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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (11 page)

BOOK: Mientras duermes
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Se retiró en silencio por donde había venido.

Cuando el chorro de agua caliente golpeó su piel, la sensación fue sumamente placentera. El día prometía.

«Querida Clara. Me alegro mucho de que por fin nos hayamos reencontrado. Después de habernos puesto al día sobre nuestras vidas, tengo que confesarte que no he sido totalmente sincera contigo. En realidad, te contacté porque necesitaba compartir mi dolor con una amiga. Estoy mal, Clara. Estoy muy mal. Por eso te busqué.»

Le pareció que podía ser un buen inicio. Cerró el grifo y se envolvió en la toalla mientras se repetía esa parrafada para memorizarla.

«Mi queridísima, amadísima abuela acaba de morir. Pero el dolor por su ausencia no es nada en comparación con el sufrimiento que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba.»

Se sentó delante del portátil de Alessandro y empezó a escribir el mensaje que, bajo el alias de Aurelia Rodríguez, enviaría a Clara.

«Le he fallado, Clara, y no me lo perdonaré nunca. Ella se moría y yo no estaba a su lado. En el momento en que más me necesitaba, yo no estaba allí. La pobre, en su infinito amor y lejos de reprocharme nada, hasta se preocupó por mí. En su agonía, encontró la fuerza para dedicarme sus últimas palabras. Como última voluntad, pidió a los familiares que me hicieran llegar el mensaje de que me sentía cerca a pesar de la distancia, de que no me preocupara. Pero sé que no fue así, sé que mentía para que yo no sufriera lo que ahora estoy sufriendo. Sé que su muerte ha sido atrozmente triste porque su nieta preferida no estaba allí con ella.»

Desde luego no estaba escribiendo poesía. Cillian era consciente de ello. Lo único que pretendía era redactar una carta creíble, escrita por una chica lacerada por el dolor y que no tenía por qué estar dotada con un estilo literario exquisito. Ahora necesitaba un final emotivo, lastimero, que llegara directamente al corazón de Clara.

Entonces cometió el error de detenerse y volver a leerlo todo desde el principio. No estaba acostumbrado a escribir cartas, y mucho menos asumiendo el papel de una mujer. Lo que en el momento de su creación le pareció que tenía fuerza y sentido, ahora parecía bastante débil, demasiado directo y hasta pueril en algunos puntos.

Desanimado, borró el texto. Y, como siempre que surgía una dificultad, se cuestionó si la iniciativa en la que se había metido tenía, al fin y al cabo, sentido. Pero se había levantado animado y se reafirmó en su decisión enseguida.

—Sí, tiene sentido —se dijo en voz alta.

Y, para demostrárselo, releyó el mensaje que Clara había escrito el día anterior a su presunta amiga. Le contaba, con abundancia de detalles, cómo era su vida, que tenía un apartamento en el Upper East, que trabajaba en una consultoría independiente, que su hermana se había ido a vivir a Boston con su marido y los niños, pero que su madre seguía teniendo la casa en Connecticut. Le hablaba de su novio, Mark, un chico fantástico al que había conocido hacía un par de años en una fiesta. Habían conectado desde el principio, todo había sido muy rápido. Por desgracia, él trabajaba en San Francisco y se veían cada dos meses, una vez en la costa Oeste y otra en la costa Este. Todavía faltaban tres semanas para que pudiera abrazarle de nuevo.

Analizó fríamente el tono de Clara. No era muy distinto del estilo que estaba utilizando él. Se dijo que veía problemas donde no los había. Clara se tragaría cualquier cosa que Cillian le dijera a través del alias siempre y cuando le llegara al corazón.

Se olvidó de la forma y se centró en el objetivo del mensaje. Pretendía que Clara reviviera el dolor provocado por la muerte de su abuela y, ojalá, que naciera en ella un sentimiento de culpa por no haber estado con la madre de su madre en el momento final. Eso era lo único que debía tener en la cabeza.

Volvió a empezar, con otro enfoque: «Queridísima Clara...», daba sensación de más amistad. «Me alegro de corazón de que estés feliz con tu vida y con tu Mark. Es una pequeña alegría para mí en un período desafortunadamente muy duro. Te confieso que estoy pasando por el momento más triste de mi vida.» Tal vez era demasiado directo, pero pensó que sería más efectivo si empezaba atacando por el lado emocional. «En realidad, ésa es la razón por la que ayer busqué la forma de contactar contigo. Necesitaba encontrarte. Lo siento. No nos vemos desde hace más de quince años y de pronto irrumpo en tu vida y pretendo compartir mi dolor contigo..., pero necesito hablar con una vieja amiga y, aunque quizá te sorprendas, siempre te he considerado una figura muy importante, a pesar de la distancia y del largo tiempo de silencio.» Le pareció que de esa manera, reviviendo y resaltando el vínculo de amistad entre las dos, Clara podría vivir como propio el sufrimiento de Aurelia.

Miró el reloj. Las 6.40. El edificio empezaba a despertarse y él seguía prácticamente desnudo en su estudio.

