Read Maten al león Online

Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (13 page)

—Claro que vas a bailar, y vas a salvar a tu Patria, pero antes tómate un calmante.

A Cussirat se le va el alma al suelo.

Ángela abre un armario, saca de allí un frasco, y del frasco un gotero, y pone tres gotas de calmante en un vaso de agua. Están viendo cómo la poetisa bebe la solución, cuando don Carlitos, de frac, despampanante, entra en escena, frotándose las manos, y diciendo, en broma:

—¿Qué traman ustedes? ¿Qué conjuración es ésta?

Ante el espejo, en su casa de la Chacota, ayudado por su mujer bigotona, y por Sebastián, el negro, Belaunzarán se pone el chaleco a prueba de balas, la camisa, la pechera, el cuello de palomita, la corbata negra, los pantalones, y al ponerse el chaleco del smoking, y tratar de abrochárselo, se da cuenta de que no cierra:

—¡Mierda, no cierra! —exclama, frustrado.

Doña Gregorita, que se ha alejado unos pasos y lo contempla como a una estatua, aconseja:

—Ponte el uniforme.

Belaunzarán se impacienta.

—¿Cómo demonios quieres que vaya a esta fiesta vestido de militar? ¿No te das cuenta del significado que tiene este smoking? Yo, en casa de los moderados, vestido de moderado. Quiere decir, que de ahora en adelante, no sólo soy jefe de los progresistas, sino también de los moderados. Se acabaron los partidos, soy el rey de la isla. Bien vale un riesgo. Así que, ¡fuera coraza!

Sebastián y la mujer, dóciles, lo ayudan a quitarse los pantalones, la corbata, el cuello de palomita, la pechera, la camisa, y el chaleco a prueba de balas.

XX. BAILEN TODOS

En el vestíbulo de la casa de los Berriozábal, Ángela y don Carlitos saludan a los González del Rolls, que acaban de llegar. Después de besos en las mejillas y apretones de manos, don Bartolomé, exhalando Vetiver, y doña Crescenciana, sobre cuyo pecho las perlas y las verrugas sientan como en escaparate, se toman del brazo.

—Nos vemos al ratito —le dice doña Crescenciana a Ángela, despidiéndose de ella con movimiento de dedos.

—Con esta fiesta tan morrocotuda —le dice don Bartolomé a don Carlitos—, vas a ganarte una exención de impuestos.

Don Carlitos, halagado, le guiña el ojo al otro, y le recuerda:

—La tarjeta, no se te olvide.

Los González, gordos y satisfechos, emprenden la marcha hacia el Salón principal, con su tarjeta de visita por delante, tomados del brazo y dándose un nalgazo a cada tres pasos.

El chofer de los Berriozábal, disfrazado de ujier, con librea recién comprada y cadenas, está en las puerta del Salón. Toma la tarjeta de manos de don Bartolomé, se vuelve al interior del Salón, y pega un grito:

—¡El excelentísimo señor don Bartolomé González y Arcocha, y su excelentísima esposa, doña Crescenciana Céspedes!

La fiesta está en sus comienzos y el Salón medio vacío. Desde el umbral, los González saludan a sus amigos como si tuvieran meses de no verlos, acabaran de llegar de Europa y estuvieran todavía en la cubierta del trasatlántico. Después, se separan, y él, que tiene trapiches, va a reunirse con don Baldomero Regalado, mayorista en ultramarinos, don Ignacio Redondo, dueño de almacenes, don Chéforo Esponda, dueño del Botín Rojo, y don Arístides Regules, que trafica en banano y copra. Ella, en cambio, se va a las sillas de alrededor, y se sienta entre doña Segunda Redondo, que bosteza, y doña Chonita Regalado, quien desde su lugar les echa un ojo agrio a sus hijitas, las que, del otro lado del círculo y vestidas de tules, se ríen de algo que acaba de decirles Tintín Berriozábal, a quien por primera vez se le ha permitido bajar a una fiesta.

