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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (10 page)

—En mis tiempos, las cosas no eran así —y luego, dirigiéndose al canario, le dice—: Come tonto, que tu madre no está aquí. ¿Cuándo se iba a ver, a las seis de la tarde, a un hombre, sentado en el comedor, retratando a un gato? Los de antes se emborrachaban, pero traían dinero a casa.

Rosita, absorta en sus redondeces, comenta:

—¡Cada día estoy más gorda! Suerte que a Galvazo le gusto así.

Esperanza, con la boca llena de alfileres, se pone de pie, extiende el vestido, que es vasto, y dice, entre dientes:

—Nomás está hilvanado.

—¡Qué chulo! ¡Qué elegante! ¡Qué distinguido! —comenta doña Soledad, picándole, por distracción, un ojo al canario.

Rosita se enfunda en el vestido, que Esperanza trata de hacerle pasar por las nalgas.

Galvazo, satisfecho, con bultos de comestible entre las manos, rebosante de buen humor, entra en la casa y se mete de rondón en la sala. Las mujeres, entre risitas coquetas, gritan:

—¡Jesús, los moros!

—¡Cierre los ojos, picarón!

—¡Fuera, intruso!

Galvazo, el Terror de la Jefatura, cierra los ojos, haciéndose el delicado, como si nunca hubiera visto a su mujer en calzones, y deja que entre Esperanza y Rosita le den la vuelta y lo empujen hasta la puerta, diciendo:

—¡Al comedor, hombrón, que aquí no tienes nada que hacer!

Doña Soledad, echando atrás la cabeza y la mecedora, empuñando todavía el canario, suelta la carcajada gozando del momento equívoco y pudibundo.

Galvazo irrumpe en el comedor, despertando a Gaspar y secando la vena creativa del dueño. Mientras Gaspar baja de la mesa y huye a la cocina, y Pereira cubre el dibujo con una hoja en blanco, Galvazo deja los bultos sobre la mesa y dice:

—¡Un día pesadísimo, pero fructífero!

—¿Qué hiciste?

—¡Nada menos que acabar con la oposición!

—¿Cuál oposición?

—Tu patrón, don Casimiro.

Pereira se alarma.

—¿Don Casimiro? ¿Qué pasó?

—Trató de asesinar al señor Presidente. Él, y otros dos. Fallaron, afortunadamente. Los agarraron y me los llevaron. No querían confesar, los muy cobardes. Agarré a don Casimiro, «hínqueseme allí» , le dije. Le di un tirón en donde tú ya sabes. ¡Santo remedio! Confesaron los tres. Mañana los fusilan.

Pereira está demudado.

—¿A don Casimiro lo fusilan? ¡Van a cerrar el Instituto! ¿De qué voy a vivir?

—De la guitarrita que tocas.

—Pero eso no deja.

—Mira, no seas egoísta. Piensa en lo que este hecho significa para el país: se acabó la oposición moderada, el ambiente político va a quedar más limpio que una camisa acabada de lavar. Ahora sí vamos a vivir en paz.

Pereira, incapaz de concentrarse en las ventajas que trae consigo la desaparición de los moderados, se pasa, desolado, la mano por los cabellos. Galvazo trata de consolarlo:

—No te preocupes, que tienes amigos pudientes que te van a ayudar.

Le pasa el brazo por los hombros. Pereira lo mira, preocupado, pero agradecido por la amistad que le demuestra. Galvazo, viendo que la preocupación de su amigo disminuye, retira el brazo, abre los paquetes que están en la mesa, y dice:

—Ahora vamos a pensar en comer.

Separa una lata y se la muestra a Pereira, que la observa con melancolía y le dice:

—¿Sabes lo que es esto? Paté de foie gras. La cosa más deliciosa que puedas comerte. Lo agarramos en un contrabando. ¿Tienes pan?

Al día siguiente, Bonilla, Paletón, y el señor de la Cadena, se levantaron a buena hora, hicieron sus necesidades ante guardia de vista, se rasuraron con navaja prestada, se confesaron con el Padre Inastrillas, caminaron por los pasillos de la Jefatura entre un pelotón de la Policía Montada y se pararon en el patio de servicio, dando la espalda al muro de prácticas, mirando cómo los montados se hincaban, cortaban cartucho, apuntaban y disparaban. Murieron rayando el sol.

A la ejecución asistieron Jiménez, envuelto en un capote prusiano que lo hacía sudar a chorros, Galvazo, desveladón, un Ministro de la Suprema Corte, que fue quien dio fe, Cardona, en representación de la presidencia, con órdenes de asegurarse de que quedaran bien muertos los culpables, el Padre Inastrillas, que echó la bendición, y varios periodistas y fotógrafos.

El tiro de gracia estuvo a cargo del teniente Ibarra, personaje oscuro, que no volverá a aparecer en esta historia, ni en ninguna otra, porque murió esa misma noche de congestión alcohólica.

