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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (10 page)

—Sí, pero no hablo bien el idioma, porque yo me fui con un americano que vivía allí, y entonces…

—¡Agueda! — la voz de la directora se elevó hasta un volumen que la habría hecho perfectamente audible para cualquiera que caminara por el pasillo—. Te he dicho mil veces que los detalles anteriores a tu ingreso en nuestra comunidad no me interesan en absoluto.

—¡Ya lo sé, Evangelina! Pero solamente intento explicarte que entonces yo aprendí sobre todo a hablar inglés… —y entonces, como si pretendiera compensar los excesos de su interlocutora, Magda susurró un nombre que no pude escuchar—, hablaba francés tan bien que yo nunca llegué a lanzarme, íbamos juntos a todas partes.

—¿El fue quien…?

—¿Quien qué?

—No seas insolente, Agueda, sabes perfectamente a lo que me refiero.

—Lo siento, creía que los detalles de mi vida anterior no te interesaban. Me has pillado desprevenida.

—O sea, que fue el.

—No, por supuesto que no. Es un cálculo muy sencillo, lo nuestro se acabó muchos años antes.

—Sí, ya sé, y al otro…

En el momento mas interesante, perdí de una vez el eco de Magda y el de la madre Evangelina. Las dos monjas conversaban ahora en un susurro apagado, tan parecido al silencio que, cuando la directora volvió a hablar, después de exhalar un suspiro hondo como su último aliento, ya me estaba apartando de la puerta, segura de que la entrevista había terminado.

—A veces, es preciso cometer una auténtica monstruosidad para hallar dentro de uno mismo las fuerzas suficientes para comprender…

—No me mortifiques más, Evangelina, ten caridad conmigo.

—Está bien. Volviendo al tema del francés, el caso es que no dejas de tener razón.

—Claro. Si me das permiso, saldré esta misma tarde para matricularme en cualquier academia. Estamos a veintiocho, puedo empezar el día uno, y en septiembre me haré cargo de la primaria…

En ese punto dejé de escuchar, aunque mis pies, paulatinamente bloqueados por el asombro, se negaron a moverse del sitio. Debería haber regresado al sillón, o alejarme al menos unos pasos, sabía que no se escucha detrás de las puertas, mi abuela se pasaba la vida repitiéndoselo a las criadas, pero mis piernas estaban agarrotadas, mis sentidos anulados, mi cabeza desbordada por la corrosiva esencia de las noticias que me esforzaba en procesar sin volverme loca, la envidiable naturalidad con la que esa imponente sarta de mentiras había brotado de los labios de mi tía, y la primera noticia de su viejo pecado, un pecado gravísimo, porque la madre Evangelina lo había llamado monstruosidad, eligiendo una oscura etiqueta tras la que aún latía el rastro de un hombre secreto, y un secreto peor que el nombre de ese hombre, aunque quizás lo que más me impresionó de todo fue la repentina certeza de que Magda se condenaría, de que se iba a condenar sin remedio porque, aparte de todo, ella hablaba francés perfectamente, un francés impecable. Yo lo sabía porque la había escuchado sólo un par de meses antes, en su propia habitación, dentro del colegio, una tarde entré sin llamar y me la encontré hablando por teléfono, y aunque entonces puso mucho cuidado en no levantar la voz, me quedé sorprendida de lo bien que lo hacía, mientras ella gorjeaba como un canario y ponía todo el tiempo esos morritos de bebé maleducado que hacen falta para cerrar bien las úes, que a mí, en cambio, me cuestan tanto trabajo.

Cuando por fin la puerta se abrió, de un golpe, casi me di de bruces con mi tía.

—¡Hola, Malena! ¿Qué haces tú aquí?

Me sonreía con una expresión casi eufórica, los puños, que había apretado y entrechocado en el aire nada más atravesar el umbral en un gesto de ánimo destinado a sí misma, aún cerrados, y no hizo ningún gesto de estar ofendida, enfadada o decepcionada por la gravedad de la falta en la que acababa de sorprenderme.

—Yo, es que… Quería darte esto.

