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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (19 page)

—¡Apártese de mi camino, Lezo! —bramó el virrey.

—No le permitiré que se rinda —replicó Lezo aplastando a Eslava con su mirada de un solo ojo.

—Estamos rodeados de ingleses por todas partes. Nos han vencido, Lezo, y hay que admitirlo.

—¿Por qué?

—Porque no queda otro remedio. Nos tienen a su merced y podrán acabar con nosotros en cuanto quieran.

—Podemos apostar soldados en las almenas y hacer que disparen contra todo inglés que pretenda aproximarse.

—¿Para qué Lezo?

—Para que el resto pueda huir.

Lezo no cedía en su empeño y, si era necesario, se impondría a la autoridad de Eslava. Aunque ello le costara la cárcel, el destierro o algo peor. Y Eslava, que conocía muy bien al almirante, lo sabía.

¿Qué podía hacer el virrey en aquellas circunstancias? ¿Sostenerle la mirada a Lezo y enrocarse en su decisión de capitular cuanto antes? Verdaderamente, él estaba seguro de que esa y no otra era la manera de ahorrar vidas en estos momentos, pero carecía de valor suficiente para enfrentarse a la furia del almirante. Y, en su descargo, habría que añadir que nadie allí lo tenía.

—¿Cómo lo haremos? —dijo al final, asumiendo que Lezo, una vez más, se saldría con la suya.

—Necesito a los mejores hombres. Cincuenta o sesenta. Quiero que salgan a descubierto y que se enfrenten a los casacas rojas.

—¡Pero van a morir!

—Algunos sí. No cabe duda de eso y no lo oculto. Pero salvarán a la mayoría.

A Lezo no le temblaba la voz cuando hablaba de hombres muertos. Ni siquiera aunque esos hombres fueran los suyos.

—Desnaux —gritó Lezo para llamar la atención del coronel—. Elija medio centenar de los suyos. Sesenta si es posible. Y ponga al frente de estos hombres bravos al mejor de sus capitanes.

Desnaux, que no había estado al corriente de la conversación entre Lezo y Eslava, preguntó:

—Sí, señor. ¿Cuál es la misión?

—Salir ahí fuera y matar ingleses mientras nosotros nos retiramos al castillo de San Felipe.

—Entendido, señor. Proteger la retirada.

—Dejándose la vida, si es preciso.

—Por supuesto, señor.

Desnaux comenzó a pronunciar en voz alta los nombres de varios de los soldados bajo su mando. Los hombres, según escuchaban que el coronel les llamaba, se acercaban hacia él y le rodeaban. Nadie decía nada. Nadie protestaba ni trataba de evitar que se le enviara al matadero. Desnaux, por su parte, actuaba como guiado por el resorte invisible que mantiene los cuerpos y las almas en pie cuando se ha sobrepasado con creces todo límite humano. De la boca salen las palabras precisas, las manos ejecutan los gestos adecuados y las piernas te llevan adonde has de ir y no a otro lugar. Pero la mirada se halla hueca, deshabitada, carente de todo lo que convierte en hombre a un hombre.

Después, cuando el grupo estuvo reunido, Desnaux llamó a Pedrol. Él era el capitán que guiaría a los soldados elegidos. Pedrol no titubeó. Posiblemente porque, a fin de cuentas, morir en el campo de batalla suponía una forma bastante rápida de terminar con todo aquel sufrimiento. Podría descansar y lo haría de la forma más placentera si, en el camino, se llevaba a unos cuantos casacas rojas por delante.

—Sólo cincuenta —dijo Eslava a Desnaux.

Cincuenta cadáveres detendrían de igual forma a los ingleses que sesenta cadáveres. Y sesenta cadáveres suponían diez soldados menos para defender el castillo de San Felipe. Lo cierto era que Eslava había comenzado a comprender la siniestra lógica de Lezo. Y a aplicarla sin escrúpulos.

