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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (3 page)

Tenía cosas que decirle, que compartir con ella. Pero el inoportuno regreso de la señora Norman y de sus chicas rompió el momento. La anciana golpeó la puerta de cristal para que Cillian le abriera. El portero accedió malhumorado.

Mientras tanto, Clara acabó de abrigarse. Se ajustó el gorro que recogía su tupido cabello, se dispuso a ponerse unos guantes de lana color rojo carmesí, pero se equivocó, metió la mano izquierda en el guante derecho y tuvo que volver a empezar. Era algo torpe en casi todo lo que hacía. Pero todo el mundo se lo perdonaba.

—Cualquier día nos encuentran congeladas en la calle a las cuatro —comentó la señora Norman al entrar con el cochecito y sus perras.

Cillian vio con cierta repugnancia que la saliva se le había congelado en las comisuras de los labios.

—¿Qué tal se encuentra, señora Norman? —preguntó Clara, sonriente.

—Con mucho frío, querida. Ésta no es ciudad para viejas.

—Usted no es ninguna vieja, señora Norman. Ojalá mi madre fuera tan activa y vital como usted —la animó Clara.

La señora Norman sonrió agradecida.

Cillian volvió a acercarse a Clara, pero el momento de intimidad entre los dos peligraba irremediablemente. En presencia de otros vecinos, guardaba aún más las formas, como si en público debiera ocultar que había dormido con ella.

La chica seguía abrigándose.

—Pero ¿por qué sale tan temprano? Más tarde hace menos frío...

Cillian sonrió por la casual coincidencia entre su pregunta y la de Clara. Pensó que la conexión entre los dos era cada vez más sólida.

Por su parte, la señora Norman ya tenía ensayada su respuesta:

—Te contaré un secreto, querida. La pobre Aretha, cuando se despierta por la mañana, no aguanta mucho. No sé si me entiendes; son cosas de nuestra edad.

La vecina del 8A se miró instintivamente la muñeca, pero no llevaba reloj. Miró entonces la hora en el reloj de Cillian.

—¿Ya son las nueve menos veinte? —No esperó respuesta—. Hoy me van a matar. —Se apretó rápidamente el cinturón y se despidió. Pero al llegar a la puerta se detuvo—. Una cosa, Cillian... —Por un instante el portero temió que le dijera algo que no quería escuchar. Pero no fue así—. Se me ha atascado el grifo de la cocina... ¿Podrías echarle un vistazo?

—Pasaré esta tarde sin falta —la tranquilizó.

—Muchas gracias, Cillian. Y que tenga un buen día, señora Norman.

Clara se zambulló en el invierno. No se dio cuenta de que el cinturón del abrigo se le había desatado y lo llevaba arrastrando por la nieve de la acera.

—Una chica muy mona y educada —sentenció la señora Norman mientras entraba en el ascensor con sus perras—. Espero que no haya entendido que también yo tengo incontinencia... Qué vergüenza. Tendré que aclarar este...

Las puertas del ascensor se cerraron y la calma regresó al vestíbulo.

Cillian volvió a la garita.

A las 10.30 el cartero pasó a entregar el correo para los vecinos. Era un afroamericano alto y seco. Hiciera el tiempo que hiciese, se desplazaba siempre en bicicleta. Llegaba puntual como un reloj, detalle que Cillian apreciaba mucho. No era una persona muy habladora, y el portero, por su lado, no había hecho nada por romper el hielo. De manera que ninguno de los dos sabía cómo se llamaba el otro ni tenía ningún interés en saberlo. Su relación se basaba en lo mínimo que la profesión de cada uno de ellos les exigía. El cartero saludaba, el portero respondía al saludo, el cartero entregaba el correo, y se despedían.

Estaba repartiendo los sobres en los distintos buzones cuando del ascensor salió una asistenta latinoamericana empujando una silla de ruedas en la que iba un anciano bastante maltrecho.

Una de las ruedas de la silla se enganchó en la puerta del ascensor. La mujer intentó liberarla con aparatosas sacudidas mientras el pobre anciano no parecía percatarse de lo que ocurría. Sufría aquel violento meneo en silencio, con la mirada ausente.

Cillian no se movió para ayudarles. Seguía distribuyendo el correo, a pesar de que la criada le llamó:

—Oiga, señor, ¿puede ayudarme?

Pero Cillian tenía la cabeza en otro sitio. Miraba atento un sobre amarillo, de papel bueno, caro. La carta iba dirigida al señor Samuelson, el vecino del 2D. Su nombre y su dirección estaban escritos con una caligrafía muy pulcra.

La mujer soltó un insulto en español, «¡Que te den, cabrón!», y desatascó la silla con un fuerte empujón.

Recolocó al anciano en la silla, pues se había desplazado hacia la izquierda, y salió a la calle sin dignarse mirar al portero, ofendida.

—Que tengan un buen día —dijo Cillian mientras salían al frío.

Ese sobre había capturado su atención. Sopesó las dos opciones que tenía y, finalmente, no metió la carta en el buzón sino en el cajón de su garita.

