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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (3 page)

Supuse que a la Virgen no le importaría mucho, y cuando juzgué que ya me encontraba adecuadamente cerca del altar, empecé a rezar moviendo los labios muy deprisa, en silencio. No creo que nunca, nadie, haya rezado con más fe, con más empeño, por una causa tan descabellada como la mía, pero entonces yo tenía sólo once años y aún podía creer en los grandes milagros. Mis esperanzas no iban más allá, porque sabía muy bien que nunca obtendría ese don que necesitaba desesperadamente sin una intervención divina en toda regla, pero aunque el cielo no se había abierto sobre mi cabeza, y aunque presentía que nunca se abriría, seguía rezando, recé aquella mañana, como todas las mañanas, hasta alcanzar el grosero simulacro de nube mal tallado en un pedazo de madera pintado de azul celeste, y arrojé los despojos de mi ofrenda a unos pies diminutos que pisaban la luna sin maltratarla, y seguí la estela de mi hermana Reina hasta la puerta, rezando siempre.

La madre Gloria, apoyada de costado contra una jamba, me detuvo con un simple gesto de su brazo extendido. Estaba tan absorta en mi oración que me costó trabajo reaccionar, y eso no hizo más que empeorar las cosas.

—No te escapes, Magdalena… Todavía estamos a diecisiete, pero el mes de María ya se ha acabado para ti, ¿está claro? A partir de mañana, mientras todas las demás estemos aquí, tú tendrás una hora de estudio arriba, en la clase. Yo misma te pondré la tarea. Y pon atención de ahora en adelante, porque ya me estoy cansando de tus descuidos. Yo diría que te la estás jugando… Tú me entiendes, ¿verdad?

—Sí, madre —me felicité a mí misma por no haber contestado solamente sí, aunque ya podía distinguir, como si estuviera pintada en el aire, una larguísima columna de raíces cuadradas, y me preguntaba cómo iba a salir de aquélla. Nunca he sabido hacer raíces cuadradas, no las entiendo.

—Este mes ofrecemos un homenaje a nuestra querida Madre, pero lo que la Virgen merece son flores, símbolo de nuestra pureza, y no verdura.

—Sí, madre.

—No sé cómo puedes ser así, es que no lo entiendo… Podrías aprender de tu hermana.

—Sí, madre.

Entonces intervino Reina, con la prodigiosa entereza que sólo dejaba entrever algunas veces.

—Perdone, madre, pero si seguimos aquí vamos a llegar tarde a clase.

Las cejas se fruncieron una vez más, como si fueran ellas, y no los ojos de aquella medusa, las que me examinaban de arriba abajo, buscando cualquier pecado complementario.

—¡Y métete la blusa dentro de la falda!

—Sí, madre.

Ella modificó levemente su postura y giró la cabeza para darme a entender que nuestra entrevista había terminado, pero yo no me atreví a moverme todavía, estaba enferma de miedo.

—¿Puedo irme ya, madre?

Reina tiró de mí antes de que llegara a recibir una respuesta. Cuando ya nos habíamos alejado unos pasos, me pasó un brazo por el hombro y frotó su mano fría contra mi cara, como si pretendiera templar mi mejilla, limpiarla de la vergüenza que coloreaba mi piel hasta su raíz más remota.

—No te pongas tan nerviosa, Malena —su voz era delgada y aguda, como la de un bebé que está aprendiendo a hablar, y con sólo pronunciar mi nombre, me hizo saber que Reina estaba de mi parte—. Esa bruja no puede hacerte nada, ¿entiendes? Papá y mamá pagan para que estemos aquí, y a ellas lo que más les importa es el dinero. Lo de las flores es una tontería, no va a pasar nada, en serio…

Las niñas que recorrían el pasillo en dirección contraria a la nuestra se nos quedaban mirando con curiosidad y una lejana compasión solidaria, el sentimiento casi universal que reemplazaba al auténtico compañerismo entre los muros de aquel recinto peligroso, vallado como una cárcel. Me imagino que formábamos una pareja peculiar, yo despeinada y con la blusa fuera de la falda, más alta que ella y mucho más fuerte, haciendo pucheros, y Reina, pequeña y pálida, con los zapatos relucientes y aquella voz que parecía quebrar las palabras antes de terminar de pronunciarlas, sosteniéndome. El contraste de aquella imagen con la opuesta, que parecía más lógica, hacía que me sintiera todavía peor.

—Además, tía Magda es de aquí, y tú eres su ahijada, nunca dejará que te expulsen… Oye, que hace un montón de días que no la veo. Ya no vigila la salida, es raro, ¿verdad?

Me detuve en seco, desprendiéndome del abrazo de mi hermana para mirarla de frente, y una sensación nueva, desazón aliñada con unas gotas de desconcierto, desterró de golpe a mi tutora, con todas sus amenazas, al limbo de los miedos que aún pueden esperar. Me costaba trabajo dormirme por las noches mientras meditaba qué respuesta le daría a aquella pregunta, y aún no había encontrado una mentira suficientemente eficaz. Reina me miraba ya con recelo, como si nunca hubiera previsto la lentitud de mi reacción, cuando hice un gesto ambiguo con los labios para ganar tiempo, y el azar recompensó mi fidelidad con el sonido del timbre que llamaba a la primera clase.

