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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (7 page)

Cuando por fin cambió de postura y me descubrió al otro lado del escritorio, hizo un gesto de fastidio con los labios y tapó el auricular con una mano.

—¿Qué quieres, Malena?

—Necesito hablar contigo de algo importante.

—¿Y no puede ser dentro de un rato? Tengo muchas cosas que discutir por teléfono.

—No, papá, tiene que ser ahora.

Masculló sus últimas palabras entre dientes, como si fueran insultos, pero se removió en la silla para darme la espalda y despidió deprisa a su interlocutora, asegurándole que volvería a llamar enseguida. Luego se volvió hacia mí, y sin marcar ninguna pausa, apoyó los codos en la mesa y me hizo, a bocajarro, la pregunta que menos esperaba.

—¿Estás embarazada?

—No, papá.

—Menos mal.

Parecía tan profundamente aliviado que me pregunté qué clase de imagen tendría de mí si hasta me creía capaz de una gilipollez semejante, y perdí el hilo del discurso que traía preparado.

—Verás, papá, este verano voy a cumplir diecisiete años… —intentaba improvisar, pero él echó una ojeada a su reloj y, como de costumbre, no me dejó terminar.

—Uno, si quieres dinero, no hay dinero, no sé en qué coño os lo gastáis. Dos, si te quieres ir en julio a Inglaterra a mejorar tu inglés, me parece muy bien, y a ver si convences a tu hermana para que se vaya contigo, estoy deseando que me dejéis en paz de una vez. Tres, si vas a suspender más de dos asignaturas, este verano te quedas estudiando en Madrid, lo siento. Cuatro, si te quieres sacar el carnet de conducir, te compro un coche en cuanto que cumplas dieciocho, con la condición de que, a partir de ahora, seas tú la que pasee a tu madre. Cinco, si te has hecho del Partido Comunista, estás automáticamente desheredada desde este mismo momento. Seis, si lo que quieres es casarte, te lo prohíbo porque eres muy joven y harías una tontería. Siete, si insistes en casarte a pesar de todo, porque estás segura de haber encontrado el amor de tu vida y si no te dejo casarte te suicidarás, primero me negaré aunque posiblemente, dentro de un año, o a lo mejor hasta dos, termine apoyándote sólo para perderte de vista, pero siempre con dos condiciones: primera, régimen de separación de bienes, y segunda, que el novio no sea Fernando —se concedió un respiro, la única pausa que abriría en su descabellado discurso, y excepcionalmente, se comportó como un padre—. Lo siento mucho, Malena, y te juro que me la suda de quién sea hijo, pero aunque me puse como una fiera cuando me enteré de que mamá te abría sus cartas, ese tío no me gusta porque es un chulo, y ya lo sabes… Ocho, si has tenido la sensatez, que lo dudo, de buscarte un novio que te convenga aquí en Madrid, puede subir a casa cuando quiera, preferiblemente en mis ausencias. Nueve, si lo que pretendes es llegar más tarde por las noches, no te dejo, las once y media ya están bien para dos micos como vosotras. Y diez, si quieres tomar la píldora, me parece cojonudo, pero que no se entere tu madre. Ya está —miró de nuevo el reloj—. Tres minutos… ¿Qué tal?

—Fatal, papá, no has dado ni una.

Siempre había pensado que los indignados reproches —¡qué cómodo eres, Jaime! Desde luego, así educaría yo a veinte hijos…— que mi madre oponía a esos divertidos números de prestidigitación mental a los que, prácticamente, se había reducido ya nuestro contacto con él, no dejaban de tener fundamento, y sin embargo, jamás los habría cambiado por los concienzudos interrogatorios, cuajados de pausas y suspiros, a los que ella, más tradicional en todo, había permanecido fiel, de modo que reí con ganas aquel infrecuente fracaso paterno, y esperé en vano a que se iniciara el segundo asalto, pero la campana no llegó a sonar, aquella tarde tenía prisa.

—Bueno, Malena, ¿qué es lo que quieres?

Puse la caja encima de la mesa.

—Quiero que me guardes esto en un cajón cerrado, que no lo abras, y que me lo devuelvas cuando te lo pida.

—¡Joder! — alargó la mano hacia la caja y la sacudió en el aire, pero yo había rellenado el interior con un periódico arrugado para que no sonara—. Parecemos la familia Secretitos…

No lo sabes tú bien, pensé.

—¿Qué hay dentro?

—¡Bah! Nada que te interese —calculé deprisa, no había contado con su curiosidad, pero él mismo me había sugerido la mejor excusa—. Son cosas de Fernando, una Venus de escayola que ganamos tirando al blanco en las fiestas de Plasencia, un pañuelo suyo que me quedé una vez, postales, un bombón, de ésos tan cursis con forma de corazón, que me mandó desde Alemania…

—El condón que usó la última noche…

—¡Papá!