Alargué la bolsa hasta suspenderla en el aire, a mitad de camino entre su cuerpo y el mío, y ella la cogió con curiosidad.

—¿Qué es? — metió la nariz en el interior pero la sacó apenas un segundo después, sujetándola entre el pulgar y el índice de su mano derecha como si estuviera apunto de desprenderse del resto de su cara—. Pero, tesoro, si están medio podridas. ¿Cuándo las cogiste?

—En Almansilla, el viernes. Este fin de semana hemos ido a los cerezos… Pensé que aguantarían, no me había dado cuenta de que olieran tan mal.

—Gracias, Malena, gracias de todas formas, cariño. Te debo una, recuérdamelo un día de éstos.

Entonces me abrazó y me besó en la mejilla, y echamos a andar por el pasillo todavía enlazadas, sin detenernos siquiera cuando, al pasar ante una papelera, ella se desvió un momento para desprenderse de mi malogrado regalo, y estaba tan contenta, se parecía tanto a la auténtica Magda, a esa mujer de verdad a la que yo odiaba antes, que tuve la sensación de que algo se rompía, de que un mundo distinto empezaba a girar sin contar conmigo, de que tal vez ya la estaba perdiendo, y no podía dejarla marchar así.

—¿Sabes una cosa, Magda? Te quiero mucho, muchísimo, en serio.

—Yo también te quiero, Malena —frenó por fin, y nos quedamos paradas una frente a otra, y me miró a los ojos, y los suyos ardían—. Eres la persona a la que más quiero en este mundo, la única que me importa de verdad. Y no me gustaría que lo olvidaras. Nunca.

La madre Agueda regresó por un instante en sus ojos cargados de lágrimas, en sus labios temblorosos y en sus manos, que recorrían mis brazos sin decidirse a aferrarlos del todo, y la abracé de nuevo con todas mis fuerzas, como si quisiera imprimir sus huellas en mi cuerpo, retenerla conmigo para siempre, y le devolví sus besos rápidos con otros besos breves y sonoros sin controlar mi propio llanto, hasta que noté que mis labios sabían salados y que la intensidad de mis sentimientos había saturado mi piel, que me pesaba sobre los huesos, floja y embotada como después de realizar un gran esfuerzo.

Si todo hubiera salido bien, aquélla hubiera sido nuestra despedida, pero yo nunca había logrado aprender a tocar el piano.

—¡Déjala ya, Reina, por Dios! Esto es una tortura para ella ¿pero es que no lo ves? Si la niña no sirve, pues no sirve, y ya está.

Esta frase, que mi padre repetiría a intervalos regulares, casi con las mismas palabras, por lo menos una docena de veces, terminó por agotar las esperanzas de mi madre, que desde que se vio obligada a admitir, cuando yo tenía sólo cinco años, que los principios teóricos del solfeo jamás se grabarían en mi cerebro, no cesó de tratar de encajarme en cualquier actividad complementaria a mi medida, con la sana intención de evitar que me acomplejara ante los progresos musicales de mi hermana, una carrera que en el fondo me traía sin cuidado, sobre todo después de que aquel profesor suizo, al que mamá no quiso escuchar, emitiera un certero diagnóstico, advirtiendo que Reina tenía ciertas dotes para la música, pero que desde luego, y por mucho que se desgastara los dedos encima de las teclas, jamás llegaría a ser una virtuosa porque su talento no daba para tanto. Semejante análisis era sencillamente incompatible con el carácter de mi madre, que tampoco consideró dignos de atención los comentarios de los sufridos profesionales que, cuando todavía estábamos a tiempo, la informaron sucesivamente de que yo no había nacido para bailar, de que mis aptitudes para el dibujo eran tirando a escasas, de que la expresión corporal no parecía ofrecer un cauce apropiado para mi desarrollo integral, de que no convenía encauzarme hacia la cerámica porque el único requisito que cumplía para tal fin consistía en la propiedad de dos manos, una a la izquierda y otra a la derecha —un argumento similar, extensible a mi posesión de dos piernas, me apartó por fin de la gimnasia rítmica, que resultó uno de los experimentos más crueles—, o de que teniendo en cuenta el miedo instintivo que me inspiraban los caballos, iba a ser difícil conseguir que algún día me subiera en alguno. Así que, cuando ella estaba considerando ya las posibilidades de iniciarme en algún arte marcial, sólo porque estaban empezando a ponerse muy de moda en Norteamérica, me planté, para suplicarle con lágrimas en los ojos que me dejara estudiar inglés, una opción que siempre había rechazado pretextando que era vulgar, y carente de interés artístico, pero que en realidad le preocupaba porque, en caso de prosperar, podía terminar acomplejando a mi hermana. Hasta ella, a su pesar, presentía que hablando inglés se llega mucho más lejos que leyendo música.

