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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (8 page)

BOOK: Mientras duermes
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El del 10B se encaminó hacia la puerta más malhumorado que cuando subió.

—Que tenga un buen día —dijo Cillian a modo de despedida.

Pero el cascarrabias no contestó. Cerró la puerta con fuerza.

Cillian dejó las plantas y se acercó a las huellas. Estaba claro que alguien se había subido a la barandilla. Cualquiera con dos dedos de frente podía hacerse una idea aproximada de lo que había ocurrido allí. «Tengo que tomar medidas», se dijo.

Cuando volvió a la garita faltaba poco más de media hora para la pausa del almuerzo. El vecino del 10B ya le había soltado su amenaza diaria, así que decidió dedicar esa media ahora a sus cosas.

Tenía algunos recados que hacer, como pasar por el videoclub y por la tienda de cosméticos. Esto último le fastidiaba. De hecho, cambiaba continuamente de tienda porque no aguantaba las miradas inquisidoras de las dependientas mientras compraba su carísimo desodorante inodoro y los frascos de quitaesmalte.

Esta vez fue a una tienda que se hallaba cerca de allí, en Park Avenue. Compró dos frascos de quitaesmalte y cuatro desodorantes. Así no tendría que pasar por esa incómoda experiencia hasta al cabo de varias semanas.

Regresó al edificio a tiempo para empezar la pausa del almuerzo, que ese día, por primera vez y de forma excepcional, no transcurriría en la garita.

Pero antes subió a la sexta planta para pedir prestado al
signor
Giovanni el ordenador portátil de su hijo.

La señora le saludó desde la cocina, con las manos sucias de harina.

—¿Un café, Cillian?

El padre no tuvo ningún problema en acceder a su petición. Incluso se alegró. De hecho, era la primera vez que Cillian aceptaba un favor de los Lorenzo, que por fin podían demostrar algo de su sincero agradecimiento hacia él.

El portátil estaba en la habitación de Alessandro.

—Total, él ya no lo utiliza —dijo el
signor
Giovanni, que hablaba de su hijo, también en su presencia, como si fuera un vegetal.

Daba la impresión de que para el viejo ese esqueleto humano era un ser que nada tenía que ver con el hijo que había tenido.

—¿Seguro que no te importa? —preguntó Cillian al chico que le observaba, rígido desde la cama.

El
signor
Giovanni se rió de la pregunta; para él, visto el estado del chaval, no tenía ningún sentido.

Alessandro mantuvo la mirada y después le guiñó el ojo derecho. Un gesto que el padre consideró una reacción refleja e involuntaria y que Cillian, por el contrario, supo interpretar correctamente. Alessandro estaba al tanto de sus actividades por el edificio porque el mismo Cillian se las contaba. «¿Qué demonios vas a hacer ahora con mi ordenador?», le estaba preguntando irónico Alessandro con esa mueca.

—Ya te contaré —le contestó Cillian devolviéndole el guiño—. Nos vemos esta tarde... Prepárate: haremos sesión doble.

Alessandro esbozó un amago de sonrisa. Sesión doble significaba que Cillian tenía muchas cosas que contarle, muchos planes que compartir.

Los Lorenzo le invitaron a quedarse a comer, pero Cillian tenía demasiadas cosas que hacer.

—Tú no paras nunca —sonrió el
signor
Giovanni.

Efectivamente, Cillian no paraba nunca.

En su estudio, mientras comía su habitual bocadillo, se conectó a internet. En la pantalla del ordenador apareció el perfil de Clara King de Facebook. En la foto, como no podía ser de otra forma, la pelirroja sonreía a la cámara, alegre, despreocupada. Su perfil no era público. Imágenes, vídeos, informaciones personales estaban estrictamente reservadas para los amigos aceptados. No se podía sacar gran cosa.

Cillian tenía a su lado la fotografía que había cogido la noche anterior en casa de Clara. En el reverso estaban los nombres de las compañeras de instituto: Danielle Schleif, Pamela Mac Closkey, María Aurelia Rodríguez y Clara.

Tecleó en la pestaña de búsqueda de la red social el nombre de la primera y apareció el perfil de Danielle Schleif, una chica rubia y menuda. Era profesora de lenguas y vivía en Brooklyn. Algunas informaciones sobre su vida eran accesibles a todo el mundo. En su listado de amigos aparecía la foto de Clara.

Tecleó entonces el nombre de Pamela Mac Closkey y aparecieron cuatro perfiles, cuatro mujeres con el mismo nombre. Descartó dos: una señora obesa que aparentaba unos cincuenta años, y el perfil de una niña. Las otras dos mujeres podían encajar por edad, pero ninguna de ellas se parecía a la Pamela adolescente de la foto. En ninguno de los dos listados de amigos figuraba el perfil de Clara. Y lo que más le extrañó era que las dos vivían en Europa, la primera en Edimburgo y la segunda en Londres, y en ninguna de las dos aparecían amistades en Estados Unidos. Cillian volvió a observar la foto del instituto, y volvió a examinar los perfiles en Facebook. Tuvo una intuición. Si alguien se parecía a la amiga de Clara era la niña que Cillian había descartado al principio. Entró en su perfil. No había indicaciones de dónde residía, pero en el listado de sus amistades figuraban Clara y también Danielle. Lo entendió. Pamela jugaba a ser original y había puesto en su perfil una foto de cuando era pequeña. «Vaya estupidez», pensó. Aun así había dado con la segunda amiga.