El maestro Quiroz, con cara de muerto fresco, mueve los brazos con parsimonia, al compás del Vals Triste, hasta que la orquesta está «a punto», y luego, tomando la viola, empieza a tocar su parte. Pereira, con un smoking viejo de don Carlitos y zapatos descosidos, absorto en la música, no tiene ojos para ver a los invitados, que se van juntando, y hace que su violín se queje con precisión.

Cussirat, ausente, en medio de un grupo de amigos que lo festejan, mira con aprehensión a Pepita Jiménez, que está sentada, con desgano, en una silla, oyendo la cháchara de la Parmesano.

Barrientos y Anzures, con oporto en la mano, se abren paso entre los calaveras y, con gran misterio y en voz baja, le preguntan:

—¿Tienes alguna orden que darnos?

Cussirat, tratando de mostrar confianza, les pide:

—Estar alerta, y esperar.

Malagón, mientras tanto, que se ha metido en el comedor sin ser visto, pasea la mirada entre las langostas, los robalos, las galantinas y los jamones mechados, y se come un bocadillo de paté, que se le atraganta, al retumbar por la casa el grito del ujier:

—¡El excelentísimo Señor Presidente de la República, Mariscal de campo, don Manuel Belaunzarán y Rojas!

La orquesta toca el Himno Arepano. Con la boca llena, y limpiándose los labios con el dedo, Malagón, de puntas, va a la puerta, la entreabre, y ve a Belaunzarán, Cardona, Borunda y Mesa, a quienes sientan mal los trajes de etiqueta, entrando en el Salón, al lado de los anfitriones.

Ángela, con gran desparpajo, como si se hubiera pasado la vida en la corte, va caminando por el Salón, conduciendo a Belaunzarán, y presentándolo con la crema y nata de sus invitados, quienes, después de un momento de desconcierto, causado por la total ignorancia del protocolo, acaban haciendo cola para estrechar, entre sonrisas y cortesías, la mano del personaje a quien detestan.

Pereira, desde su atril, mira la operación con gran respeto. Cussirat sale a la terraza, y sacando una pistola minúscula expulsa la carga y vuelve a cargarla. Se sobresalta al ver que se abre la puerta y salen de la casa dos figuras, que tarda un momento en identificar como las de don Ignacio Redondo y don Bartolomé González.

—Dicen que tiene un sentido del humor formidable —comenta don Ignacio.

Don Bartolomé distingue a Cussirat.

—¡Alto allí! ¿Quién vive?

—Gente de paz —contesta Cussirat, guardándose la pistola.

—¡Pepe Cussirat! ¿Y qué haces tú aquí? ¿Ya te presentaron a Belaunzarán?

—Ya lo conozco —dice Cussirat.

Don Ignacio y don Bartolomé se acercan a él sedantes y conciliadores, creyendo, ambos, con razón, haber descubierto un dejo de rencor en sus palabras.

—¡Vamos, hombre, éste es el momento de olvidar rencillas! —dice don Bartolomé.

—Por el bien de la Patria —dice Redondo, que es extranjero.

—Anda, muchacho, ve a saludarlo, que tu familia es de las más antiguas, y le darás un gustazo enorme —dice González.

—No tan antigua como la de él —dice Cussirat, y haciendo alarde de darwinismo, agrega—: esos andaban aquí desde que eran monos.

Los viejos ríen incómodos. Redondo compone la cosa:

—No digas eso, que Belaunzarán es nombre vizcaíno.

Cussirat, por huir del par de mequetrefes, se deja conducir a la puerta, cruza el Salón de música, desierto y en penumbra, y llega al Salón principal en el momento en que la orquesta empieza a tocar un vals, y Belaunzarán, con galantería aprendida en burdel, se acerca a la dueña de la casa haciendo una reverencia, le ofrece el brazo, y ante las miradas vidriosas de los invitados, la conduce al centro del Salón, en donde echándole un brazo por el talle, empieza a dar brinquitos. Ella, que es una bailadora admirable, lo sigue a la perfección.