En cualquier caso, y como mi padre se negó en redondo a permitir que yo pusiera ni siquiera la planta de un dedo del pie en el umbral de un gimnasio —claro, Reina, cojonudo… ¿Y por qué no la apuntas a boxeo? Es lo único que me falta, vamos, que me vuelvan a una hija lesbiana…—, mamá tuvo que permitirme estudiar inglés, aunque sólo fuera porque, descartado el kárate, no le quedaban ya muchas más expectativas que mis capacidades pudieran seguir frustrando a buen ritmo. El tiempo demostró que yo tenía razón. Al margen de mis tradicionales dificultades con el acento, derivadas de la asombrosa carencia de oído musical que estuvo en el origen de toda la historia, progresé con el inglés muy deprisa, hasta el punto de obtener un par de títulos para extranjeros emitidos por una prestigiosa universidad de remeros británicos antes incluso de empezar la carrera, una proeza que reconcilió finalmente a mi madre con mi voluntad.

Mamá rechazó, por una cuestión de principios, la variada oferta del consulado norteamericano e insistió en matricularme en el British Institute, pero como a mitad de curso no quedaban plazas libres en ninguna parte, al final tuvo que conformarse con inscribirme en una academia de idiomas que estaba en la calle Goya, muy cerca ya de Colón, desde donde yo misma volvía andando a casa tres veces por semana sin más riesgo que cruzar la Castellana por un paso subterráneo. Y fue una de aquellas tardes, mientras hacía tiempo delante del portal, cuando vi a una monja que solamente podía ser Magda subiendo por las escaleras de una boca de metro.

Por un instante pensé que se dirigía hacia mí, y hasta que quizás tomaba clases en la misma academia a la que yo iba, pero ni siquiera miró hacia atrás, y echó a andar Goya arriba bastante deprisa. Sin pensármelo dos veces, empecé a caminar detrás de ella, siguiéndola a una distancia considerable. No me atrevía a apretar el paso para alcanzarla, porque de alguna manera sospechaba que no sería bien recibida, pero tampoco tenía miedo de perderla, porque su toca y su hábito destacaban como un brochazo blanco en la masa de los transeúntes vestidos de entretiempo. Anduvimos al mismo ritmo durante un buen rato, más de diez minutos, y perdí la cuenta de las calles que embocábamos, una tras otra, porque no se me ocurrió mirar los cartelitos azules fijados en las esquinas hasta que Magda desapareció en un portal oscuro. Sólo entonces me di cuenta de que me había perdido.

