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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (18 page)

—¿No será esa ropa para Cussirat? —le pregunta Redondo a doña Segunda, esa noche.

Al día siguiente va a la jefatura a denunciar su descubrimiento, con la esperanza de ahorrarse los mil pesos que ha ofrecido de recompensa. Pero no le hacen caso y lo despiden con cajas destempladas, como si estuviera diciendo sandeces.

Se pasará el resto de su vida tratando de explicarse este fenómeno, sin descubrir quién es el amante de Ángela.

En la Punta del Caimán, Pereira y Cussirat se despiden. En el mar, a pocos metros, están la lancha y el negro que han de llevar a Cussirat al otro lado de la bahía, en donde está fondeado la Navarra. Cussirat abraza a Pereira y le dice:

—Pereira, con nada podría pagarle lo que ha hecho por mí, pero si me acepta un poco de dinero, que es todo lo que puedo darle, me quitaría un peso de encima.

Saca la cartera, y dinero de ella, pero el otro lo rechaza.

—Ni un centavo, Ingeniero. Y váyase tranquilo, que para mí, bastante pago fue la satisfacción de servirle de algo.

—Yo quisiera regalarle alguna cosa, algo que le gustara, pero no tengo nada —dice Cussirat, pero, de pronto, recuerda—. O no, sí tengo. Saca la pistola.

—Tengo esta pistola. A mí ya no va a servirme de nada. ¿Quiere usted guardarla como recuerdo?

Pereira, fascinado, mira el arma, y la toma entre sus manos, como algo precioso. Cussirat lo mira, contento.

—Sí le gusta, ¿verdad?

Pereira dice que sí con la cabeza y mira al otro, agradecido. Cussirat abre los brazos:

—Deme un abrazo, Pereira, que probablemente no volveremos a vernos.

Los dos hombres se abrazan, conmovidos. Después, Pereira acompaña a Cussirat a la orilla del acantilado, y lo ve saltar en la lancha con agilidad.

El negro empieza a remar. La lancha se aleja. Cussirat, de pie, mira hacia la orilla, alza una mano, como última despedida, y después, da la vuelta, y se sienta, mirando al frente.

Cuando Cussirat le da la espalda, Pereira mira la pistola que tiene en la mano, la guarda en su bolsa, y vuelve a mirar la silueta de la lancha que se aleja, navegando en la mar tranquila, y se pierde en la noche.

Ángela, desde su ventana, ve las luces de la Navarra deslizarse en la negrura. Después, cierra la ventana, y se toca la frente, pensativa, satisfecha, y triste al mismo tiempo.

El día siguiente encuentra a la Navarra navegando alegremente en la mar picada.

En la cubierta, Cussirat, con la gorra de viaje y el sobretodo que compró Ángela en los Almacenes Redondo, reclinado en una silla plegable, lee La historia de dos ciudades.

Una figura femenina aparece en cubierta, camina con cierta dificultad por el vaivén, llega a la barandilla, y se inclina apoyada en ella, mirando el mar.

Cussirat deja la lectura para mirar a la mujer. Discretamente, cierra el libro, se levanta, y camina hacia la barandilla, se apoya en ella, mirando el mar, y de reojo, el rostro de la desconocida. No está mal.

XXVIII. VARIOS TRIUNFOS

En el patio trasero de la casa de su suegra, entre la basura y los muebles en estado de descomposición, Pereira apunta la pistola hacia un blanco que él mismo ha hecho, y dispara.

Los vecinos, alarmados, dicen:

—El violín tiene pistola.

Y agregan, proféticamente:

—Un día de éstos va a matarnos una gallina.

Esperanza y Soledad, aterradas y llenas de reproches, ven los ejercicios de Pereira desde la puerta de la cocina, tapándose las orejas con las manos.

Pereira se acerca al blanco y busca los agujeros, sin encontrarlos. Después, extrañado, mira a su alrededor, buscando el efecto de sus disparos, que encuentra en la barda.

—Si no sabe tirar, no tire —le dice su suegra. Pereira, decepcionado, entra en la casa, y guarda la pistola en el ropero.

En 1926, Arepa tuvo las elecciones más tranquilas de su historia. Nadie votó, y el vencedor fue el candidato único. Cuando Belaunzarán recibió la noticia de su triunfo, ya estaban destapando las botellas y los lechones estaban en el asador. A la fiesta asistieron «quinientos íntimos», como dijo El Mundo, entre los que se contaban don Carlitos, González y Barrientos. Las señoras no fueron invitadas y los señores pasaron una noche magnífica, como dijo don Bartolomé a doña Crescenciana, que estaba esperándolo de mal humor.

El día 15 de diciembre, es decir exactamente dos semanas antes de la Toma de Posesión de la Presidencia Vitalicia, que iba a tener lugar el día de los Inocentes, 28 de diciembre, entró en la bahía la Navarra, con Guillermo Ferrosso, periodista consumado y famosísimo, francés, a pesar de su nombre, que ya antes había glorificado a Mussolini, y que traía la misión de escribir una serie de artículos para
L'Ilustration
, bajo el título general de
La lumiére dans la Terre du Soleil
, que iban a versar sobre los regímenes progresistas de la América Latina. Con este motivo, Belaunzarán concedió una entrevista, en la que hizo una descripción somera de todo lo que su régimen no pensaba emprender; dejó que lo fotografiaran con sombrero ancho, cazando venados; en traje de casa, jugando billar, y vestido de blanco con una raqueta en la mano, al lado de una red de tenis, y fue descrito, por el entrevistante, como un hombre fuerte, de mandíbula firme y mirada que parece penetrar «el más allá».