Y entonces lo vio. En el suelo, al lado de uno de los ascensores, había un colgante. Una cadena de oro con una cajita plateada. Al abrirla, descubrió una foto de la asistenta latina junto a dos niños pequeños. Evidentemente, se le había caído en el intento de liberar la silla de ruedas.

Se guardó el colgante en el bolsillo y se sentó dentro de la garita. Su cabeza podía retener con facilidad mucha información, pero por lo menos una vez al día debía poner las cosas negro sobre blanco. Cogió el bolígrafo y abrió su libreta negra. Las hojas estaban llenas de números y códigos. Apuntó al lado de cada piso la hora de salida de los vecinos: 5A a las 6.45; 3B a las 7.10; 8B a las 7.30; etc. Vomitó los horarios de más de veinte vecinos con absoluta precisión. Cuando llegó el turno del 8A, se detuvo. Clara tenía una página aparte, reservada para ella sola, con infinidad de detalles sobre sus salidas, regresos, horarios de cenas y notas particulares. Apuntó: «Clara a las 8.30». Y como nota escribió «sin reloj». A continuación siguió con los vecinos que habían salido después de las ocho y media.

Llegó el momento de la pausa para el almuerzo. Según su contrato, podía dejar la garita sin custodia durante media hora. Pero siempre comía allí; se ponía los cascos, encendía un reproductor de música, y desconectaba.

El cansancio pudo con él a los pocos minutos. El insomnio tenía el curioso efecto de provocar en su estómago una sensación de constante saciedad. No había comido ni medio bocadillo cuando se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre su libreta negra.

Pocas veces recordaba lo que había soñado. Incluso tenía dudas de si de verdad soñaba. Estaba acostumbrado, por exigencias de su vida, a dormir muy pocas horas. Pero cuando lo hacía, entraba en un sueño profundo.

Un golpe sordo, a pocos centímetros de su oreja, le sobresaltó. Le habría despertado el simple aleteo de una mosca. Ese golpe hizo que le silbara el oído. Abrió los ojos, confuso, y sólo le dio tiempo de ver la silueta de un hombre que se alejaba hacia la calle.

Casi seguro que se trataba del vecino del 10B, un viejo viudo con malas pulgas. Probablemente había golpeado la mesa porque le había molestado que Cillian durmiera en horario de trabajo. Miró el reloj. En efecto, había superado en mucho la media hora reservada para su descanso.

Cinco minutos después, se alegró de que le hubieran despertado. Salía la vecina del 5B; un espectáculo. Era una mujer de unos cuarenta años, tres matrimonios a sus espaldas, ningún hijo, y una belleza turbadora. Esa tarde, debajo del abrigo de Valentino de doble botonadura y cuero verde, que llevaba desabrochado, lucía un espectacular conjunto de minifalda y blusa con cardigan de Jenni Kayne, que resaltaba sus formas. Un bolso
messenger
de Fendi y unas gafas grandes de Chanel completaban el elegante y raro cóctel de marcas.

Hubo una excepción a la regla.

—Necesito un favor —dijo mirando a Cillian con sus ojos azules. Esa mujer estilosa y elegante no se marchaba sin saludar: le estaba hablando y por propia iniciativa. Era un tanto altiva, sabía lo que provocaba en los hombres; sabía que con esos aires y esos ojos, nadie se negaría a ayudarla, pidiera lo que pidiese—. Los pintores han acabado y la casa huele horriblemente a pintura... He dejado las ventanas abiertas para que se ventile. Pero, por favor, si empezara a llover o a nevar, ¿te molestaría subir a cerrarlas?

—No se preocupe —respondió Cillian, y se dio cuenta de que se sentía nervioso delante de esa mujer que podría haber ocupado la portada de cualquier revista para hombres—. ¿Qué... qué tal ha quedado? —tartamudeó.

—¡Espectacular! —contestó ella, entusiasmada—. ¡Ahora sé que todo ese infierno valía la pena! —Y, para sorpresa de Cillian, añadió—: Cuando traigan los muebles, me gustaría que subieras a tomar un té, así te enseño cómo ha quedado todo. —Abrió la puerta de la calle y, antes de salir, lo miró con su intensa mirada azul mientras decía—: Cuento contigo para las ventanas.

La observó mientras levantaba un brazo en la acera y dos taxis paraban de inmediato. Hubo cierta discusión entre los dos taxistas por quién la llevaría. Cillian, aún sorprendido por la invitación, repasó mentalmente cada frase. ¿Cabía la remota posibilidad de que estuviera coqueteando con él? Dejó la pregunta sin respuesta. Pero estaba seguro de que algo pasaría con ella. «Creo que tengo posibilidades», se dijo.

—¡Tenemos un problema!

Cillian se dio la vuelta. Ahí estaba de nuevo la señora Norman. La imagen de la vecina del 5B seguía en su retina y la señora Norman le pareció entonces más patética que nunca.

—Seguro que lo solucionamos —afirmó Cillian.

—Creo que ya te conté lo de esta noche, ¿verdad?