Los jóvenes bailan, los viejos se van a la mesa de los vinos, las viejas, a las sillas, y Pepita Jiménez, que no es ninguna de las tres cosas, se apoya primero en el quicio de una puerta, y después, se deja caer en una silla forrada de brocado.

Cussirat se desespera. Cruza el Salón hacia la mesa de los vinos y allí encuentra a Anzures, más sonrosado que nunca, sonriendo bajo el bigote impecable, encantado con la fiesta.

—La cosa va saliendo bien —comenta.

—Mejor saldría si el Gordo bailara con quien debe —contesta Cussirat—. Mozo, un oporto.

Al ver la insatisfacción del jefe, Anzures pone cara de cuaresma. Cussirat se vuelve a mirar el baile. Ángela, dando vueltas en brazos de Belaunzarán, lo mira, con intermitencias. Él, le hace un gesto, con la mirada y un dedo, que señala a Pepita Jiménez y significa, «metérsela por los ojos». Ella asiente. Don Carlitos se acerca a Cussirat.

—¿Qué te parece, Pepe? Tú, que has visto, y sabes. ¿No es una gran fiesta?

—Una de las mejores y, desde luego, la mejor que se ha dado en Arepa —contesta Cussirat, dejando a un lado, por un momento, su mal humor.

—¿Te parece? ¿De veras crees eso? —pregunta don Carlitos encantado.

—Se lo juro.

Don Carlitos, tranquilizado en lo social, recuerda viejas mañas de alcahuete:

—¿Y tú, sinvergüenza, qué haces aquí? Emborrachándote, y ese primor de muchacha, ese ángel, allí sentado —señala a Pepita—. Vente, badulaque, ahora mismo te pongo donde te mereces. O, mejor dicho, donde no te mereces: en el mero cielo.

Le quita la copa y, a empujones, lo lleva hasta donde está Pepita Jiménez; haciendo las cosas de tal modo, que Cussirat no tiene más remedio que invitarla a bailar. En el momento en que se toman y dan un paso, se acaba la pieza. Pepita lo mira, arrobada. Cussirat, aprovechando la ocasión, la lleva hasta donde están Ángela y Belaunzarán.

—Mariscal —dice Cussirat—, no había tenido el gusto de saludarlo.

Ambos se estrechan la mano, tiesos, pero amables:

—¿Cómo está, Ingeniero?

—Quiero presentarle a la señorita Jiménez, mi novia. Es gran admiradora de usted.

Belaunzarán, galante, besa la mano de Pepita. Ángela remata:

—Es una poetisa admirable.

Pepita, casi desmayándose de cortedad, sonríe. Belaunzarán la mira, sin saber qué se les dice a las poetisas. Ángela, comprendiendo la situación, le pregunta:

—¿A usted no le interesa la poesía, Mariscal?

Belaunzarán, franco, contesta:

—Rara vez tengo tiempo de leerla. Pero me han dicho que es muy interesante.

Ángela, indicando a Pepita con la mano, dice:

—Pues aquí tiene usted a nuestra gran autoridad. Ella puede hablar sobre poesía durante horas.

La orquesta empieza a tocar un fox trot. Belaunzarán se inclina ante Pepita, y dice:

—Tendré mucho gusto en platicar con usted, en otra ocasión —se dirige después a Cussirat—. Ha sido un placer, Ingeniero —y, por último, a Ángela—. Señora, si me concede usted el honor…

Y, tomándola en sus brazos, se aleja, bailando fox trot. Cussirat, haciendo de tripas corazón, toma a Pepita, y baila con ella. Pepita, que es de las que «sienten la música», mueve los pies con ritmo único, que nada tiene que ver con el de su compañero, mira a Cussirat, encantada, y le dice:

—Dijiste que era tu novia. ¡Gracias!

Cussirat deja de bailar, suelta a su compañera, le pone enfrente la palma extendida, y le dice:

—Dame el alfiler.

Pepita, comprendiendo que lo ha exasperado, saca de su escote el alfiler, y se lo entrega con compunción trágica. Cussirat se lo guarda en la bolsa, toma a Pepita otra vez, y baila con ella, conduciéndola, discretamente, a la orilla de la pista. Pepita, mustia, le dice:

—¿Ya te enojaste conmigo? ¿Qué vas a hacer con el alfiler?