El día de la Toma de Posesión, Pereira se levanta a buena hora, se viste, guarda la pistola en la bolsa, y antes de salir advierte a su mujer, que está desnuda, mirándose en el espejo:

—Hoy no vengo a comer.

Ella se angustia.

—¿Ya no me quieres?

—Sí, pero no vengo a comer —contesta él, y sale del cuarto antes de que le pregunten otra cosa.

Esperanza se queda con la boca entreabierta, y la cierra cuando vuelve a mirarse en el espejo.

Pereira, desde la acera, entre los curiosos, ve cómo Belaunzarán llega, de jaquet y en lando, a la Cámara de Diputados; cómo sale de allí envuelto en la bandera; sigue al lando, entre la pelotera, por la calle de Tres Cruces, hasta la Plaza Mayor; ve cómo Belaunzarán entra en Palacio, aparece un poco después en el balcón, y dice un discurso al que no pone atención.

Más tarde, desde una mesa del Café del Vapor, lo ve pasar en su coche nuevo. Pereira regresa a su casa a las cinco, decepcionado, y encuentra una noticia que le levanta el ánimo.

—Vino el profesor Quiroz a buscarte —le dice Esperanza, con la cara llena de reproches no formulados—, la orquesta toca en el Casino mañana en una cena que le dan al Presidente.

Pereira sonríe.

Los moderados, encabezados por don Carlitos, don Bartolomé González y Barrientos le dan a Belaunzarán una cena, para celebrar el triunfo de su candidato, su ascensión a la Presidencia Vitalicia y la concordia que ahora reina.

A la mesa se sientan, entreverados, ricos con pretensiones de distinción y políticos patanes. Catorce meseros, traídos del Hotel de Inglaterra, sirven los hors d'oeuvres, la sopa a la cressoniere, el pámpano en mantequilla, el pollo en salsa de almendra, el boeuf bourguignon y el queso de Flandes; todo esto rociado con vinos agrios llegados en la Navarra, y amenizado con las melodías tocadas por la orquesta de cuerdas del Profesor Quiroz.

En realidad, ni el boeuf bourguignon, ni el queso de Flandes llegaron a servirse, porque cuando Belaunzarán estaba a la mitad de la pechuga, se le ocurrió pedir:

—Que me toquen «Estrellita».

Quiso el destino que Quiroz, el primer violín, no la supiera. Pereira, previo permiso del director, pasó al frente de la orquesta, a tocar el primer solo de su vida, que había de ser también el último. Dicen que nunca tocó tan bien. Tocó con tanto sentimiento, que al Presidente se le salieron las lágrimas. Tanto le gustó la pieza, que al terminar ésta, metió la mano en la bolsa del chaleco, sacó un billete de veinte pesos y le hizo al ejecutante seña de que se acercara.

Pereira, con el violín y el arco en la izquierda, llega junto a Belaunzarán, recibe, haciendo una venia y con dos dedos de la izquierda, el billete, al tiempo que pone la derecha en el pecho, saca la pistola, la coloca, casi verticalmente, sobre la cabeza de Belaunzarán, y cuidadosamente, como quien exprime un gotero y cuenta las gotas que salen, dispara los seis tiros que tiene adentro en el señor que acaba de darle propina.

Belaunzarán se fue de bruces sobre su plato, y manchó el mantel.

Los ricos, que se asustaron tanto aquella noche, tardaron más de veinticuatro horas en comprender que iba a ser más fácil arreglarse con Cardona, el nuevo Presidente Vitalicio.

Desde la partida de Cussirat, Ángela se dedicó en cuerpo y alma a obras pías, invirtiendo en ellas gran parte del capital, cada vez más gordo, de don Carlitos. Por las tardes, en vez de tocar música, se sienta en su cuarto a discutir nuevos planes con la Parmesano y el Padre Inastrillas. En la pared, cerca del lugar en donde falleció Pepita Jiménez, hay, enmarcada, una foto que le tomaron a Pereira frente al paredón, momentos antes de morir, y que ahora se vende, en Arepa, como tarjeta postal.

Jorge Ibargüengoitia nació en Guanajuato, Guanajuato, México, el 22 de enero de 1928; y murió en Madrid, el 26 de noviembre de 1983, en accidente aéreo en el que también murieron el crítico uruguayo Ángel Rama (1926-1983) y el narrador y poeta peruano Manuel Scorza (1928-1983).

Ibargüengoitia, dramaturgo, narrador, traductor, ensayista y periodista, empezó a estudiar ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero la dejó después tres años para estudiar arte dramático en la misma universidad.

Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, en teatro, en 1954 y 1956; en 1955, obtuvo una beca de la Fundación Rockefeller para estudiar teatro en Nueva York. También fue becario de la Fundación Fairfield, en 1965, y de la Fundación Guggenheim, en 1969. Participó en el concurso Premio Teatro Casa de las Américas, en 1963, con su obra
El atentado
, pero el jurado declaró un «empate» entre la obra de Ibargüengoitia y
Milagro en el mercado viejo
de Osvaldo Dragún. El siguiente año (1965), obtuvo el Premio Casa de las Américas con su novela.

Entre sus obras destacan:
Los relámpagos de agosto
(1965),
Maten al león
(1969),
Estas ruinas que ves
(1975),
Las muertas
(1977),
Dos crímenes
(1979) y
Los pasos de López
(1982).

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