Era el clásico truco para que Cillian le preguntara, pues no tenía ni idea de qué pasaba esa noche.

—Me temo que no, pero tal vez me falla la memoria...

—El cóctel, Cillian, el cóctel. Y sólo te digo esto: en el Plaza. No hace falta que te mencione las personalidades que asistirán...

—No, claro, no hace falta —consiguió replicar sin resultar irónico.

—Ya sabes que a mí estos eventos tampoco me gustan demasiado... —subrayó la anciana, a lo que Cillian no le quedó más que asentir—. Pero me ha invitado una amiga muy querida y, pobre, no puedo fallarle. No me lo perdonaría.

—Me parece muy correcto por su parte.

—Ya, pero el problema es que la recepción empieza a las cinco de la tarde... —La mujer hizo una pausa a la espera de que Cillian captara la naturaleza del dilema, pero él siguió mirándola sin entender—. A las cinco, Cillian... Y a las seis las chicas tienen que comer.

—Es cierto, no había caído.

—El veterinario fue categórico en eso, ya lo sabes. A su edad tienen que respetar los horarios. Sobre todo Celine, por sus problemas de sueño.

Cillian estaba casi seguro de que la fiesta en el Plaza era una invención. La señora Norman era capaz de arreglarse, coger un taxi delante de cuantos más vecinos mejor, y esconderse después en algún café, donde pasaría en soledad el tiempo que durase la supuesta fiesta.

—No se preocupe, yo me encargo —dijo sin embargo.

La señora Norman le mostró todo su agradecimiento:

—Eres un sol, ¿sabes? Pero, por favor, recuerda las medidas y la comida especial para Aretha.

No era la primera vez que Cillian se encargaba de esa tarea.

—Sí, señora Norman. La comida del sobre azul es para Celine y Barbara, no más de dos medidas para Celine. Y la comida del sobre verde es para Aretha, una sola medida.

—De verdad que eres un sol, ¿te lo he dicho alguna vez? —Cillian esbozó una sonrisa educada—. Por cierto —continuó la anciana—, he preparado un pudin. Te dejaré un plato en la mesa.

—Esta noche tengo un compromiso —replicó inmediatamente Cillian; sólo cuando acabó la frase se dio cuenta de lo que aquello podía provocar. Y así fue.

La señora Norman abrió los ojos como platos.

—Oooh... No me digas que te has echado novia... ¿En serio, Cillian? ¿Me la presentarás?

—De novia nada, señora Norman. Son unos amigos de la universidad.

Pero ya era demasiado tarde, las antenas de aquella cotilla profesional se habían activado.

—¿Seguro que no es una chica? —insistió.

—Seguro, señora Norman. Si tuviera novia, usted sería la primera en saberlo —replicó Cillian intentando ser lo más tajante posible.

Pero la señora Norman no era tan fácil de disuadir.

—No te creo —sentenció—. Se te ve en los ojos. Se trata de una chica. —A pesar de todo, la vieja tenía razón, pensó Cillian, pero ni de lejos sospecharía quién era la chica en cuestión—. Pero no me enfado. Que te vaya bonito con tu amor secreto... —Le envió un beso con la mano y se fue hacia los ascensores—. Tengo que irme. Necesito como mínimo dos horas para arreglar este cuerpo decrépito.

—Adiós, señora Norman.

La tarde transcurrió monótona, como cada tarde, hasta que llegó la asistenta latina. Cillian estaba escuchando música de su reproductor, con los cascos puestos, cuando la vio entrar, con la cara descompuesta y la mirada perdida en el suelo. Había llorado. Después de recorrer todo el vestíbulo, fue hasta Cillian y le preguntó algo. Cillian no apagó el reproductor, así que no oyó ninguna de las palabras de la chica, pero negó con la cabeza y puso cara de circunstancias. La asistenta se llevó las manos a las mejillas y salió de nuevo a la calle.

Por fin llegaron las seis de la tarde. Su trabajo acababa entonces, cuando aparecían los empleados de la limpieza que durante un par de horas tomarían el mando del edificio y sacarían lustre a todo.

Utilizando la pequeña llave que llevaba siempre al cuello, abrió el candado de la caja de metal que tenía escondida debajo de la mesa. Dentro estaban las llaves de todos los apartamentos del edificio. Cogió los juegos del 5B, del 3A y del 8A. Recogió sus cosas, dejó todo en orden, y cerró la garita.

De regreso en su estudio, en el sótano, volvió a ducharse. Una ducha más rápida que la de la mañana, pero necesaria. Aún quedaban muchas cosas por hacer.

En calzoncillos delante del espejo, se pasó un desodorante inodoro por cada centímetro de su piel. Sus ojos volvían a animarse, como después del intento de suicido de la mañana.

Cogió un par de preservativos y los metió en el bolsillo del pantalón.

Abrió la nevera, sacó un envase con comida precocinada y lo metió en la mochila, junto con un pantalón de pijama, una camiseta limpia y unos calzoncillos.

Abandonó su estudio a las 19.10, con su mochila y una caja de herramientas.

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