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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (15 page)

Wentworth se había tomado la presencia de Johnson en el manglar como una advertencia por parte de Vernon. Si por sus propios medios no podía llevar a cabo las órdenes dadas, necesitaba ayuda. Podía aceptarla o podía rechazarla. Pero Johnson estaba en Tierra Bomba para recordarle que algo marchaba mal.

De acuerdo, a Wentworth no le importaba tragarse su orgullo y reconocer que Vernon tenía razón. Cualquier cosa antes que asumir su fracaso ante el consejo. No iba a darles una satisfacción semejante.

Johnson llegó acompañado de cuatro hombres que le habían escoltado desde el campamento en el que dormía hasta el de Wentworth. Era un hombre de unos cincuenta años, aspecto jovial y escasa corpulencia. Se iluminaba, al igual que el resto de hombres de la escolta, con una tea encendida que portaba en la mano derecha.

—Señor, me ha mandado llamar… —dijo con voz sorda.

—Johnson, necesito su ayuda —dijo, sin titubeos, Wentworth.

Los dos hombres entraron en una tienda que servía de cuartel general en tierra y desde donde Wentworth y sus oficiales discutían la marcha de las operaciones. En el centro de la tienda había una mesa y, sobre la mesa, un mapa no demasiado exhaustivo de Cartagena y sus territorios adyacentes.

—Iré, pues, al grano —comenzó a explicar Wentworth—. No somos eficaces y estamos muy lejos de conseguir nuestro objetivo. Las órdenes del almirante no se cumplen y, por si esto fuera poco, perdemos hombres cada noche a manos de los españoles. Necesito que me diga qué podemos hacer para ganar esta batalla.

Johnson no sintió ningún tipo de satisfacción ante la petición del general. Estaba muy acostumbrado a que militares superiores a él en rango y con una reputación mucho mayor que la suya, le hablaran en términos semejantes. Por ello, cuando escuchó la petición de Wentworth, se limitó a agacharse sobre el mapa y a examinarlo en silencio.

—Bien —dijo por fin mientras arrastraba su dedo por él—. Aquí está el fuerte de San Luis y aquí el canal de Bocachica. Estos son, a grandes rasgos, los objetivos a los que, en este momento de la campaña, tenemos que hacer frente. ¿No es así?

—Exacto —contestó Wentworth—. Sobre todo, en lo que a nosotros respecta, el fuerte de San Luis. Tenemos que conquistarlo a la mayor brevedad posible. Es urgente, porque si no logramos que caiga esta fortificación, el resto de la campaña puede quedar seriamente comprometida. Y yo con ella, ¿comprende?

Claro que comprendía. Johnson era cualquier cosa menos tonto. Sin embargo, las intrigas de unos y de otros le traían sin cuidado. Él estaba allí para hacer su trabajo. Y su trabajo pasaba por organizar las fuerzas artilleras y el modo en el que la infantería debía avanzar hacia el enemigo. Como siempre había hecho allá adonde le habían enviado.

—Lo primero que tenemos que hacer es crear un campamento en condiciones. Uno solo, en lugar de diez o doce desperdigados por el manglar. Somos vulnerables porque nos creen vulnerables. Seamos fuertes y nos tomarán por fuertes. Creo que lo adecuado es acondicionar una extensión importante de terreno y reunir nuestras tropas. Al mismo tiempo, tenemos que elegir un mejor lugar para situar nuestras piezas de artillería. Estamos disparando desde un lugar que no asegura la efectividad. Y, sobre todo, es preciso afianzar los cañones y los morteros en tierra firme. Si es necesario, subiremos arena de la playa. Después, talaremos árboles y con los troncos construiremos bases sólidas en las que situar la artillería. Es completamente necesario que cada uno de nuestros disparos acierte en el objetivo. De lo contrario, perderemos el tiempo y, con él, las posibilidades de victoria.