—Bien, Lezo —continuó el virrey dirigiéndose al almirante—, ¿cómo lo vamos a hacer?

No hay plan más sencillo que enviar hombres a la muerte.

—Esta noche volveremos a intentarlo —respondió Lezo—. En cuanto haya anochecido, los soldados bajo el mando de Pedrol saldrán ahí fuera, caminarán hacia el manglar y dispararán contra los ingleses.

Desde luego, se trataba de un plan simple. Matar y dejarse matar para que, mientras tanto, el resto se ponga a salvo. Había que tener algo especial dentro para prestarse a aquella misión sin protestar.

—Dejaremos un par de canoas amarradas en el embarcadero —añadió Lezo.

Sabía de sobra que jamás serían utilizadas.

* * *

Nuevamente, los cálculos resultaron errados. Cuando anocheció, los hombres de Pedrol se aprovisionaron de toda la pólvora que pudieron conseguir y de más munición de la que podrían disparar, y salieron del fuerte. Sin embargo, los ingleses no se habían retirado ni pensaban hacerlo. Cuando Pedrol y los suyos comenzaron a disparar sobre todo lo que se movía en las sombras, muchos casacas rojas cayeron muertos. Pero muchos más surgieron de la nada para hacerles frente de inmediato. Y lo que era peor: sin por ello descuidar el asedio al San Luis.

Alderete se encontraba entre los que se hallaban dispuestos para salir en el primero de los grupos. El fuerte iba a evacuarse por etapas, y a él se le había encargado ir con Eslava y unos cuarenta soldados que se dirigirían directamente al castillo de San Felipe. Tras ellos, saldría Lezo junto a otros cuarenta hombres rumbo al Galicia y, finalmente, Desnaux con el resto. La orden para estos era la de remontar la bahía interior y alcanzar el San Felipe pero, si no lo lograban, se refugiarían en el África y aguantarían allí como pudieran.

Sin embargo, cuando llegó el momento de bajar el puente levadizo, se dieron cuenta de lo que Pedrol y los suyos ya habían descubierto hacía un rato: que había soldados ingleses por todas partes. Demasiados para intentar una huida. Era tal la tranquilidad y la libertad de acción de la que disfrutaban los casacas rojas, que se hallaban montando, iluminados por antorchas, dos cañones junto a la puerta principal del fuerte. Sin duda, sus intenciones pasaban por echarla abajo y tomar la edificación por las armas.

—No podemos salir —dijo Eslava—. Es imposible. Los ingleses nos han rodeado.

—Hay miles —susurró Desnaux—. Miles…

—¿Qué podemos hacer, Dios mío? ¿Qué podemos hacer?

—Intentarlo —intervino Lezo.

—¿Intentarlo? —preguntó Eslava a punto de sufrir un ataque de nervios—. Lezo, es imposible que salgamos de aquí. No, no vamos a intentarlo. Bastantes soldados he perdido ya. Teníamos que habernos rendido cuando aún estábamos a tiempo…

—No, eso nunca. No vamos a rendirnos.

—Capitulemos, Lezo. Probablemente, nos ofrezcan un buen trato.

—Nadie nos va a ofrecer un buen trato porque no tenemos nada que dar a cambio.

—Pero las leyes de la guerra les obligan. Tienen que aceptar la capitulación de una fortificación cuando esta lo solicite.

Lezo no se molestó en responder. Los ingleses no respetarían ninguna ley. Vernon quería una victoria aplastante para resarcirse de todos los problemas que los españoles le habían causado. Y eso se disponía a hacer: aplastar Cartagena como a una mosca molesta.

—Apoyemos a Pedrol —dijo, al cabo de un rato, Lezo.

Eslava se arrepintió pronto de haber respondido con lo primero que se le pasó por la cabeza:

—Pero si ya están todos muertos…

Los soldados que todavía quedaban en el San Luis se volvieron hacia el virrey. Eslava notó que decenas de miradas se clavaban en él. Miradas que ni siquiera eran de animadversión: los hombres, simplemente, no comprendían cómo alguien podía haber pronunciado unas palabras semejantes. Después, además, de todo lo que llevaban soportado en aquellos días interminables.

