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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (57 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Menos mal —oprimí hacia abajo el botón que regulaba la posición del asiento contiguo al del conductor, un pequeño lujo del que no disponía de costumbre, hasta que el reposacabezas tropezó con el borde del asiento trasero.

—Además —continuó Agustín, que había descendido dócilmente con el respaldo hasta quedar tendido a mi lado, mientras yo me daba la vuelta para atravesar una pierna entre las suyas—, es un gran fajador… Ya has visto con lo que traga.

—Mejor —dije, abalanzándome sobre él—, no te imaginas cuánto me alegro…

Le besé y el hormigueo que atormentaba mis piernas se repartió por el resto de mi cuerpo. Reina, Jimena y Germán danzaban todavía en mi cabeza al ritmo de aquella misteriosa clave, ¡jódete!, procurándome un placer abstracto que me exigía una contrapartida física inmediata, y empecé a moverme de arriba abajo, muy despacio, sobre el cuerpo de Agustín, contra él, mi cintura describía círculos lentos, codiciosos, y la tela se fundía al contacto con mi piel hasta deshacerse, porque advertí todas las etapas del proceso, un montoncito de gelatina rugosa apenas perceptible, inane al principio, una forma alargada que se destacaba, imponiendo su tensión al resto, un abultamiento regular que aún no parecía estabilizado del todo, y un hierro rojo, brutal, que presionaba contra mi vientre como si pretendiera quemarlo, erosionarlo para siempre, abrir un hueco a la medida y encajarse allí, desplazando mi propia carne. Sólo entonces conquisté cierta serenidad. Mientras sentía cómo trepaban sus manos a lo largo de mis muslos, levantando mi falda, arrugándola alrededor de mi cintura, le miré y vi que me sonreía.

—Anda, zorra, que eres una zorra…

Yo también le miré, y sonreí antes de contestar.

—No lo sabes tú bien.

A la mañana siguiente me levanté de un humor excelente, muerta de hambre y sin atisbos de resaca. Deduje, del fondo del tazón de loza blanca en el que apenas navegaban tres o cuatro granos del repugnante polen de abeja que le había dado por desayunar últimamente, que Reina se habría marchado ya de casa, y me preparé un desayuno magnífico, café como para rellenar tres tazas, seis tostadas de pan de pueblo con aceite de oliva virgen y sal y un croissant a la plancha con mucha mantequilla, pura toxina que fue absorbida por mi organismo con tal gratitud que estuve a punto de volverme a la cama a dormir un ratito. Sin embargo me duché, me lavé la cabeza y me fui a la facultad. No vi a Reina en todo el día. Ya era de noche cuando bajé a la calle a comprar tabaco en el bar más cercano y me la encontré en la barra, delante de un café con leche, sola. Tenía los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando.

—¡Menuda sorpresa! — me dijo, intentando enmascarar su desolación en la frivolidad de un acento mundano—. ¿Qué haces tú aquí? Deberías llevar una hora en el baño, sacándote el máximo partido para exhibirte por ahí con Quasimodo…

—Quasimodo —contesté sin inmutarme— se ha ido esta mañana a Zaragoza, a preparar un programa especial sobre un homenaje que le hacen a Buñuel no sé dónde.

—¿Y va a estar todo el fin de semana viendo películas?

—Exactamente.

—¡Qué divertido! ¿Y por qué no te has ido con él? Con lo peliculera que tú eres.

—Sí, pero el marido de tu amiga Jimena no paga gastos de acompañante —era mentira. Agustín no me había invitado a ir con él, y a mí tampoco se me había pasado por la cabeza proponérselo. El verano anterior nos habíamos ido juntos de vacaciones hasta Suiza, porque se nos había ocurrido a los dos al mismo tiempo, pero la posibilidad de que yo fuera a Zaragoza no se nos había ocurrido a tiempo a ninguno de los dos, no había otra explicación aparte de ésa.

—No es tan caro, trescientos kilómetros en coche. El hotel seguro que se lo pagan igual.

—Agustín no tiene coche.

—Y nunca lo tendrá. Mientras te tenga a ti, para que le lleves y le traigas… Ese es el tipo de cosas que le gustan, ¿no?