«Mi abuela ha muerto, Clara. Y el dolor me ahoga. No sabes lo unidas que estábamos y el sufrimiento que su ausencia me provoca. Te he buscado porque recuerdo, cuando éramos niñas, que no pasaba un día sin que nos hablaras de tu abuelita.» Era una opción algo atrevida, de hecho Cillian no sabía de qué hablaban las niñas cuando iban a la escuela, pero de ser mínimamente cierta tenía todo el potencial para llegar al alma de Clara. «Creo que tu vínculo con ella era tan fuerte como el mío. Por eso creo que eres la única persona que puede entenderme de verdad. Mi abuela era, para mí, la persona más especial del mundo. Y ahora, querida amiga, es tan duro aceptar que no está...»

Subió a completar el mensaje en su garita. Pero antes abrió la cancela exterior y saludó a los primeros vecinos, como la señora Norman y sus achacosas chicas.

Tecleaba, absorto, con el portátil sobre su mesita, mientras los ascensores no paraban de bajar y subir. «Pero, Clara, te confieso que hay algo aún más desgarrador que el vacío causado por su pérdida.» Directo a por el sentido de culpa. «Algo aún más violento, insoportable, horrendo: la desesperación que me provoca el no haber estado a su lado cuando ella más me necesitaba. Mi amadísima, queridísima abuelita se estaba muriendo, Clara, y yo, su nieta preferida, no estuve con ella. Cada vez que cierro los ojos, imagino su mirada moribunda buscando en vano a su nieta entre los familiares que rodeaban la cama y... me cuesta respirar. Le fallé en el último momento y no tengo perdón.»

Levantó un momento la mirada del ordenador. El vestíbulo estaba desierto pero una mancha de pastel de chocolate recorría a lo largo de más de un metro el mármol de la pared. No le preocupó haberse perdido la salida de Ursula. Limpiaría después. Volvió a sumergirse en el mensaje.

«Lo sé y me maldigo. Imagino su rostro en los últimos instantes de su vida, esforzándose por tranquilizar a su desagradecida nieta, ocultando el dolor que mi ausencia le provocaba. Mientras la vida la abandonaba, encontró fuerzas para hablar de mí con otros familiares. Me transmitió que no me preocupara por no estar allí con ella, que me sentía cerca, que no sufriera... Mi pobre abuelita...»

Los ascensores seguían activos, soltando y acogiendo a los vecinos que entraban y salían del edificio. Cillian les saludaba con un movimiento automático de la cabeza, sin salir de su ensimismamiento. En ese momento no era Cillian el portero, sino Aurelia, la triste chica mexicana, y no podía permitirse distracciones.

«Pero sí sufro, porque no tengo perdón, Clara. Sería hipócrita si lo buscara. Necesito confesar mi culpa a una amiga. Dios mío, qué he...»

—¡Creo que esta noche he soñado contigo!

Cillian, confuso, levantó la mirada y sus ojos se abrieron más de lo que quería. Clara, con un abrigo rojo sobre un jersey blanco, estaba delante de él, sonriente.

—Eh, tranquilo. No era un sueño erótico... —precisó, divertida, al ver la reacción de total asombro del portero.

Estaba alucinado. No se movía. No hablaba. En la pantalla del ordenador seguía el perfil de Aurelia y medio mensaje escrito. Clara no pudo impedir que su mirada se dirigiera curiosa al portátil un par de veces, pero, educada y respetuosa de la privacidad del portero, no hizo por mirar la pantalla.

—Bueno, era una broma —dijo la pelirroja para romper el momento de incomodidad de Cillian—. Pero ya veo que no te ha hecho ninguna gracia. De todas formas, la verdad es que ni sé qué he soñado, era todo confuso... Últimamente tengo algún problema con el sueño.

Cillian seguía sin reaccionar.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Clara.

Cillian asintió con la cabeza, en silencio. Clara levantó las cejas; no entendía qué le ocurría. Pero no le dio demasiada importancia. Se puso sus guantes de lana y un cubre orejas de piel.

—Bueno, también quería decirte que no te preocupes por el reloj... que ha sido mi culpa y no pasa nada. Pues eso... que tengas un buen día. Hasta luego, Cillian.

Cuando él logró levantar la mano para saludarla, Clara ya se había marchado. Observó la acera desierta delante del portal de cristal. «Está claro que tengo que cambiar de cloroformo», se dijo al tiempo que liberaba el aire que retenía en los pulmones.

Volvió a mirar la pantalla del ordenador. El mensaje estaba casi terminado, y ahora le parecía que su estructura funcionaba mejor: primero construía la relación de empatía e identificación entre las dos mujeres, a continuación revivía un dolor común, y finalmente iba al objetivo: el sentimiento de culpa. Seguía sin ser poesía, lo sabía, pero era un mensaje que le parecía creíble, un mensaje sincero salido del alma de una chica dolorida.

Pensó cuál podría ser la reacción más inmediata de Clara al leerlo. En una situación así, sería normal que la pelirroja pidiera a Aurelia un número de teléfono para hablar directamente con ella.