Cuando me senté ante mi pupitre, el aspecto del mundo ya había mejorado bastante. Durante toda mi infancia, la atención de Reina ejerció siempre un inmediato efecto balsámico sobre mis heridas, como si su aliento las cerrara antes de que se hubieran abierto del todo. Al fin y al cabo, el castigo tenía mucho de premio, no había nada divertido en permanecer una hora de pie, medio dormida, apretujada entre todas las demás alumnas en el hall transformado en capilla, cantando canciones blandas con una flor en la mano. Por la tarde le pediría a Reina que me enseñara a hacer raíces cuadradas y ella no se negaría, quizás lo entendería todo bien si ella me lo explicaba, y en cuanto a Magda, tampoco estaba haciendo nada malo, en realidad mi secreto era casi una tontería… Entonces la madre Gloria apareció en el umbral y creí que el cielo se oscurecía de repente, aunque tras las ventanas seguía brillando un firme sol de mayo. Había olvidado que era miércoles, matemáticas a primera hora. Intenté meterme la blusa dentro de la falda sin levantarme del asiento e invoqué sin ningún resultado al improbable espíritu de la lógica de conjuntos.

Mientras copiaba la monstruosa hilera de uves mayúsculas con rabito que ensuciaban la pizarra a una velocidad vertiginosa, recuperé sin esfuerzo el ritmo de mi oración, que nunca cambiaba, y la proseguí en un murmullo casi imperceptible, pero moviendo los labios para que tuviera más efecto, porque decidí que aquella mañana necesitaba el milagro más que nunca y ya presentía que no me equivocaba, Virgen Santa, Madre Mía, hazme este favor y no te pediré nada más en toda mi vida, si a ti no te cuesta trabajo, tú puedes conseguirlo, Virgen María, por favor, hazme niño, anda, si no es tan difícil, conviérteme en un niño, porque es que yo no soy como Reina, es que yo, de verdad, Virgen Santa, por mucho que me esfuerce, es que yo para niña no sirvo…

Nunca terminé de copiar aquellas raíces cuadradas. Apenas habían transcurrido diez minutos desde el principio de la clase cuando la madre superiora se anunció con unos golpecitos en la puerta y asomó la cabeza ladeada, reclamando a nuestra tutora en el decoroso lenguaje de gestos mudos que todas las monjas utilizaban. Ella asintió inclinando el mentón un instante, pero su rostro, acalorado por la saña con la que arañaba la pizarra para trazar sus malditos números de tiza, perdió color, todas nos dimos cuenta. La visita de la superiora, ese misterioso ente con hábito que nunca se dignaba a bajar del tercer piso excepto para presidir la misa de aniversario de la Madre Fundadora, sólo podía obedecer a una razón. Había pasado algo gordo, algo muy, muy gordo, tal vez una expulsión definitiva, una expulsión temporal como mínimo.

Escuchamos las recomendaciones habituales —trabajad en estas operaciones, en silencio y cada una en su silla, que nadie borre la pizarra, si alguna habla, o se levanta, que la delegada de curso copie su nombre en una hoja para entregármela luego, yo vuelvo enseguida— y nos quedamos solas. Tras dos o tres minutos de silencio absoluto, en parte preventivo, en parte fruto de la sorpresa generada por aquella imprevista ausencia de autoridad, estallaron los rumores, y mi hermana, delegada de curso también aquel año, no hizo nada para atajarlos porque estaba tan excitada como las demás. Pero los acontecimientos se sucedieron muy deprisa. Rocío Izquierdo, una infeliz que era incapaz de trabar bien la mentira más pequeña, no había terminado aún de contar una estúpida historia sobre las tabletas de chocolate que desaparecían de la despensa, cuando la madre Gloria reapareció bruscamente, y sin reclamar silencio, sin reparar siquiera en el desorden de la clase, las sillas separadas de las mesas, sus alumnas distribuidas en grupitos, Cristina Fernández comiéndose un bocadillo, Reina de pie, en flagrante delito, alargó un brazo en mi dirección y, señalándome casi con el dedo, pronuncio mi nombre.

—Magdalena Montero, ven conmigo.