XV. NUEVOS RUMBOS

El entierro fue sencillo, pero emotivo. Todos los asistentes estuvieron de acuerdo en que Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena habían muerto por una causa justa, «librar a Arepa del tirano», y después se fueron a sus casas, a refunfuñar en privado, en contra de los nuevos mártires, quienes, con su torpeza, no habían logrado más que acabar con la oposición en la Cámara, provocar la ira de Belaunzarán, y poner a sus partidarios en un aprieto.

Durante quince días nadie se paró en el Casino, por temor de ser acusado de complicidad en el intento de asesinato. Algunos, como don Carlitos, estuvieron en cama, enfermos, leyendo, temblorosos, El Mundo, en espera de la noticia de que la Ley de Expropiación fuera aprobada en la Cámara, por unanimidad, y puesta en vigor. Otros, como Barrientos, se encerraron en su despacho a estudiar la manera de invertir en el extranjero. Pepe Cussirat se fue al campo, escopeta en mano, a buscar liebres, que resultaron más fáciles de matar que el Mariscal, pero menos que los moderados. Ángela pasó los quince días llena de pesar por los difuntos, decepcionada con los vivos, y dedicó sus energías a organizar una velada poética en memoria de Paletón, un patronato para el Instituto Krauss, y a ordenar a la servidumbre que preparara y sirviera a tiempo los consomés de su marido. Pepita Jiménez siguió esperando, en vano, que Cussirat le hablara de matrimonio. Pereira, gracias al patronato, no perdió el empleo.

Al cabo de los quince días, se acaba la tregua, y los acontecimientos toman rumbos inesperados. Belaunzarán, con el enemigo en sus manos, tiene nuevos planes.

Por medio de una ordenanza y recado de su puño y letra, invita a comer, en su finca de la Chacota, a don Carlitos, Barrientos y don Bartolomé González.

Don Carlitos se levanta de la cama y se baña, Barrientos sale del despacho, don Bartolomé convoca a un cónclave de invitados para decidir si aceptar o no la invitación. Se reúnen en el despacho de Barrientos.

—¿Querrá fusilarnos a nosotros también? —pregunta don Carlitos.

Los otros lo tranquilizan. Para eso no necesita invitarlos, basta con mandarles la tropa.

—Creo que debemos ir —opina don Bartolomé González—, yo estoy dispuesto a venderle mi alma, con tal de que no me quite el dinero.

—Además —dice Barrientos—, no nos queda otro remedio. Yo no me atrevo a rehusar una invitación del Gordo.

En realidad, para lo único que sirve el cónclave, es para ponerse de acuerdo en cómo se han de vestir.

—Yo voy a ir de blanco, con sombrero panamá —advierte don Carlitos.

Cuando llegan a la Chacota, los tres juntos, en el Rolls de los González, el Mariscal, con botas y ropa de campo, los espera en el porche de la casa morisca, los saluda cordialmente, les enseña la gallera y, de regreso a la casa, les presenta a su mujer, Gregorita, que tiene bigotes, un ojo de vidrio y nunca aparece en público, y a sus hijas, Rufina y Tadifa, famosas porque nunca han abierto la boca más que para reírse de una sandez.

Después de las presentaciones, las mujeres se retiran, los hombres toman el aperitivo en el porche, con vista a un parque (que está protegido de extraños por un batallón de guardias presidenciales), sueltan el cuerpo, entran en confianza, comen, los cuatro solos, lechón en un kiosco, y ya de sobremesa, Belaunzarán abre fuego o, mejor dicho, pone sus cartas sobre la mesa.

—Quiero advertirles que yo soy el primero en lamentar la muerte de los moderados —dice Belaunzarán.

—Y nosotros los segundos —dice Barrientos, para darle la razón al Mariscal y defender su terreno.

Todos están de acuerdo: Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena forzaron al Mariscal a fusilarlos, y él, al hacerlo, no hizo más que cumplir con su deber, conservar la paz interna y salvar las instituciones.

—Aparte de la pérdida sensible que hemos padecido con el deceso de estas personas —dice Belaunzarán—, queda el hueco que dejaron en la Cámara. El Partido Moderado no tiene representación.

Los otros están de acuerdo; ésa es una de sus principales preocupaciones, conceden.

—La Cámara ha quedado desequilibrada —dice Belaunzarán—. Un debate acalorado podría conducir a la aprobación de leyes que resultaran perjudiciales para algún grupo, o clase social.

Todos le dan la razón, sin saber muy bien qué terreno pisan.

—Para resolver esta situación —prosigue el Mariscal (los demás contienen la respiración)—, se me ha ocurrido que, quizá, la solución más expedita consistiera en que yo, personalmente, nombrara tres sustitutos…

Silencio, Belaunzarán sigue:

—Que contaran, desde luego, con el apoyo y la confianza del Partido Moderado.

Aprobación.

—¿Ha pensado usted en nombres, señor Presidente? —pregunta Barrientos, con gran cautela.

—Sí, señor Barrientos —dice Belaunzarán— he pensado en nombres. Son ustedes tres.

Los tres elegidos suspiran aliviados, se miran entre sí, sonríen, están de acuerdo.

—Creo que su elección ha sido acertada —concluye Barrientos.