—Hagámoslo —intervino, de pronto, el coronel Desnaux—. Apoyemos a los nuestros.

Parecía surgido de un largo sueño. La visión de su figura a la luz de las antorchas sobrecogió a Alderete. Y no lo dudó. Apartándose de la compañía de Eslava, dio un paso al frente y gritó con voz ronca:

—¡A las murallas! ¡Defendamos a nuestros soldados! ¡Si hay que morir, muramos con honor!

Todos los hombres corrieron en búsqueda de los mosquetes y se apostaron en las almenas. No existía ningún tipo de organización y cada soldado comenzó a disparar sin importarle demasiado hacia dónde. El objetivo no se extendía más allá de hacer algo mientras los acontecimientos se precipitaban. Porque hacer algo siempre es mejor que no hacer nada. Y si te van a matar, te matarán igual, pero el abrazo de la muerte te llega con la cabeza bien alta.

—¿Está sonriendo, Lezo? —preguntó Eslava.

Los dos hombres se habían quedado solos y observaban las evoluciones de una tropa ya derrotada. El último estertor antes de que los ingleses derribaran a cañonazos la puerta principal y pasaran a todos a cuchillo.

—Yo no sonrío —respondió Lezo—. Jamás.

Y dicho esto, puso rumbo hacia el parapeto norte. Allí, unos veinte hombres cargaban mosquetes y se los entregaban a los tiradores. Durante un par de minutos, en medio de la noche, Lezo, apoyándose en su pierna de madera, sintió volar las balas a su alrededor.

* * *

Cuando amaneció, los ingleses habían dejado de disparar y se habían replegado hasta su campamento en el manglar. Por supuesto, no se trataba de una retirada, sino de una simple medida de protección ante el ataque de los españoles. ¿Qué motivo existe para dejarse la vida en mitad de la noche cuando una vez amanecido tus tropas son poco menos que invulnerables? ¿Querían disparar los españoles? ¿Enviar tropas y sacrificar inútilmente hombres? Adelante, que lo hicieran. Que se agotaran, si todavía no lo estaban, y, con la luz del día, ellos reorganizarían su infantería. Transcurridos tantos días desde la arribada a la ciudad, poco importaban unas horas más.

Tras salir el sol, un grupo de ocho o diez soldados españoles apareció junto al puente levadizo. Se trataba de Pedrol y de los hombres de su grupo que habían logrado sobrevivir a la noche. Contrariamente a lo que Eslava creyó el día anterior, no todos habían muerto.

Lezo, incapaz de aguardar a que Pedrol se presentara ante él para informarle, acudió a recibirle. Estaba deseoso de recabar noticias, de saber cómo estaban las cosas fuera para, así, calcular cuáles eran las posibilidades dentro.

—¿Se ha replegado la infantería inglesa? —preguntó directamente el almirante.

—Yo no diría tanto, señor —respondió un Pedrol muy fatigado. Le habían herido en un costado, pero se negaba a recibir atención hasta dar cuenta de su misión—. Se han replegado a una segunda línea, pero están cerca. Muy cerca.

—¿Cuánto?

—No sabría decirle con exactitud, señor, pero nos tienen siempre a tiro. De eso estoy seguro. Han montado artillería frente a la puerta principal y de un momento a otro tratarán de echarla abajo y entrar en el fuerte.

Lezo miró a Pedrol y, luego, a Alderete.

—En ese caso —dijo—, no nos queda mucho tiempo. Salgamos de aquí.

* * *

El almirante ocupó el resto del día en vigilar, desde las almenas, a la infantería inglesa. Atacaban de nuevo la fortificación, de manera que se hacía necesario volver a defenderla. Tenía un par de decenas de hombres apostados en los baluartes que disparaban sin apenas descanso. Disparaban, incluso, si no había casacas rojas a la vista. Los planes de Lezo pasaban por mantener al enemigo a distancia durante unas horas y aprovechar cualquier oportunidad propicia para abandonar el fuerte.

