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Authors: Mª Ángeles López Decelis

Tags: #castellano

Los presidentes en zapatillas (40 page)

Una de las novedades de la campaña, que comenzó el 21 de febrero, fueron los debates televisados entre Zapatero y Rajoy, candidatos a la Presidencia del Gobierno por el PSOE y el PP, respectivamente. Hacía quince años que los dos principales candidatos no se medían ante las cámaras en un debate. Las audiencias alcanzaron los trece millones de espectadores en el primero y casi doce en el segundo.

Reseñar, igualmente, la victoria sin paliativos de Pedro Solbes frente a Manuel Pizarro, candidato a la Vicepresidencia económica del Partido Popular, en el cara a cara que protagonizaron ambos en Antena 3 como arranque de campaña. Al día siguiente, el Gobierno, puesto en pie, esperó la llegada de Solbes al Consejo de Ministros, recibiéndole con una larga y cerrada ovación.

La PAZ, Plataforma de Apoyo a Zapatero, nació con el objetivo de apoyar en esta ocasión al candidato socialista, materializándose en un manifiesto firmado por más de dos mil artistas y personas del mundo de la cultura. Además, se grabó un vídeo en el que cantantes muy conocidos y relacionados con la izquierda ponían música a los versos de Mario Benedetti «Defender la alegría», mientras colocaban el dedo índice sobre su ceja derecha, como símbolo de apoyo al presidente, cuyas cejas puntiagudas son una de sus señas de identidad y así se le representa en el lenguaje de los sordomudos.

El 7 de marzo, y a cuarenta y ocho horas de la cita con las urnas, ETA irrumpía en la campaña y asesinaba al ex concejal socialista Isaías Carrasco. Murió prácticamente en el acto como consecuencia de los cinco tiros que recibió por la espalda en presencia de su mujer y de una de sus hijas cuando salía de su domicilio en Mondragón.

La trágica noticia sorprendió al presidente del Gobierno en Málaga, mientras participaba en un mitin. Su rostro, demudado ante la terrible noticia, fue captado en directo por las cámaras de televisión. Poco después, suspendidos los actos de campaña por parte de todas las fuerzas políticas, Zapatero, apretando los dientes, comparecía ante la prensa desde el Palacio de la Moncloa para declarar que «los españoles no admitimos retos de quienes se enfrentan a nuestros derechos y defenderemos con machacona insistencia nuestras instituciones y nuestras libertades». Y con esta tristeza, pero con el ánimo firme, fuimos de nuevo a votar el 9 de marzo de 2008.

Cuando llegué al colegio electoral con mis votos y mis sobres, el presidente de la mesa sonreía mientras me miraba fijamente a los ojos. Dijo mi nombre en voz alta e introdujo las papeletas en las urnas. Una fugaz, pero intensa emoción me recorrió entera. Mi hijo Luis, ejerciendo sus funciones, presidía la mesa, auxiliado por un señor de avanzada edad y una joven embarazada. Con el convencimiento de que había traspasado correctamente el testigo democrático, regresé a casa con una sensación entre orgullosa y satisfecha y diciéndome a mí misma: ¡Buen trabajo!

«Mamá, ¿tú crees que voy a ser Presidente?». Ella contestó: «Sí, lo vas a ser». Estas fueron algunas de las últimas palabras que José Luis Rodríguez Zapatero intercambió con su madre poco antes de morir. Quería asegurarse de que ella recibía el homenaje de su hijo, así, en privado, ella que había seguido su trayectoria política día a día y a la que la enfermedad sentenciaba a no vivir lo suficiente para verle investido. Castellana pura y seca de carácter, solo su hijo José Luis conseguía que doña Purificación se enterneciera hasta el extremo.

Como su madre, Zapatero es un castellano austero, en sus ideas y en sus maneras, pero también es tierno y afectuoso. Le gusta ser distinguido por unos pocos rasgos, a los que da mucha importancia, como el buen humor, el optimismo o el talante abierto y positivo, que se han convertido en sus cualidades estrella. Enfrente parece tener a su alter ego, Mariano Rajoy, cuyo pesimismo raya en el catastrofismo, basando su oposición en la negación sistemática del pan y la sal a un Zapatero que siempre verá el vaso medio lleno, aun cuando cueste apreciar su contenido. Es verdad que el optimismo antropológico de Zapatero, del que le acusan incluso algunos de sus correligionarios, puede ser peligroso y preocupante cuando se acerca demasiado a la delgada línea que lo separa de la ligereza y la frivolidad. No es bueno concluir que somos felices y comemos perdices, cuando los indicadores económicos son malos y se prevén peores.

Zapatero se considera un hombre afortunado y así lo ha confesado en más de una ocasión: «He tenido mucha suerte. Las cosas me han ido bien hasta aquí, con mi familia, mi mujer y mis hijas. Hay días en que me levanto con una carga de tensión evidente por lo que he hecho o por lo que tengo que hacer. Pero hay tantas cosas estimulantes en la vida que una simple mirada agradable puede suavizar un momento difícil. La vida es un tránsito entre la nostalgia y la esperanza».