La miré despacio, intentando vincular sus ojeras con el acerado filo de su lengua, sin lograr ningún resultado.

—No te entiendo, Reina.

—Pues está clarísimo.

—Que no te gusta Agustín sí. Lo que no entiendo es por qué. No has hablado con él más que tres minutos. No le conoces.

—¡Desde luego, Malena, parece mentira! He conocido a cientos de tíos como él, hay uno, como mínimo, en cada superproducción americana. Suelen ser más guapos, eso sí, porque lamento decirte que tu gusto decae con los años. Fernando, por lo menos, estaba bueno.

Un sexto sentido me advirtió de que debería situarme inmediatamente a la defensiva, pero no lo atendí, porque fui incapaz de prever el peligro.

—Fernando no tiene nada que ver con esto.

—Claro que sí. Porque Quasimodo es lo mismo que él —hizo una pausa dramática, prolongada, experta—. Un chulo.

—¡Oh, venga ya, Reina! — intenté echarme a reír, y casi lo consigo—. Cada vez que me enrollo con un tío me vienes con la misma historia. Ya está bien, ¿no?

Ella escondió los ojos en el borde de sus uñas, hurtándolos de los míos, y espació las palabras como si nunca hubiera querido pronunciarlas.

—Eso digo yo, porque no hay más que ver las pintas que llevas. Como sigas así, no sé dónde vas a ir a parar…

—¿Qué quieres decir?

—No, nada.

Entonces se giró bruscamente hacia mí y me besó en la mejilla, abrazándome luego.

—Perdóname, Malena, últimamente estoy muy difícil, ya lo sé. Tengo muchos problemas, yo… no lo estoy pasando bien, la verdad. No sé qué hacer…

—¿Pero qué pasa? — pregunté, sintiéndome fatal por no haber descubierto hasta aquel instante ninguna señal previa del sufrimiento de mi hermana—. ¿Estás enferma?

—No, no es eso… No te lo puedo contar —me miró y sonrió como si se estuviera obligando a hacerlo—. No te preocupes, no es nada malo. Le pasa a todo el mundo, antes o después. Pero, de todas formas, y aunque te moleste escucharlo, lo que hemos hablado antes no tiene nada que ver con esto. Si yo te digo que Agustín es un chulo, es porque lo es. Piénsalo. Hazme caso, por tu propio bien.

Aquella noche, mi propio bien me impidió dormir.

Intenté en vano acunarme en las huellas de otro hombre que me gustaba pero tampoco me convenía, recuerdos cálidos y acogedores como una bañera rebosante de agua hirviendo que me recompensara de una larguísima caminata bajo una tempestad de nieve, retazos de conversaciones sorprendentemente largas, apuestas estimulantes, destellos relucientes, provocaciones, complicidad, afecto, dependencia, más allá de los signos convencionales, más allá de las leyes del noviazgo, de la fidelidad obligada, de los regalos de cumpleaños y de las felicitaciones de Navidad. Le conocía poco todavía aquella noche de perros mientras helaba sobre Madrid, como había helado la madrugada anterior, y la anterior a aquélla, pero él se vistió para salir conmigo, y cuando le pregunté si iba a alguna parte, me contestó que íbamos los dos a la Casa de Campo, y conduje hasta allí, seguí sus indicaciones sin preguntar porque siempre me han excitado mucho las sorpresas, aunque nunca me hubiera atrevido a esperar tanto. Cuando pasamos junto a una de las farolas que iluminan el estanque, me pidió que parara, y aparqué allí, y salí del coche con él, hacía un frío espantoso y la temperatura parecía descender aún más bajo los reflejos de aquel lechoso haz de luz halógena, pero él me dijo sonriendo, míralos, están ahí fuera, hace años que lo descubrí, cuando hiela salen del agua, ninguno se queda dentro, y entonces le entendí, y miré con atención, y los vi, y los reconocí, todos los patos estaban fuera del agua, y sentí calor, y una emoción enorme, y mi piel se erizó, todos los pelos de punta, como las plumas de aquellos pobres bichos mojados y ateridos, y me eché a llorar, con la misma intensidad con la que había llorado todas las lágrimas de Holden Caulfield, aunque él no era como yo porque había tenido la suerte de nacer niño.