Cuando me esfuerzo por recordar qué pasó después, mi memoria se niega a devolverme imágenes nítidas, y envuelve la realidad, personas y cosas, en una especie de bruma grisácea que antes sólo había visto en los sueños. Entonces contemplo las caras de mis compañeras de curso, mudas y asustadas, como si su carne fuera gelatinosa, como si pudiera ahuecarse y crecer, cambiando constantemente de forma, aunque no puedo asegurar que no las viera precisamente así en aquel momento, crucé con Reina una mirada líquida y quizás mi recuerdo sea exacto, porque nunca había estado tan cerca del fracaso y todos los sentidos me fallaban, temblaba de pies a cabeza pero el miedo no me impedía moverme, aceleraba más bien mis movimientos, y cuando alcancé a la madre Gloria, cuando ella cerró la puerta y me encontré en el pasillo, aislada de los míos, separada de mi hermana, exiliada a la fuerza en un territorio hostil, fue todavía peor. Las paredes, los armarios metálicos donde dejábamos el abrigo al llegar por la mañana, las plantas que decoraban las esquinas, no eran grises, pero ya no puedo recordar su color. El hábito de mi tutora tardaba un siglo en barrer solemnemente cada una de las losetas de terrazo salpicadas de manchas blancas que ya no se me parecían a la mortadela de Bolonia, y el aire apestaba a lejía, ese asqueroso aliento a limpieza que, en invierno, neutralizaba los efectos de la calefacción y me impedía entrar en calor. Quería hablar, preguntar qué había pasado, disculparme por ofender a la Virgen con mis flores desmochadas, arrodillarme para pedir clemencia o regodearme viciosamente en mi desdichada condición de víctima, pero sentía que los huesos de mis piernas me avisaban de que estaban cansados, cada vez más cansados, y me dolían los bordes de las uñas como si les costara trabajo acoplarse con mis dedos, me sentía capaz de manejar palabras pero no de pronunciarlas, y no despegué los labios, Virgen María, tú no eres buena, o vale, a lo mejor sí eres buena, pero no me quieres, si me quisieras me convertirías en un niño y todo sería más fácil, yo sería más feliz, lo haría todo mucho mejor si fuera un niño…

Mis reproches no habían adquirido aún la consistencia de una plegaria cuando la monja, que no había mencionado el lugar al que nos dirigíamos, se detuvo ante una puerta que yo jamás había atravesado y la abrió sin volverse a mirarme. No se me ocurrió leer la plaquita de plástico pegada en el cristal esmerilado, pero la visión de un auténtico cuarto de estar, amueblado con sofás y butacas tapizadas alrededor de una mesa de cristal, aquella camilla de largas faldas y hasta un televisor en una esquina, me tranquilizó incluso antes que la silueta de mi madre, que me sonreía desde el fondo, su abrigo de piel como una mancha de color en la abrumadora cortina blanca de los hábitos que la rodeaban. Por un instante tuve la sensación de haber escapado del verdadero mundo, atravesando un túnel invisible que desembocaba sin previo aviso en un planeta gemelo, pero distinto, un aula sin muebles de formica donde el aroma a café recién hecho suplantaba al repugnante hedor de la lejía y el desinfectante de los que me había librado para siempre, hasta que distinguí en la pared un cartel bastante grande —
SALA DE PROFESORAS
—, y después de leer una columna de nombres inequívocamente familiares, tuve que admitir que no había recorrido más que unos pocos metros de pasillo. La madre Gloria seguía a mi lado, sonriente. Tal vez había venido sonriendo todo el camino, no me había atrevido a mirarla antes.

—No me van a expulsar, ¿verdad? —pregunté bajito, para que nadie más lo oyera.

—¡No digas tonterías!

Mi cuerpo se ablandó de repente, mi cerebro recuperaba poco a poco la humedad. Quise emitir un suspiro casi teatral, dejé caer todo mi peso sobre el pie derecho y, como si conectara sin darme cuenta un cable enterrado muy lejos, al margen de mi voluntad, busqué a Magda con los ojos y no la encontré. La voz de mi madre, que me llamaba en un tono opaco que hubiera distinguido entre un centenar de acentos, me hizo temer que aquella reunión no tenía nada que ver con su cargo de presidenta del comité de antiguas alumnas, y mi serenidad se evaporó antes de haber llegado a dejarse sentir. Viajé sin transición del terror al desconcierto y no sabría decir cuál de estas dos etapas fue más desagradable.

Me alegré de ver a mamá, sin embargo. Su presencia en horas lectivas me gustaba tanto como el descubrimiento de ese regalo diminuto que, de repente, hace soportable, hasta dulce, la indigerible masa reseca de un roscón barato, amasado sin almendras ni agua de azahar. Yo era mediopensionista y no vivía cerca del colegio, así que la mayor parte de mis días transcurría entre las tripas de aquel coloso de ladrillo rojo que me engullía a las nueve y cuarto de la mañana y no me vomitaba hasta las cinco y media de la tarde. Entonces, como supongo que le ocurriría a la mayoría de los niños sometidos a la misma agotadora rutina, tenía la sensación de pertenecer a dos casas diferentes, de vivir dos vidas no sólo distintas, sino opuestas, hasta irreconciliables entre sí, y mi madre, que pertenecía al mundo de la cama caliente y el desayuno copioso de los fines de semana, parecía estar allí, a deshora, para revelarme que aquellos placeres formaban parte de una realidad más poderosa, más perdurable que los muros que nos rodeaban, porque ella podía venir al colegio para rescatarme en un momento tan delicado como aquél, pero el colegio nunca podría penetrar en sus dominios. Me afirmé en esta amable teoría mientras me acercaba para besarla cerca de la oreja, donde todavía sobrevivía una pizca de su perfume, pero ella me tomó de las muñecas y me pidió que me sentara a su lado, con una sequedad que me avergonzó ante testigos tan indeseables.

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