Tanto él como su familia llevan una vida muy sencilla, incluso aburrida, y con una rutina que facilita enormemente la tarea de todos los que están a su alrededor. Como es lógico, el personal del Palacio valora mucho estas costumbres: la sencillez en las comidas, los horarios disciplinados, el final de las jornadas —es una familia que se recoge pronto— y hábitos poco sofisticados y sin exigencias. Los camareros trabajan tan a gusto que le han confesado al presidente su deseo de jubilarse con él.

A Zapatero le gusta la ensaladilla rusa, la música de Supertramp o los cómics de Tintín. Es hincha del F. C. Barcelona y aficionado al baloncesto. Como en tantos matrimonios, José Luis y Sonsoles discuten, en la mayoría de los casos, por sus hijas, con quien su padre es demasiado tolerante en opinión de la madre. Forma parte de su filosofía de la vida: «Mejor incentivar con estímulos y no con imposiciones». Es consciente de que a su familia le «debe tiempo» y valora como el oro la actitud comprensiva y generosa de las tres mujeres con las que comparte su vida.

Resulta difícil hacer balance de una etapa de gobierno que no ha terminado, sobre todo sin la perspectiva que facilita una cierta distancia en el tiempo. Pero si nos ceñimos a la VIII Legislatura, tal vez podríamos hablar de cuatro años de verdadero avance en lo social y de auténtica progresía en derechos ciudadanos. Zapatero se sitúa a sí mismo en el espectro político «más que como un socialdemócrata, como un demócrata social». Y no ha habido un presidente del Gobierno más social que él.

Muchas e importantes cosas han ocurrido en nuestro país y los españoles tienen hoy más derechos y más libertad que antes de 2004. Numerosos colectivos han visto atendidas, en este periodo, demandas que reclamaban desde hace décadas. La igualdad de todos los ciudadanos es hoy más real que nunca y los grupos más necesitados o más vulnerables están hoy más protegidos de lo que lo habían estado jamás. Cada ley, cada medida y cada decisión que el Gobierno ha impulsado tienen como fundamento mejorar la vida de las personas, ampliar sus derechos, aliviar la carga de los más desfavorecidos y, en definitiva, hacer de España un país más próspero y moderno de lo que lo era con anterioridad.

Tal vez su gobernanza carezca del brillo relumbrón que ha caracterizado el balance de gestión de sus antecesores. Son otros los tiempos y otras las circunstancias, pero yo, desde aquí, quiero resaltar la patente preocupación de este hombre por la paz y la justicia, en su vertiente igualatoria de todos los ciudadanos en sus derechos y libertades.

Por todo ello, gracias ZP, en nombre de todas las mujeres y, en especial, de las que sufren violencia de género, de los homosexuales, de los dependientes, de los discapacitados, de los sordos, de los inmigrantes, de los autónomos, de las familias de los represaliados por el franquismo, de todos los que seguimos confiando en la convivencia pacífica y la solidaridad y en que un futuro mejor es posible. Estas cualidades y su «trabajo en bien de la humanidad» son los que le valieron el ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad Nacional Mayor San Marcos de Lima y, más recientemente, el mismo nombramiento por parte de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, por su contribución «al fortalecimiento y la expansión de los derechos de la mujer».

José Luis Rodríguez Zapatero es el adalid de la asertividad, el campeón de la empatía. Es un pacifista convencido, partidario del diálogo y la negociación para solucionar los conflictos. No pudo doblegar al terrorismo, a pesar de su empeño casi obsesivo, pero su «enigmática sonrisa», a mi juicio, no tiene nada de maquiavélica, por mucho que se empeñe José García Abad en su biografía El Maquiavelo de León. Pero obligado es decir que el talante y el buen rollo no están reñidos con la eficacia y la contundencia cuando las circunstancias las reclaman, además de ser pecado de ingenuidad el optimismo profesional cuando se niega sistemáticamente la realidad, por muy pesimista que esta sea. Al final, tanta sonrisa y tanto alborozo explotan en la cara y las consecuencias las acaban pagando todos los ciudadanos.

Como todo el mundo sabe, el 9 de marzo de 2008, el Partido Socialista revalidó su victoria, sumando ciento sesenta y nueve escaños, cinco más que en 2004, frente a los ciento cincuenta y cuatro del Partido Popular, que aumentó también en seis el número de sus diputados. Por esta regla de tres, el avance de los grandes en detrimento de los partidos minoritarios consolidó y reforzó el bipartidismo en España. Zapatero no logró la mayoría necesaria para su investidura, por lo que se sometió a una nueva votación, el 11 de abril, siendo investido presidente del Gobierno por mayoría simple. Era la segunda vez que esto ocurría, después de que Leopoldo Calvo-Sotelo no sumara los votos necesarios en primera vuelta, lo que dio lugar a los sucesos del 23-F.