Tecleó entonces el nombre de la tercera: María Aurelia Rodríguez. Ningún perfil. En los listados de amistades de Pamela y de Danielle no figuraba nadie con ese nombre. En la red social no había rastro de esa tal María Aurelia.

Sonrió. Posiblemente había encontrado lo que buscaba. Volvió a examinar la foto. Se fijó en el rostro de la adolescente María Aurelia Rodríguez. Era una chica latina, de posible ascendencia mexicana o, cuando menos, hispana.

—Hola, Aurelia —susurró.

Dedicó unos veinte minutos a realizar una investigación cruzada en distintos buscadores de la red. No encontró nada. Después del instituto, esa chica parecía haber desparecido, por lo menos de internet.

Cogió la foto que se había llevado de casa de Clara y la escaneó en el portátil. Seleccionó el rostro de Aurelia y lo recortó como un retrato. Se hallaba en pleno proceso cuando llamaron a la puerta.

Miró el reloj. Su tiempo para el almuerzo había terminado. Suspiró y se levantó a abrir. Pensó que el vecino del 10B empezaba a ser algo más que una molestia ocasional. Se acercaba al nivel de problema permanente y requería una intervención de peso.

—¡Ya subo, ya subo! ¿Es que ni siquiera puedo ir al baño? —gritó Cillian mientras se acercaba a la puerta.

Pero cuando abrió no se encontró al viejo gruñón sino a la pequeña Ursula, con su uniforme y su mochila. La niña había vuelto antes de tiempo del colegio.

—¿Qué quieres ahora?

Ursula le sonrió.

—Ya lo sabes.

Era verdad, Cillian lo sabía. Resopló y volvió adentro. La bolsa de plástico con el logotipo del videoclub estaba encima de la cama. Ursula hizo amago de entrar en el estudio, pero Cillian la paró, autoritario.

—Quédate ahí, niña.

Ursula obedeció sin perder su sonrisa desafiante.

—¿Vives aquí? Parece un sitio bastante normal... no te pega... tal vez tampoco sea tu casa... ¿Seguro que es tuya?

Cillian regresó con la bolsa de plástico.

—Toma. Disfrútalo.

La niña sacó el contenido de inmediato. Un DVD. La carátula era de lo más explícita. Ursula estaba satisfecha, pero no quería demostrarlo.

—Podrías haberte enrollado y haber comprado un Blu-ray —se quejó mientras comprobaba que efectivamente había una película dentro de la caja—. ¿La has visto?

Cillian sacudió la cabeza, cansado.

—Seguro que sí, pervertido.

Cillian le puso una mano en el hombro y la empujó hacia atrás para poder cerrar la puerta.

—Procura que tus padres no te la pillen.

—No te preocupes —contestó Ursula tranquila—. Si la encuentran, diré que me la diste tú... y que me invitaste a verla en tu estudio.

Cillian cerró de un portazo.

Se había hecho tarde. Seguiría con el ordenador después de la sesión con Alessandro. Se puso la chaqueta negra y la gorra, y regresó a su trabajo oficial.

Fue una tarde movidita. Llegó un camión de mudanzas con los muebles del 5B que se habían guardado en un almacén durante la reforma.

La vecina vestía unos
leggins
negros de John Richmond y un provocativo jersey de angora semitransparente del mismo color y de cuello alto. Unas botas negras de Yves Saint Laurent, altas hasta medio muslo, enfundaban sus sensuales piernas. Esta vez el bolso era de Bottega Veneta. Supervisó con entusiasmo la operación de retorno. La relación que tenía con sus muebles, jarrones y cuadros hacía pensar en un vínculo afectivo materno-filial. Fue muy repelente y agobiante con todas sus indicaciones y continuos cambios de planes. Pidió que subieran primero el piano, un Bösendorfer Klavierfabrik importado de Viena, para que, con la casa vacía, fuera más fácil encontrarle el mejor sitio posible. Lo colocaron en un extremo del salón, cerca de la ventana pero de forma que el sol directo de la mañana no lo estropeara. Después indicó que subieran las sillas, la mesa de Despres del salón, el sofá, con los cojines envueltos en plástico, la cama Karol del dormitorio, las mesitas de noche, el pesadísimo cabezal envuelto en una protección innecesariamente gruesa, y dos candelabros de Niall Smith. Les suplicó que tuvieran muchísimo cuidado con el jarrón chino que había comprado en Sotheby’s. Cada vez que entraban en el apartamento con un bulto, les rogaba que no manchasen las paredes recién pintadas. Llegó el turno de los incontables jarrones y lámparas de luz indirecta. Y por último, las dos alfombras persas, que tuvieron que colocar en el salón la más grande y en el dormitorio la más pequeña. Cuando desembalaron en el salón la mesa, las sillas, el sofá y los cuadros descubrió que el piano Bösendorfer Klavierfabrik no se hallaba en el lugar adecuado. Se disculpó y, con sus ojos azules, les pidió que volvieran a recoger la alfombra persa grande, desplazaran las sillas y la mesa de Despres, movieran el piano y recolocaran en la nueva posición la alfombra, las sillas y la mesa. Cillian había sido reclutado («¿Podrías echar un cable a estos chicos?») casi al principio de las maniobras.