Para ello, había dispuesto que toda la dotación que no se hallara combatiendo, estuviera preparada en la plaza de armas del San Luis. En cuanto el riesgo de ser abatidos en campo abierto fuera lo suficientemente bajo, ordenaría la evacuación del fuerte.

Pero tenía que ganar tiempo. Era imprescindible que los ingleses relajaran su ataque y les dejaran huir. Nada probable, desde luego. Y los cañones montados a unos treinta pasos de la puerta principal así lo demostraban. ¿A qué esperaban los ingleses? Sólo Dios lo sabía, pero Lezo quiso pensar que se limitaban a aprovechar el fuego de mosquete proveniente del San Luis para reorganizar y abastecer sus filas de cara al ataque definitivo. Un ataque en el que, sin duda, ya no se limitarían a continuar disparando contra la fortificación: había llegado el momento de la lucha cuerpo a cuerpo, de penetrar en el fuerte y tomarlo al asalto.

¿Y cómo ganar tiempo en semejantes circunstancias? Lezo tuvo una idea. Decidió enviar a un par de oficiales hasta el campamento inglés. Se presentarían con bandera blanca y solicitarían una capitulación. Más que probablemente, la respuesta sería negativa. A estas alturas, con la victoria al alcance de la mano, el mando inglés no ofrecería nada que no fuera la derrota total. Si lo deseaban, podían rendirse sin condiciones. Nadie aceptaba una capitulación si dispone de artillería montada a treinta pasos del objetivo. Y varios cientos de hombres disponibles para morir en un asalto.

Sin embargo, ello les daría tiempo para que la dotación del San Luis lo abandonara con discreción. O eso, al menos, esperaba Lezo.

—¿Capitular? ¿Ahora vamos a capitular? ¿Se ha vuelto loco por completo, Lezo?

El almirante estaba bastante acostumbrado a escuchar estas palabras en boca de Eslava, de manera que cuando las pronunció apenas se dio por aludido.

—Sí, capitulemos —dijo mirando distraídamente—. Capitulemos ahora.

—¡Lezo! —exclamó un Eslava cuya capacidad de asombro parecía sólo igualable a su candidez para la estrategia—. ¡No aceptarán ninguna condición!

El almirante habría seguido con aquel juego durante horas, pero tiempo era, precisamente, lo que no le sobraba:

—Sé que no aceptarán una capitulación. Pero, de todos modos, enviemos a un par de oficiales. Agresot conoce el idioma, así que él puede ser uno de ellos. Que busquen algo que les sirva de bandera blanca y que partan hacia el campamento inglés. Con suerte, algo así mantendrá ocupado al enemigo durante varias horas.

Eslava rumió en silencio lo que Lezo acababa de decir. Capitular para ganar tiempo… Bien, de acuerdo. En cualquier caso, carecían de cualquier otra opción y la ingenuidad de Eslava no llegaba tan lejos como para no comprenderlo.

—Que vayan —dijo, resignado.

Agresot tardó todavía un buen rato en hallar algo con lo que fabricar una bandera blanca. Allí llevaban dos semanas quemando pólvora y tragando el polvo del escombro levantado por los impactos enemigos, dos semanas sin nada con lo que asearse y, por supuesto, sin mudar la vestimenta una sola vez. Pero, tras mucho rebuscar, el capitán encontró un paño razonablemente blanco en la capilla. Lo habían usado para proteger un Cristo de madera que se usaba para las misas y al que, desde que comenzara el ataque inglés, nadie rezaba: los curas no suelen acercarse a las fortificaciones en primera línea de batalla y les gusta recordar que quien quiera rezar, será escuchado. Dios estaba en todas partes, y también tras los parapetos en los que sudaban, sangraban y morían los hombres del San Luis.

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