Ese libro que te obsesionaba tanto hace unos años, ¿te acuerdas?, ese del que decías que a lo mejor lo habría escrito una tía porque el autor no se había dejado hacer nunca una foto, me había dicho Reina unos días antes, pues Jimena me ha contado que el título no significa nada, no hay nadie vigilando ningún campo de centeno, es sólo el nombre que le dan al jugador de béisbol que ocupa una posición determinada, ¿sabes? Ahora que lo sé, me alegro mucho de no haberlo leído. Jimena dice que no se puede creer que te gustara tanto, y mucho menos que te reconocieras en el protagonista, porque está escrito por un tío, claro, ella dice que es evidente, que no hay más que leer un par de líneas para darse cuenta… Reina no leía novelas, ya no, sólo cosas más serias, libros de antropología, de sociología, de filosofía, de psicoanálisis, libros escritos por mujeres y editados por mujeres para ser leídos por mujeres. Si Holden se hubiera llamado Margaret tal vez lo habría intentado, pero se llamaba Holden, y se preguntaba qué hacen los patos de Central Park durante las peores noches del invierno, cuando la superficie del agua se hace tan espesa como una pista de patinaje, resbaladiza como una trampa mortal, y Agustín quiso ampararme en su secreto, me enseñó que los patos salen fuera del agua cuando hiela, y entonces contraje con él una deuda de gratitud que durará lo que dure mi vida, pero ni siquiera eso bastó para salvarle.

Si él hubiera descubierto que los patos agonizan bajo las garras de un hielo implacable entre mudos graznidos de terror, si hubiera capturado un par de cadáveres congelados y los hubiera depositado sobre mis palmas entre feroces carcajadas, entonces todo habría sido más fácil, y yo no habría dudado, pero no tenía más que veinte años, no estaba enamorada de él, y no podía envolverme en ninguna coartada, porque yo no había elegido a un hombre joven que despreciaba el coche para galopar por el campo sin camisa, y que era mi abuelo, ni a otro hombre joven que eligió morir embistiendo contra sus asesinos como un toro bravo, y que era mi otro abuelo, pero le había elegido a él, y de su mano había descubierto algo más que el feliz instinto que permite a los patos urbanos conservar la vida en los peores inviernos, había descubierto un insospechado valor en las palabras, había sucumbido a ese misterio, y ahora ya no podía echarme atrás.

Que mamá soliera rechazar a Fernando escupiendo siempre aquel mismo término, chulo, no me ayudaba mucho, porque estaba segura de que ella no tenía nada que ver en esto. Aquél había sido el camino de ida, todos los vientos soplaban a mi favor, y había sido fácil rechazar el modelo caduco, defectuoso, inconcebible, el sendero que había recorrido una mujer que no era tonta pero parecía medio idiota, toda la vida tragando, de casa a la peluquería y de la peluquería a casa, tomándose cada tarde el trabajo de pintarse y de ponerse elegante sólo para gustar a su marido cuando él volviera de trabajar, consultando con mi padre hasta el gasto más pequeño aunque era más rica que él, viviendo sólo para nosotras, alrededor de nosotras, por nosotras, en nosotras, para poder chantajearnos con su constante sacrificio cada dos días, todo eso me parecía miserable, ridículo, indigno. Yo había adoptado un código muy distinto y obedecerlo me había resultado muy cómodo hasta aquella noche, mientras daba vueltas y vueltas en la cama sin conseguir dormirme, cuando el implacable insomnio alumbró un punto oscuro al que nunca antes había prestado atención.