Todos de acuerdo, Belaunzarán prosigue, esbozando su plan:

—Una vez ustedes en la Cámara, restablecido el equilibrio, tendrían oportunidad de hacer muchas cosas, entre otras, la siguiente: proponer una ley que ratifique los derechos de propiedad de todos los ciudadanos arepanos, cualquiera que sea su origen o su ascendencia.

Bocas abiertas. La idea es demasiado buena para ser aceptada sin deliberación. Don Bartolomé ve la falla:

—Pero nosotros somos tres solamente. El proyecto tendría siete votos en contra.

Belaunzarán se divierte, habla francamente:

—Si les propongo una idea, señor González, es porque creo que es viable. Yo me encargo de que los diputados progresistas voten por la Ley de Ratificación del Patrimonio, como se llamaría esta que estoy esbozando.

Júbilo contenido. Sus interlocutores se miran entre sí, lelos de gusto, ante la muerte inminente de la Ley de Expropiación.

—¿Creen ustedes que podemos trabajar de acuerdo? —les pregunta Belaunzarán.

—Se oyen tres «¡Sí, señor!». Sigue Belaunzarán:

—Perfecto. Una vez aprobada la Ley de Ratificación del Patrimonio, ustedes tendrán que hacerme un favor. ¿Están dispuestos a hacerme un favor?

—¡El que usted nos pida! —dice don Carlitos.

—Siempre y cuando esté dentro de nuestras posibilidades —advierte Barrientos.

—Y no vaya en perjuicio de nadie —agrega González, pensando en sus pesos.

Belaunzarán los tranquiliza:

—Está dentro de sus posibilidades y no perjudica a nadie.

Se tira a matar:

—Es muy sencillo. Consiste en proponer la creación de la Presidencia Vitalicia.

Silencio. Desaliento. Desconfianza. Titubeo. Belaunzarán expone sus razones:

—Este país necesita progreso. Para progresar necesita estabilidad. La estabilidad la logramos quedándose ustedes con sus propiedades y yo con la presidencia. Todos juntos, todos contentos, y adelante.

—Yo estoy en completo acuerdo con usted, señor Presidente —dice don Carlitos.

—Me alegro, señor Berriozábal —dice Belaunzarán y advierte a los otros dos—: sin Presidencia Vitalicia, las cosas serían más difíciles. La Ley de Ratificación del Patrimonio, por ejemplo, no tiene la mejor esperanza en la Cámara.

Barrientos y don Bartolomé González doblan las manos, aceptan la proposición de Belaunzarán y brindan con él por la nueva alianza.

—Otra cosa que sería conveniente —dice Belaunzarán limpiándose el cognac de los labios, después del brindis—, es que el Partido Moderado, que no tiene candidato a la presidencia, me nombre a mí.

Silencio otra vez. Belaunzarán sigue explicando:

—De esa manera, matamos dos pájaros de un tiro. El Partido Moderado podrá participar de mi triunfo, y evitamos el peligro, muy remoto, de que la Presidencia Vitalicia caiga en manos de algún desconocido.

—Yo estoy en completo acuerdo con usted, señor Presidente —vuelve a decir don Carlitos.

—Me alegro, señor Berriozábal —vuelve a decir Belaunzarán—. ¿Y ustedes? —pregunta, volviéndose a los otros.

—Nosotros somos moderados, señor Mariscal —explica Barrientos—, pero no somos el Partido.

—Son miembros notables —dice Belaunzarán—. Yo estoy convencido de que pueden presentarme con los demás, proponerme como candidato, y explicarles a sus compañeros las ventajas que pueden derivarse de este arreglo. Por otra parte, como creo que esto es fundamental, si no hay candidatura, no hay trato.

Don Carlitos se pone de pie, y dice:

—Señor Presidente, cuente usted conmigo. Yo le hago a usted una fiesta en mi casa, lo presento con todos los socios del Casino, y de esta manera tendrá usted oportunidad de conversar con ellos, ver cuáles son sus aspiraciones y estudiar sus problemas. Estoy convencido de que mis compañeros, aquí presentes, nos ayudarán en esta labor de convencimiento, a usted y a mí.

Todos están de acuerdo, nuevo brindis, fin de la reunión.

En el camino de regreso, Barrientos le pregunta a don Carlitos:

—¿Y tu mujer, que no baja de asesino al Gordo, va a recibirlo en su casa?

Don Carlitos, que ha estado pensando en lo mismo, no contesta. Se seca la frente con un pañuelo.

XVI. PARA CONVENCER A ÁNGELA

—Primero, el Padre Inastrillas hará la presentación —le dice Ángela, en su boudoir, a Pepita Jiménez—; después, tú lees los fragmentos; luego, viene el discurso de Malagón, que ya tiene preparado y es muy interesante; cuando termine el discurso, entreacto, y en la segunda parte del programa, la Oda a la Democracia, que tienes que ensayar bien, por ser de las obras más emocionantes de Casimiro y la última que escribió. Al final, el cuadro plástico que está poniendo Conchita con las niñas de la Academia, que espero que salga bien. Con Gustavo no podemos contar. Se negó rotundamente a participar en la velada. Tiene miedo. Es una lástima, porque tiene tan buena voz… ¿Qué tienes?

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