Tras prometer su cargo ante Su Majestad el Rey, José Luis Rodríguez Zapatero hizo pública la composición de su nuevo Gobierno que, por primera vez en la historia de España, contaba con un número mayor de mujeres que de hombres.

A partir de ahí, España y el resto del mundo se enfrentan a una crisis económica de primera magnitud, con un crack de los mercados financieros internacionales, una recesión sin precedentes y unos niveles de desempleo que borran la sonrisa de los más optimistas. Sumidos en este pozo de penuria económica, España inicia en enero de 2010 su cuarta Presidencia de turno de la Unión Europea, que no volverá a ostentar, por lo menos hasta el 2024.

Defendiendo la alegría, pero con realismo y acierto, todos esperamos que el Gobierno de Zapatero, el Consejo Europeo, las Naciones Unidas, el G-20, el G-8, todos los Ges y todos los líderes mundiales que deciden juntos los destinos del planeta, encuentren el camino correcto para que la humanidad afronte y resuelva con solvencia y equidad los retos del siglo XXI.

Pero esto es y será otra historia.

Epílogo

Caminante, no hay camino [...] y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.

Cuando pulso la tecla que dibuja el punto final de esta historia, me invade una extraña sensación, mezcla de nostalgia por un tiempo pasado que no siempre fue mejor, y de satisfacción por el deber cumplido, que ahora, como nunca, se hace patente en estas páginas.

Vivimos tan deprisa que no disponemos de oportunidad ni tiempo para tomar verdadera conciencia de cuanto sucede a nuestro alrededor, incluso obviando nuestro propio protagonismo en muchos casos, como si nuestro acontecer les perteneciera a otros. Quién no ha experimentado la relatividad del tiempo, lamentándose de la rapidez con la que crecen los hijos, de la ausencia ya lejana, aunque parezca mentira, de un ser querido, y lo duro que resulta enfrentarse a las viejas fotografías, que nos muestran escenas como si para nosotros fueran de ayer mismo y por las que la vida ha pasado inexorablemente cambiando hasta el color del papel. Nunca antes, en todos estos años, la realidad se había mostrado con tanta clarividencia, acentuando la certeza de haber participado activamente en la historia de España de los últimos treinta años, desde las trincheras, en primera línea. Ahora, más que nunca, me consta que he pertenecido a un equipo humano único que, con humildad, pero con dedicación y eficacia, aportó su granito de arena a la democracia y a la modernidad de este país. Como española, supone un privilegio haber formado parte de esta organización.

Fuera de nuestras fronteras, casi nadie recuerda que España se hallaba bajo una férrea dictadura hace solamente algo más de tres décadas. La mayoría de los hombres y mujeres que hoy recogen el testigo del futuro y se incorporan al mundo laboral han nacido ya en democracia y desconocen tanto la tramoya como los personajes que han hecho posible que nuestro país sea hoy lo que es. Con sus tópicos y peculiaridades, España forma parte de una comunidad internacional que comparte los mismos valores y principios, con voz y voto en los foros internacionales a los que pertenece y cuya consideración pasa por un papel incluso preeminente en algunas circunstancias.

Las naciones, con el paso del tiempo, han ido cediendo cuotas de soberanía en beneficio de asociaciones más amplias, de organizaciones más sólidas. En este mundo global ya no tiene ningún sentido «ir por libre» y se impone, como nunca, el instinto gregario que parece renacer, como el Ave Fénix, de una época pasada, recuperando su auténtico sentido.

No hay duda de que se cumplió la premonición de mi admirado Alfonso Guerra y «a España hoy no la conoce ni la madre que la parió», obra atribuible a muchos y orgullo de todos. Pero sería pecado de soberbia no admitir la existencia de problemas que, año tras año, legislatura tras legislatura y Gobierno tras Gobierno, continúan sobre la mesa y para los que la sociedad demanda a gritos una solución que no es posible demorar por más tiempo.

En primer lugar, un Pacto de Estado es necesario para acometer una reforma exhaustiva de la Administración de Justicia, que ha perpetuado durante años inercias gremiales y estructuras obsoletas, llevándonos a un callejón al que hay que dar una salida sin más dilación. Hablamos de uno de los poderes en los que se fundamenta el Estado de Derecho que, con lentitud insufrible y sentencias a veces propias de tiempos superados, aumentan la desconfianza de la ciudadanía, que percibe indefensión. El objetivo a alcanzar es que la Justicia actúe con rapidez, eficacia y calidad, con métodos modernos y procedimientos menos complicados; que cumpla satisfactoriamente su función constitucional como garante de los derechos de los ciudadanos y que proporcione seguridad jurídica al actuar con pautas lógicas y previsibles.

Es tiempo de compromiso con la calidad democrática y el bienestar que demandan la sociedad civil y muchos de los miembros de la judicatura que apoyan una reforma en toda regla. El proyecto se perfila como de urgente necesidad, por lo que debe ser afrontado mediante un acuerdo de los responsables políticos y jurídicos que aseguren la unidad y la continuidad de los esfuerzos.

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