Y casi tres horas después seguía allí, echando ese cable. Los dos encargados de la empresa de mudanzas y Cillian, embobados por los ojos azules y el porte de aquella mujer, accedían sin rechistar a cualquier petición.

Después de tres horas de intenso trabajo, la mujer les recompensó con una cerveza extranjera y tuvo el detalle de tomar una con ellos en la cocina de diseño italiano. La hora extra de los dos transportistas y la ayuda de un voluntario le había salido baratísima, pero a ellos el gesto les pareció increíblemente agradecido: la diosa bajaba a la tierra con los comunes mortales y compartía zumo de lúpulo con ellos. Los tres hombres, botella en mano, la escuchaban fascinados, mirándola de arriba abajo, mientras ella comentaba lo bonito que había quedado el piso.

Cillian se percató de que había malinterpretado la actitud de la vecina el día anterior. Era así con todos. Se comportaba así con todos. Cada ilusión que se había creado quedaba desmontada tras el análisis racional de los hechos. La estudió admirado. Una maestra del coqueteo. Sin hacer nada explícito, sin decir nada que pudiera tener una interpretación ambigua, conseguía que cada uno de los tres hombres allí presentes tuviese la sensación de que la diosa estaba ligando con él. Cillian observó cómo se tocaba el pelo, cómo sonreía ante cualquier ocurrencia de alguno de ellos, cómo los miraba fijamente a los ojos el tiempo suficiente para que el tío en cuestión creyese que había una conexión especial entre ellos pero, al mismo tiempo, lo suficientemente corto para que no pudiera estar seguro.

Cillian miró el reloj. La vecina estaba explicando, con detalles de lugares y fechas, que había comprado la mayoría de los adornos y muebles durante sus frecuentes viajes a Europa. Era una enamorada de Europa, en particular del área mediterránea, España, Francia, Italia y Grecia, pero también de Austria, los países de la antigua Yugoslavia, Holanda...

—Es muy interesante, de verdad, pero tenéis que disculparme. —La voz de Cillian sonó fuerte y tajante; era la única manera de conseguir introducirse en ese monólogo desbordado de la atractiva mujer. La vecina lo miró un tanto sorprendida—. Lo siento mucho pero tengo que marcharme.

—Hombre, Cillian, quédate un poco más —dijo ella con una sonrisa seductora y un guiño de complicidad, como si le pidiera que no la dejara sola con esos dos energúmenos—. Ningún trabajo es tan importante como para rechazar una cerveza con una dama, ¿no te parece?

Cillian interpretó el intento de la mujer como un acto de fuerza, una demostración de que tenía el control. Entonces el común mortal desafió a la diosa.

—Mi trabajo no puede esperar —dijo bajando la mirada—. Muchas gracias por la cerveza, ha sido muy amable.

La mujer, sin duda sorprendida, encajó la respuesta sin perder la compostura.

—Tú sabrás...

Cillian supo entonces que de repente la mujer había perdido cualquier interés en él; vista la derrota, se embarcó en otra batalla que estaba segura de ganar y retomó su monólogo dirigiéndose exclusivamente a los dos transportistas. Empezó a contar que su hobby preferido la había llevado a descubrir que en España, Francia e Italia podías encontrar objetos preciosos, cargados de historia, en los sitios menos pensados. Así, en Siena había adquirido un portal antiguo, del siglo
XVI
, que ella había reconvertido en un espléndido y original cabezal. Y fue una elección difícil, porque en la tienda de la ciudad toscana había decenas de portales amontonados sin cuidado uno encima del otro.

—Lástima que sólo tenga una cama —dijo con una sonrisa.

Cillian se dirigía a la puerta de la cocina, pero, antes de salir se volvió hacia la mujer.

—De todas formas, me permito sugerirle que la próxima vez las tenga unos minutos en el congelador. —La vecina dejó de sonreír, esta vez molesta. Cillian dejó su botella medio llena en la encimera—. No está fría... La verdad, esto no hay quien se lo beba.

De pronto los dos transportistas volvieron a ser ellos mismos: machos brutos y básicos.

—Es cierto —dijo uno de ellos mientras el otro imitaba al portero y dejaba también él su botella.

La vecina, por una vez, se encontró sin palabras.

Los chicos de la limpieza ya se habían adueñado del edificio. Cillian se cruzó con ellos cuando subía a casa de los Lorenzo.

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