Enrojecí hasta la raíz del pelo. No encontraba nada divertido en estas insinuaciones suyas, cada vez más frecuentes y siempre gratuitas, porque generalmente pensaba que, si de verdad les hubiera sospechado algún fundamento, no las celebraría con tantas carcajadas, aunque algunas veces llegué a intuir la verdad, el auténtico propósito de la sistemática insolencia que él procuraba maquillar de tolerancia liberal, el peso de la culpa que le roía por dentro, impulsándole a asomar la nariz constantemente en el interior de quienes le rodeábamos en busca de errores ajenos que colocar, junto con los suyos propios, en la lista de lo que habría podido denominar debilidades humanas si su mujer, un indiscutible ser humano, hubiera sucumbido a alguna, alguna vez. De todas formas, aquella tarde yo tampoco me puse de su parte.

—Muy bien —dijo, por fin, todavía risueño—. Te la guardaré en este armario —señaló uno de los bajos del mueble que recorría tres de las cuatro paredes de la habitación—. ¿Dónde está la llave?

—Aquí —contesté, haciéndola bailar sobre mi cuello.

—No dejas nada al azar, ¿eh?

En ese momento escuchamos el eco de otra llave que se introducía en la cerradura de la puerta principal, muy cerca de nosotros, y se llevó las manos a la cabeza, apretándose las sienes como si le acabaran de condenar a muerte.

—¡Me cago en la hostia! No puede ser tu madre, ¿verdad?

Era mamá, por supuesto. El «hola» cantarín con el que se anunciaba siempre, apenas traspasaba la puerta de la calle, alcanzó mis oídos antes que el final de su frase.

—No puede ser —miró el reloj, desconcertado, y por un instante me concedí el lujo de sentir compasión de él—. Pero si se ha ido de compras hace menos de dos horas…

—¡Hola! — repitió mamá, al unirse a nosotros—. ¡Malena! ¿Qué haces aquí?

—Estaba hablando con papá —contesté, pero mis intenciones la debían traer sin cuidado, porque antes de que pudiera explicarme, ya estaba al lado de la mesa.

—Cierra los ojos, Jaime, te he comprado una cosa que te va a gustar, por eso he vuelto tan pronto.

Me miró con la sonrisa nerviosa que imprimía un extraño temblor en sus labios cuando estaba contenta y yo se la devolví, porque me gustaba verla así y no era muy frecuente. Luego sacó de una bolsa un paquete alargado, y lo vació para colocar sobre los papeles de mi padre una corbata de las que sólo él se había atrevido a llevar en la grisácea ciudad que fue el Madrid de mi infancia, seda italiana estampada en azules, púrpuras y morados, que reproducían un fragmento de un cuadro cubista. A mí me pareció muy bonita, pero pensé que a ella no sólo no le podía gustar, sino que incluso se iba a morir de vergüenza el día que tuviera que salir a la calle a estrenarla con él, y me asombré de la torpeza de aquel deficiente sabueso de intimidades, que tan tenazmente husmeaba en mis pecados sin reconocer en sí mismo el único pecado que podría disculpar, que de hecho disculpaba desde hacía años, todos los suyos.

—Ya puedes abrirlos.

Mi padre cogió la corbata y la frotó con las yemas de los dedos.

—¡Reina! Es preciosa… Me encanta, gracias.

Luego apoyó la cabeza, los ojos cerrados, en el estómago de mi madre, que estaba de pie, a su lado, acariciándole el pelo como si fuera un niño, y sólo entonces me di cuenta de lo deprisa que estaba envejeciendo ella, y encontré aquella escena atrozmente injusta. Iba a marcharme ya, dejándoles a solas con sus miserias, cuando mamá, que ni siquiera permitía que su marido la besara en la boca delante de nosotras, se me adelantó.

—Bueno, voy a pasarme por la cocina, a ver cómo va la cena…

Mi padre pareció resistirse a deshacer su abrazo, pero ella se separó de él con un gesto decidido, y después de sonreír de nuevo, se fue sin decir nada más. Apenas un segundo después, hice ademán de imitarla. Ya no me apetecía quedarme con papá a solas, ni siquiera para agradecerle el favor.

—Yo también me voy. Tengo que contarle una cosa a mamá.

—¿Larga? —su voz me interceptó cuando estaba apunto de alcanzar la puerta.

—¿El qué?

—Lo que le tienes que contar a tu madre.

—Pues, no sé…

—¿Diez minutos? —ya tenía la mano encima del auricular del teléfono.

—Sí, supongo que sí.

Empezó a marcar un número. En aquel momento hubiera cogido la corbata, la habría doblado varias veces, se la habría metido en la boca, y le habría obligado a masticarla hasta que su aparato digestivo hubiera aprendido a metabolizar la seda natural, pero por alguna misteriosa razón, él sabía, como Magda, que podía confiar en mí. Por eso no se alteró, y mientras esperaba a que alguien respondiera a su llamada, volvió del revés su flamante propiedad para leer la etiqueta, y tras dejar escapar un sonoro silbido, no se tomó el trabajo de hablar para sí mismo.

—¡La hostia! Cómo se nota que vamos a heredar.