Wentworth no podía negar que se hallaba impresionado. Lo cierto era que no esperaba que aquel hombre de aspecto poco importante tuviera tanta seguridad en sí mismo como la que acababa de demostrar. Sin embargo, parecía que sabía lo que decía. De hecho, él también había sido partidario de reunir a toda la tropa, pero lo impracticable del terreno le había hecho desistir de la idea.

—Da igual cuánto tiempo nos lleve desbrozar un área lo suficientemente extensa de manglar —continuó Johnson—. El tiempo que ahora perdamos lo recuperaremos con creces cuando cada uno de nuestros disparos alcance su objetivo.

Alcanzar su objetivo. Echar abajo, de una vez por todas, las murallas del San Luis. A Wentworth comenzaba a gustarle lo que escuchaba. Tanto que ordenó que todos en el campamento se pusieran en pie y a las órdenes de Johnson. Era hora de trabajar. De hacer las cosas de otra manera.

* * *

Antes de que amaneciera, los españoles atacaron tres veces más los campamentos ingleses: once muertos y más de una veintena de heridos. Un balance nefasto, sin duda, pero del que Wentworth no se lamentó. Lo anotó en un escueto informe junto al aviso de que Johnson se había puesto a trabajar al frente de una dotación de zapadores y envió la misiva a Vernon. Si el almirante quería darse por satisfecho, podía hacerlo. En caso contrario, sólo esperaba que tuviera paciencia suficiente para que a Johnson le diera tiempo a realizar su trabajo.

Lo cual no iba a ser especialmente complicado, porque Johnson trabajaba muy deprisa. Tanto, que el propio Wentworth se sintió asombrado. Ahora se daba cuenta de que había sido un estúpido al no contar antes con él. Pero no era hora de lamentos. Wentworth, como buen experto en combates terrestres, disponía de un espíritu esencialmente práctico. Si Johnson se había revelado como la mejor opción después de que él mismo prescindiera de sus servicios, bien estaba que tan a tiempo hubiera descubierto su error.

Con las primeras luces del alba, el ingeniero caminó por el manglar en dirección al fuerte de San Luis. Junto a él, Wentworth y varios oficiales más exploraron la zona en búsqueda de una nueva ubicación para el campamento.

—Aquí —dijo, al fin, Johnson cuando halló un terreno que creyó propicio.

—¿Aquí? —preguntó Wentworth extrañado por lo cercano que se hallaba el paraje del fuerte enemigo.

—Sí, aquí —respondió Johnson—. Este es el sitio. Desde aquí disponemos de un ángulo de tiro excelente y podremos cañonear sin apenas errar tiros. Además, el terreno es prácticamente llano, lo que facilitará nuestra actividad.

—Pero, ¿no estamos demasiado cerca del San Luis? —dudó Wentworth.

—¿Cerca ellos de nosotros o nosotros de ellos? —devolvió la pregunta el ingeniero—. Si conseguimos organizar una buena defensa, creo que podremos repeler sin dificultad los ataques nocturnos.

—No es eso lo que más me preocupa…

—¿Sus cañones? No, sus cañones no tienen que suponer para nosotros un problema mayor que el que nuestros cañones supongan para ellos. Tenemos una potencia artillera muy superior a la suya. Tenemos más hombres, más munición y una capacidad de movimientos de la que ellos carecen. ¡Están atrapados y a nuestra merced! ¡Demostrémoselo!

Las exposiciones de Johnson parecían un tanto temerarias a Wentworth, pero lo obvio era que allí se hacía preciso tomar decisiones arriesgadas o no avanzarían jamás. Sólo da pasos quien pone un pie delante del otro. Y sólo cañonea con verdadera capacidad de causar daño quien se expone a ser, igualmente, cañoneado.

—Ponemos a más hombres en peligro pero, a cambio, nos convertimos en letales para ellos —concluyó Johnson.