Leí Núñez de Balboa en una placa, y Don Ramón de la Cruz en otra, y ninguno de aquellos nombres me dijo nada. Goya debería estar a mi derecha, pero probablemente estuviera a mi izquierda, no conocía bien aquella zona, mi madre se negaba a cruzar la Castellana siempre que le era posible porque militaba en la más rancia de las manías de mi abuela, que era una señora bien de tan toda la vida, que se refería al distrito de Salamanca como a «ese pretencioso barrio de funcionarios y advenedizos», y no se resignaba a que el mejor comercio de la ciudad se hubiera obstinado con tanta terquedad en colonizar la orilla este del gran eje que parte Madrid por la mitad, en lugar de permanecer en la oeste —que es la zona donde la gente rica de verdad ha vivido siempre—, y donde, por supuesto, seguía viviendo ella, que aún podía permitirse el lujo de definirse como terrateniente. Me pregunté qué haría si Magda tardaba en bajar. Me faltaban cuatro meses para cumplir doce años y todavía no había salido nunca sola a la calle, con la única excepción del ridículo paseo subterráneo que enlazaba mis clases de inglés con mis deberes. No me daba miedo coger un taxi, pero cuando vacié mis bolsillos, sólo encontré 25 pesetas y una ficha de teléfonos. Entonces me di cuenta de que no me quedaba otro remedio que recurrir a Magda, y me acerqué a un señor que tomaba el fresco en una silla, junto al portal, para preguntarle en qué piso daban las clases de francés. El me miró con extrañeza y me contestó que en aquella casa nadie daba clases de francés, al menos que él supiera. Su ignorancia disipó mi última esperanza. Todavía quedaban muchas horas de luz, pero se haría de noche antes o después, y tal vez Magda saliera por otra puerta, o no llegara a salir nunca, quizás me había equivocado de monja, posiblemente la mujer a la que había perseguido hasta allí ni siquiera era ella. Me puse tan nerviosa que sólo tenía ganas de echarme a llorar como un bebé, pero aquel hombre me estaba mirando de una forma sospechosa, y regresé lentamente a mi observatorio, una parada de autobuses situada en la acera de enfrente, para entregarme a la desesperación sin fuerzas ya que oponer. Entonces Magda apareció de nuevo.

Se había fijado sobre la nuca un moño forzosamente postizo, pero impecable, y su maquillaje era muy discreto excepto en los labios, pintados de un rojo furioso, como antes. Llevaba unos zapatos de piel de cocodrilo con tacón muy alto, y el vestido de punto estampado con el que había aparecido en Almansilla un par de meses antes, cuando vino a pasar las vacaciones de Semana Santa con nosotros.

Reina y yo nos habíamos quedado pasmadas al verla aparecer así, vestida de persona normal, y no habíamos sido las únicas en sorprendernos, porque hasta su propia madre se negó a besarla antes de proclamar que encontraba su aspecto escandaloso, pero ella explicó con mucha tranquilidad que todos podríamos comprobar a simple vista cuánto había adelgazado desde que estaba en el convento, y añadió que la propia Evangelina le había sugerido que aprovechara las vacaciones para enviar los hábitos a estrechar. La mera mención del nombre de la directora bastó para calmar los ánimos de mi abuela, y Magda fue por fin besada y abrazada por todos, como si no hubiera pasado nada, pero yo me di cuenta de que pasaba algo, y tenía que ser algo muy raro, porque la mujer que volvió aquel Viernes de Dolores a Almansilla era muy distinta de la que había salido de Martínez Campos el día del Pilar del año anterior, como si Magda hubiera decidido saltarse de golpe el último año de su vida.

Todavía recordaba perfectamente aquella primera metamorfosis, la aparatosa transformación que habíamos contemplado por primera vez justo en Semana Santa, justo un año antes, cuando una Magda irreconocible, con el pelo muy corto y la cara lavada, adquirió la insólita manía de seguir mansamente a su madre hasta los oficios de cada tarde, rechazando las comodidades del coche familiar para arrastrar hasta la iglesia dos pesados zapatos planos de colegiala, como si tuviera que hacer un esfuerzo para mover el grueso tejido escocés de la falda tableada que cubría sus pantorrillas incluso cuando estaba sentada, en lugar de trepar obedientemente sobre sus muslos como trepaban los estrechísimos tubos a los que hasta la abuela se había acostumbrado. Aquella Magda cobarde, a la que yo llegué a detestar más que a la anterior sólo porque se había rendido, sí era una monja, una monja auténtica, pero la que nos había devuelto el convento apenas cinco meses después de acogerla, ya no era esa mujer, sino la otra, la Magda de antes, como si el tiempo hubiera enloquecido y con él se hubieran descabalado todas las cosas, en un mundo sin memoria para discernir el pasado reciente de un pasado más remoto.

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