El abuelo no sobrevivió ni dos meses a aquella advertencia, y entonces decidí dejar de correr riesgos y seguir sus instrucciones al pie de la letra. No recuerdo haber tomado nunca una decisión más sabia, a pesar de que me costó trabajo permanecer callada cuando, tras la apertura del testamento y el sucesivo estallido de dos bombas de tiempo —el abuelo, siguiendo la más acrisolada tradición familiar, tenía mucho menos dinero en metálico del que sus herederos esperaban recibir y, como un magnánimo rey medieval, había dispuesto que su fortuna se dividiera no en nueve, sino en catorce partes iguales, reconociendo a los hijos de Teófila los mismos derechos que a sus descendientes legítimos—, la mayoría de los asistentes se pusieron a chillar al mismo tiempo, acusándose los unos a los otros de la pérdida de aquella esmeralda que no aparecía por ninguna parte, hasta que la voz del tío Tomás se impuso sobre las demás para comunicar a sus hermanos, sin insinuar el más mínimo ademán que pudiera comprometerme, y sin mentir del todo, que el abuelo había decidido proteger a una jovencita tres o cuatro años antes de morir, y que, en un momento de locura, le había regalado a ella la Piedra Reina, que ya ni siquiera figuraba en el inventario de bienes que hizo llegar al notario con la última versión de su testamento.

Mi tío Pedro, el primogénito y, hasta aquel momento, el más serio y formal de todos, fue el primero en sorprenderme.

—Cómo no iba a hacer algo así… ¡el viejo putero de mierda!

Entonces me llevé instintivamente la mano a la cadena del cuello y me dispuse a confesar la verdad, pero no fue necesario, porque mi tío Tomás, el otro mudo artificial de la familia, misterioso amigo de juventud de mi padre que solía comportarse conmigo como si yo no hubiera llegado a existir nunca, intervino de nuevo, en su tono y sus gestos una energía que nadie hasta entonces habría podido adivinar tras lo que parecía una indolencia enfermiza, y ésa fue la segunda sorpresa.

—Mira, Pedro, si te da asco tocar el dinero de papá, no tengo ningún inconveniente en aceptar una renuncia voluntaria de tu parte firmada ante notario. Y lo mismo vale para todos los demás. ¿Está claro?

Debió de estar bastante claro, porque nadie permitió que se le moviera ni un solo músculo de la cara, y liquidamos los legados particulares en media hora, sin más contratiempos que los furiosos espasmos que hicieron removerse sobre la silla a varios de los presentes, entre ellos mi madre, cuando en la más completa impotencia, conocieron que el destino del granate, último testimonio material de las riquezas de los Alcántara de ultramar, apuntaba con precisión al mullido centro del escote de Teófila.

—Es lo más indicado —comentó mi padre, que había recibido la noticia con una ruidosa carcajada, como si nada pudiera hacerle más feliz—. Ella será la única que lo sepa apreciar en lo que vale. Conociéndola, no se lo va a quitar ni para dormir. Anímate, Reina, a lo mejor una noche de éstas se pincha con la aguja y se muere…

—No tiene ninguna gracia, Jaime —ésa era mamá.

Posiblemente él tampoco se la encontraba, pero siguió riéndose porque era un buen jugador, y mientras tanto, llegó el turno de los nietos. Reina heredó el piano previsto. A mí, que no esperaba nada, me correspondió el retrato de Rodrigo el Carnicero, un regalo escogido sólo para cubrir las apariencias, pero que, por lo exiguo de su valor, incrementó la dosis de indignación de mi madre, arrebatando de su rostro el último vestigio de color. Ya nos íbamos, cada cual con su premio y su castigo, cuando la tía Conchita, que tenía muchos hijos y siempre se quejaba más que los demás, desencadenó el último acto.

—Oye, Tomás… y ¿qué pasa con la parte de Magda?

—Nada. La parte de Magda no se toca.

—Bueno, pero ella —era mi tío Pedro quien hablaba ahora— es como un soldado en rebeldía, ¿no? En rigor, no le correspondería…

—La parte de Magda no se toca —Tomás insistió, masticando las sílabas como los niños pequeños—. Ella conserva una cuenta abierta en el banco, y desde allí le mandan la documentación adonde sea que viva ahora. Deducirá lo que ha pasado cuando le llegue información del ingreso —se llegaron a oír algunos murmullos, pero él los acalló elevando la voz—. Una cosa es que Magda no quiera saber nada de nosotros, y otra muy distinta que haya dejado de ser hermana nuestra.

—Me parece justo.

Era nuevamente la voz de mi padre, el único que se atrevió a apoyar ante los demás las palabras que todavía flotaban en el aire como si ningún otro sonido pudiera absorber su eco, aunque aquella sorprendente toma de posición sólo sirvió para romper definitivamente los nervios de mi madre.

—¡A ti no te parece nada, porque ninguna cosa de la que se pueda hablar hoy aquí es asunto tuyo!

—En eso estoy de acuerdo, pero puedo opinar, ¿no? y repito que me parece justo.

Entonces, la mirada de mamá pasó de largo sobre mí sin detenerse, y vagó perdida por la habitación como si no encontrara un asidero, un lugar donde posarse y descansar, hasta que halló un hueco confortable en otros ojos que la esperaban, desafiantes, y por fin estalló.

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