Dos mil hombres trabajando duro pueden hacer grandes cosas en media jornada. Transportar ingentes cantidades de arena desde la playa y establecer, así, los cimientos de su nuevo campamento. Talar tantos árboles como sea preciso y construir plataformas con ellos. Desbrozar la espesura, abrir canales y caminos, transportar munición y artillería. Disponerlo todo, en suma, para que aquella misma tarde se pudiera comenzar a disparar sobre el enemigo. Disparar, pero no como hasta ahora. Disparar con la intensidad de quien tiene la convicción íntima de que va a vencer. De que Dios pelea de su parte.

Wentworth se hallaba satisfecho. Tras el almuerzo, escribió un informe y se lo envió a Vernon. La estrategia había cambiado por completo en Tierra Bomba y se disponían a multiplicar por cinco o seis la cadencia de sus disparos. Y por diez, la efectividad de los mismos.

Todo estaba saliendo a la perfección. Los españoles, incluso, les dejaron hacer durante gran parte del día y no parecieron darse por aludidos cuando dos millares de soldados se apostaban a sus puertas. Ellos, y una veintena de piezas de artillería apuntando en dirección al San Luis. Supuso que estarían demasiado exhaustos para responder.

Lo cual, por otro lado, era una suposición más que correcta.

* * *

Lezo ya daba por perdido el canal de Bocachica y no tenía la menor duda de que el asalto definitivo a sus posiciones era, simplemente, una cuestión de tiempo. Así se lo recordaba a Eslava cada vez que tenía ocasión, pero siempre obtenía la misma respuesta: Desnaux no opinaba igual y Desnaux estaba al mando del San Luis, de manera que resistirían.

—Además, no hay informe proveniente de Pedrol y Agresot en el que no se aluda al cada vez peor estado de salud de los ingleses —remataba, ufano, el virrey.

Sí. Como si la fiebre amarilla fuera a acabar con ellos antes de que ellos acabaran con Cartagena y todos y cada uno de sus defensores… La enfermedad únicamente lastraría el avance de los casacas rojas, pero no lo detendría. Jamás. Algo así, por mucho que lamentara decirlo, no sucedería nunca. Y como no iba a suceder nunca, mejor era prepararse cuanto antes para lo inevitable.

—Deberíamos abandonar cuanto antes la fortaleza, iniciar una retirada ordenada, llevarnos de aquí todas las piezas de artillería en buen uso y hundir nuestros navíos para impedir el paso de los ingleses.

Esta era la orden que Lezo ansiaba tanto dar a sus capitanes. Una retirada ordenada, sin perder más soldados de los estrictamente necesarios y con todo el armamento y la munición disponibles. Y dificultando el avance inglés barrenando los navíos españoles en el canal de Bocachica.

Todo, con tal de disponer de tiempo para organizar la defensa final en el castillo de San Felipe, junto a las murallas de la ciudad. Allí, en una fortaleza mucho mejor dotada que el San Luis, reunidas todas las tropas y convenientemente articulado un plan defensivo, podrían resistir. Allí, aunque con dificultad, dispondrían de una oportunidad. Pequeña, si se quiere. Minúscula, incluso.

Pero una oportunidad, a fin de cuentas. El almirante no solicitaba más.

Sin embargo, a Eslava le llevaban los demonios cuando escuchaba hablar así a Lezo. ¡No, no y no! Desde luego que el San Luis no sería abandonado mientras existiera posibilidad de defenderlo y de defender, al tiempo, toda la bahía interior. ¿O creía Lezo que podrían repeler al enemigo una vez éste campara a sus anchas por Cartagena? No, por Dios no. Ingleses en la bahía interior… En su bahía. Sólo pensándolo, Eslava ya sentía escalofríos.

—¡Están enfermos! ¡Están enfermos! —gritó el virrey como si ello, en sí mismo, supusiera casi la derrota inglesa.

Junto a Desnaux y Lezo, se habían reunido sobre la cubierta del Galicia y observaban, con la ayuda de catalejos, las evoluciones de los casacas rojas en Tierra Bomba.