«Dios mío, qué he hecho. No sé si tu abuela aún vive, Clara. Espero de todo corazón que esté muy bien y con salud. Y si es así, no le falles nunca, amiga. Vete a verla hoy mismo y dale un abrazo fuerte, fuerte, fuerte. Porque no quiero que sufras nunca lo que estoy sufriendo yo ahora. Siento haber irrumpido así en tu vida, pero necesitaba abrirme a alguien que me entendiera. Ahora estoy demasiado afligida para coger un teléfono o ver a gente. Creo que necesitaré tiempo para reencontrarme. Es demasiado duro, amiga mía. Pero intentaré volver a conectarme cuando me sienta con fuerza. Un gran abrazo, tu amiga para siempre, Aurelia.»

Había acabado. La sensación general era buena, y quiso cortar de raíz cualquier posibilidad de cambiar de opinión: le dio a
ENVIAR
sin releer el texto. Cuando Clara llegara al trabajo, su mensaje estaría esperándola.

A las 10.40 Cillian repartió el correo en los buzones de los vecinos. Sin necesidad de abrir los sobres, esa tarea le ofrecía pequeñas informaciones sobre la gente que vivía en su lugar de trabajo. Pequeños detalles que Cillian iba apuntando en su libreta negra. Así, la soledad de la señora Norman se reconfirmaba por el hecho de que la mujer no recibía más que las facturas del gas, el agua, el teléfono, la luz, y una revista bimensual de moda canina. Podía deducir el buen nivel económico de otros vecinos, como la mujer del 5B, por el ingente volumen de facturas vinculadas a servicios no necesarios, como internet, televisión de pago, abono a club deportivo, club de golf, centro de belleza, piscina, servicios de acupuntura, podología, oxigenoterapia, consultoría matrimonial, centro de
self care
, suscripciones a un montón de revistas, promociones de agencias de viajes, invitaciones de clubes nocturnos, iniciativas de asociaciones de ex estudiantes, etc. Pero lo que más le interesaba a Cillian era el carteo que los vecinos ancianos mantenían con viejas amistades de su edad; ese medio era su forma de comunicarse. Así, el señor Samuelson, que nunca recibía visitas y al que a menudo se le veía sentado solo en la cafetería de la esquina, en realidad no estaba tan solo. Amigos o conocidos le escribían con regularidad desde todo el país, y sobre todo una mujer, una tal Josephine Word, desde una residencia de Washington. Y ahí estaba de nuevo. Cillian tenía otra vez en las manos un sobre de papel caro con la buena caligrafía de Josephine. Y otra vez el portero se guardó la carta en el bolsillo.

La pausa para el almuerzo transcurrió en su estudio, tenía algo urgente que hacer. Del armario del vestíbulo donde se guardaba el material de limpieza había cogido un bote de lejía concentrada. Se puso una mascarilla como la que tenía escondida en el colchón de Clara y fue a por un frasco de quitaesmalte.

La síntesis del cloroformo casero no representaba ninguna dificultad. Bastaba con verter, en un cuenco de cristal, lejía, un chorrito de un cosmético que llevara acetona y, por último, agua fría para licuar la composición. Pero, después del susto de la noche anterior, Cillian necesitaba aumentar el poder narcótico de la mezcla. Con una jeringuilla extrajo diez mililitros de quitaesmalte, en vez de los seis habituales, y los vertió en el cuenco junto con dos vasos de lejía concentrada. Redujo la cantidad de agua para que la solución fuera más densa. Vio que la mezcla se enturbiaba por la reacción de los elementos y que el compuesto empezaba a hervir. El cuenco se estaba calentando. Lo depositó entonces en el pequeño lavabo del baño, rodeado de cubitos de hielo, para detener la evaporación. Casi al instante, por efecto del hielo, la ebullición cesó.

Tenía que pasar una hora escasa para que la turbidez desapareciera y el cloroformo se depositara en el fondo del cuenco y formara gotas transparentes.

Se quitó la mascarilla y pensó en su estómago al tiempo que entraba en internet con el ordenador del vecino del 10B. Comprobó, desilusionado, que el mensaje que Aurelia había enviado a Clara por la mañana aún no tenía respuesta. Tal vez no releer el texto había sido un error; tal vez la situación recreada con la abuela de Aurelia se parecía demasiado a la muerte de la abuela de Clara... Tal vez se había pasado y la pelirroja había descubierto la trampa. Meditó. También cabía la posibilidad de que el mensaje la hubiera tocado en lo más profundo, arrastrándola por primera vez a una especie de hundimiento emocional. Tal vez Clara estaba hecha polvo, tal vez ni siquiera se sentía capaz de animar a su amiga mexicana escribiéndole dos líneas. Por supuesto, esta segunda opción le gustaba más que la primera. Analizando los hechos, las posibilidades de que Clara pudiera sospechar algo de él eran, efectivamente, escasas. Poco a poco, en su cabeza, el segundo escenario tomó cuerpo. Fortalecido por su posible logro, devoró el bocadillo.

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