—Dárselo a Ángela. Si Belaunzarán quiere bailar con ella toda la noche, será ella quien tenga que hacer el trabajo.

Han llegado al final de la pista. Cussirat lleva a Pepita a la silla más próxima, le hace seña de que se siente, y cuando ella obedece, él se aleja sin cumplimientos, dejándola, abandonada, entre sillas vacías. Cussirat se acerca al chofer ujier que, desocupado, mira el baile desde la puerta, con orgullo de artista, como si sólo los gritos que ha dado hubieran hecho posible la fiesta.

—Cuando termine la pieza —le ordena—, dígale a la señora que hay un recado urgente para ella, aquí, en la puerta.

—Muy bien, señor —dice el chofer. El chofer empieza a rodear la pista, preparándose para estar cerca de Ángela cuando termine la música. Cussirat, desde la puerta, ve cómo, al terminar la pieza, el chofer se abre paso entre las parejas para llegar al lugar en donde están Ángela y Belaunzarán, quienes, a su vez, se desplazan hacia donde está sentada Pepita Jiménez. Después, ve, con angustia, que los tres hablan, que el chofer llega y le dice algo a Ángela, quien se disculpa de los otros, se separa de ellos, viene hacia la puerta y que, cuando la orquesta empiézala tocar un bolero, Belaunzarán baila con Pepita. Ángela llega junto a Cussirat, encantada.

—¡Lo logramos! —le dice.

Cussirat está furioso consigo mismo.

—¡Soy un imbécil! ¡Acabo de quitarle a Pepita el alfiler, para dártelo a ti!

Ángela lo mira con horror, y dice la frase más fuerte de su vida:

—¡Maldita sea! —después, se repone, y agrega—:

Bueno. Todo se puede arreglar. Dámelo. Yo se lo pasaré en el siguiente entreacto.

Cussirat le entrega el alfiler a Ángela, y ella emprende el camino en dirección a Pepita, esquivando, con maestría notable, a la gente que se le acerca para felicitarla, para pedirle una pieza, etc. Cuando termina el bolero, Ángela llega junto a Pepita, que está con Belaunzarán y, pretendiendo hacerle una caricia a ella, le pasa un brazo por los hombros, y con la otra mano, toma la de Pepita, y le da el alfiler, al tiempo que pregunta a Belaunzarán:

—¿Qué le parece nuestra poetisa?

Belaunzarán se inclina, retorciéndose los bigotes.

—Encantadora. Usted no lo creerá, señora, pero me ha ilustrado.

Mientras Ángela habla, Belaunzarán, rapidísimo, mueve los ojos a su alrededor, encuentra a Cardona, que está en la orilla de la pista, montando guardia, atento a cualquier necesidad de su patrón, y le hace seña de que se acerque. Ángela, mientras tanto, ha estado diciendo:

—Debemos invitarlo un día a una de nuestras veladas literarias de los miércoles. Estoy segura de que le interesarán, Mariscal. ¿No crees, Pepita?

Pepita, poniendo el fistol en su escote, dice:

—Cuando menos, haremos lo posible por interesarlo.

En ese momento, la orquesta da el primer acorde de un tango. Ángela dice:

—Los dejo.

Pero antes de que se pueda retirar, llega Cardona, y con caravana tiesa y voz agria, le dice a Pepita:

—¿Me concede usted esta pieza?

Pepita se desconcierta, y responde:

—Estoy bailando con el Mariscal.

Belaunzarán, escurriendo galantería, le dice a Pepita:

Other books

Kushiel's Mercy by Jacqueline Carey
The Theoretical Foot by M. F. K. Fisher
Just That Easy by Moore, Elizabeth
Now You See Him by Anne Stuart
The Rags of Time by Maureen Howard
Mick Jagger by Philip Norman
Taken by the Sheikh by Pearson, Kris
All Revved Up by Sylvia Day
Ashes of Angels by Michele Hauf


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024