetos humanos in útero.
Nota: El doctor Sagan falleció antes de poder completar esta relación. Los editores lamentan la omisión de los nombres de cualesquiera personas e instituciones que habría mencionado de haber estado en condiciones de terminar estas notas.
(Unas cuantas citas y sugerencias para ulteriores lecturas)
Millet, Robert L. y Fielding McConkie, Joseph,
The Life Beyond,
Bookcraft, Salt Lake City, 1986.
Araton, Harvey, «Nuggets' Abdul-Rauf Shouldn't Stand for It»,
The New York Times.,
14 de marzo de 1996.
Un buen anecdotario de los deportes profesionales y sus admiradores es
Fans!,
de Michael Roberts (New Republic Book Co., Washington, D. C., 1976). Un estudio clásico sobre la sociedad de cazadores-recolectores es
The !Kung San,
de Richard Borshay Lee (Cambridge University Press, Nueva York, 1979). La mayor parte de las costumbres mencionadas en este libro se aplican a los !kung y a muchas otras culturas no marginales de cazadores-recolectores de todo el mundo, antes de que fueran destruidas por la civilización.
Yoshida, Kumi,
et al,
«Cause of Blue Petal Colour»,
Nature,
vol. 373, 1995, p. 291.
Managing Planet Earth: Reading from «Scientific American» Magazine,
W. H. Freeman, Nueva York, 1990.
McMichael, A. J.,
Planetary Overload: Global Environmental Change and the Health of the Human Species,
Cambridge University Press, Nueva York, 1993.