No pude relacionar a mi madre con Reina, porque todavía no disponía de vida suficiente para hacerlo. Tampoco se me ocurrió que si hubiera nacido quince años antes, quizás habría podido resolver la cuestión entre bostezos. No sospeché que si hubiera nacido en el Norte, donde las guerras nunca son civiles, como las autoras de casi todos los libros de la biblioteca de mi hermana, quizás ni siquiera existiría cuestión alguna. Ni me atreví a suponer que si yo no hubiera nacido en Madrid, quizás no habría llegado nunca a escuchar esa palabra, que en los demás lugares de España donde se habla castellano no forma parte del lenguaje coloquial de las personas bien educadas, ni tiene los ambiguos matices más admirativos que despectivos, que ha desarrollado en la jerga local en la que yo me expreso y pienso. Para chulo yo, decía mi padre a veces, al volver del trabajo, victorioso tras una negociación en la que sus oponentes habían pretendido ponerle contra las cuerdas. Para chula yo, decía mi madre, cuando despedía a una muchacha que la contestaba con insolencia. Yo había aprendido, de mi padre y mi madre, que chulo define a una persona arrogante, orgullosa, soberbia en exceso, y hasta a veces, y tal vez por eso, segura de sí misma, firme en sus convicciones, coherente. Pero sabía también que chulo es además, incluso en Madrid, un hombre que explota a las mujeres, que las prostituye en las aceras y se enriquece a su costa, y sabía qué nombre reciben ellas. Si mi hermana y yo no hubiéramos empezado a hablar en Madrid, quizás a Reina jamás se le habría ocurrido usar esa palabra, pero yo no podía pensar así, porque había nacido precisamente ahí, en el Sur, en 1960, plena dictadura, la época y el lugar donde era necesario esforzarse más, y más duramente, para llegar a ser una buena chica, y en esas circunstancias no podía ignorar las engañosas cualidades de la propiedad conmutativa, que no se debe aplicar a la ligera y a la que jamás hay que someter ciertos modernos axiomas para no obtener resultados indeseables, porque, si bien es imprescindible reivindicar que todas las putas son mujeres, es absolutamente incorrecto sospechar que exista siquiera una sola razón, al margen de ciertos falsos intereses concebidos bajo la presión del agobiante chantaje masculino, que conduzca a una mujer a comportarse espontáneamente como una puta. ¿Y entonces qué soy yo?, me pregunté, y no hallé respuesta, y por última vez en mi vida deseé con todas mis fuerzas no ser nada más que un hombre.

En el camino de ida ningún obstáculo se me resistió. No estaba dispuesta a venderme cara, no estaba dispuesta a sacar ventaja del deseo de mis iguales, no estaba dispuesta a admitir que a mí no me aprovecharan los tíos en la misma medida en que ellos se aprovechaban de mí. Era una cuestión de principios, y era cómoda, mi cuerpo era mío y hacía con él lo que me daba la gana, entonces sí, pero ahora todo parecía distinto, ahora, afirmar la posesión de mi cuerpo parecía arrastrar, inevitablemente, la condición de abdicar de él. Y eso no se hace.

Daba vueltas y vueltas en la cama, intentando ordenar lo que pensaba sin querer y ni siquiera así entendía, y esa frase resonaba entre mis sienes como una condena perpetua. La había escuchado miles de veces, durante mi infancia, cada vez que incumplía una norma, cada vez que el enemigo me pillaba por sorpresa, cada vez que cedía a la llamada de los placeres prohibidos, cuando saltaba en la cama, o atacaba la despensa entre horas, o me pintarrajeaba la cara con una barra de labios, entonces mamá, o papá, o la tata, me daban un golpecito en la mano, o un azote en el culo, y luego, cuando era mayor, ni siquiera eso, pero decían siempre lo mismo, eso no se hace, y a mí me traía al fresco, igual que sucedió después, cuando mi madre me la repetía a cada paso, eso no se hace, maquillada de la trascendencia de los argumentos adultos, pero era lo mismo, date a valer, respétate a ti misma y los chicos te respetarán, ellos sólo se divierten con cierta clase de mujeres, Reina decía cosas parecidas en un lenguaje distinto, no te dejes meter mano, no creo que convenga dejarles hasta que pasen por lo menos dos o tres meses, pero era siempre lo mismo, eso no se hace, y a mí me daba igual, yo fingía concentrarme en lo que escuchaba y las contestaba con los labios cerrados, protegiéndome tras un argumento mudo, pero tan sólido, o tan endeble, como aquéllos a los que se oponía, eres una petarda, una petarda, un pedazo de petarda, y tú te lo pierdes… Entonces era fácil, ahora no.

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