—Para estar enfermos, se mueven demasiado —afirmó Lezo como si, en realidad, hablara consigo mismo.

—¿Demasiado? —preguntó Eslava—. No sé si están moviéndose mucho o poco, pero lo que sí sé es que ese hatajo de idiotas se está situando tan cerca del San Luis que podrán ser barridos en dos o tres andanadas disparadas desde nuestros cañones.

Lezo, a diferencia del virrey, nunca subestimaba las intenciones del enemigo. Y menos cuando el enemigo era inglés. Porque los ingleses podían ser unos perros hijos de puta y Lezo lo sabía. Pero sabía también que eran los perros hijos de puta más listos que jamás había conocido. Esto, cuanto menos, tenía que concedérselo. Y tomarlo muy en cuenta.

—Tan cerca ellos de nosotros como nosotros de ellos —dijo.

No podría decirse que el tono de Lezo fuera desafiante y, menos aún, insolente. Pero había algo en su parsimonia que sacaba de quicio a Eslava.

—¡Ja! —rió bruscamente el virrey. Y señalado el lugar donde los ingleses se habían acantonado, añadió—: ¿Acaso cree que han podido trasladar piezas de artillería hasta esa posición?

—No me cabe la menor duda. Llevamos varios días recibiendo su fuego de mortero, ¿no?

—Desde lejos y con escasa fortuna —intervino Desnaux—. Probablemente el fuego de cañón con el que les respondemos cause en ellos mucho más daño que sus morteros en el San Luis.

—Ya no disponen sólo de morteros.

Eslava no pudo evitar un aspaviento muy poco propio de un militar de su rango y categoría:

—Oh, almirante, usted siempre suponiendo cosas. ¿Por qué diablos deberían los ingleses haber situado cañones tan cerca del fuerte? ¿Acaso no sabe las dificultades que entraña acarrear piezas de gran peso por el manglar?

—Sé que lo han hecho —repuso Lezo sin dejar de mirar por el catalejo en dirección hacia Tierra Bomba—. No puedo verlos desde aquí, pero estoy seguro de que los tienen.

—¡¿Por qué?!

—¡Porque es lo que yo haría! Reunificaría las tropas, instalaría un campamento lo más cerca posible del fuerte y llevaría hasta él toda la artillería disponible. De cualquier forma y sin detenerme ante nada. Cualquier otra opción los condena al fracaso, así que están haciendo lo único que pueden hacer. Es sencillo de comprender.

Lezo bajó la mano que sostenía el catalejo y observó a Desnaux y a Eslava, que seguían escudriñando con los suyos la zona alta del manglar. Era sencillo de comprender.

—Y sugiero que volvamos a disparar contra Tierra Bomba. De hecho, ni siquiera sé por qué hemos dejado de hacerlo —añadió.

Desnaux se sintió humillado. Lezo era el almirante y estaba en su pleno derecho a la hora de cuestionar las acciones emprendidas desde el San Luis. Pero hacerlo con el virrey presente… Algo así humilla a cualquiera. Y más a alguien que durante días y sin descanso ha trabajado duro para asegurar la posición.

—Los ingleses no han disparado en todo el día —se explicó apretando la rabia entre los labios—. De manera que he preferido concentrar a los artilleros en las baterías que hacen fuego contra los navíos de línea ingleses. Durante toda la jornada, apenas nos han dado tregua.

Y no pensaban hacerlo. Vernon, convenientemente informado del cambio de estrategia en el manglar, decidió que no estaría de más cubrir la actividad de sus tropas de tierra redoblando la intensidad del ataque por mar. Envió cinco navíos adicionales a la línea de combate y los puso a disparar con toda la artillería montada en una banda. Si Wentworth fracasaba en su intento de conquistar el fuerte de San Luis; que nadie pudiera decir que había sido por falta de apoyo desde el mar.

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