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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (33 page)

Según sus propias confesiones, el día que obtuvo la mayoría absoluta fue el día más feliz de su vida, pero tanta alegría no puede ser buena, y a partir de ahí, dejó de escuchar. En su forzado autismo, pensó que solo la suya era la verdad absoluta.

No cabe duda de su balance positivo en materia económica y, muy posiblemente, su mayor activo sea la dura batalla que libró contra ETA, pero su principal problema radica en su carácter intransigente y antipático. Pasa por ser un hombre frío y enigmático, calculador e implacable. Resumiendo: que no cae bien. Y es posible que esta falta de carisma, de la que él es absolutamente consciente, formara parte del sustrato que le llevó a alinearse con Bush y Blair en un afán de notoriedad que le sacara de la mediocridad de una Europa donde su papel era de mera comparsa.

Al hilo de sus propias manifestaciones: «No me arrepiento en absoluto de haber participado en la foto de las Azores, porque fue el momento histórico más importante que ha tenido España en doscientos años». Se podría apostillar que, tal vez, el momento histórico no fue precisamente el de España..., sino el suyo. Su condición austera y su inquebrantable fuerza de voluntad, a base de superación y disciplina, son dos de sus activos que le procuran grandes logros en lo personal y en lo profesional.

González recibió en 1982 un país anticuado y una herencia militar complicada. Aznar, en 1996, una situación económica deteriorada y el terrorismo en su fase más sangrienta. Pero, tras su marcha en 2004, a su sucesor le esperaba, nada más y nada menos, que la ruptura del diálogo interno, un proceso autonómico en su punto de máxima crispación y una política exterior que, no cabe duda, había que reconducir. Rehacer las alianzas para recuperar nuestro lugar en Europa.

La calle era una caldera en ebullición y el Parlamento sufría uno de los momentos más convulsos de la vida pública. Quizá, por todo ello, Aznar se despedía del Congreso de los Diputados con un tono irritado y cargado de rencor. El ambiente era tan tenso que el propio Rato parecía visiblemente incómodo por la aspereza de su jefe de filas.

Su esposa, Ana Botella, asegura que José María Aznar no tiene nostalgia del poder, sobre todo porque lleva una vida intelectual que a él le satisface plenamente: lee, escribe y pronuncia conferencias, además de que ha puesto todo su empeño al servicio del inglés, idioma que se ha propuesto aprender correctamente. Con su tesón, seguro que lo consigue.

Atrás quedan sus escarceos con el Real Madrid para postularse como candidato a presidir el club blanco, y una especie de contracampaña para desprestigiar a la Dirección General de Tráfico, en la que cuestionaba el eslogan: «No podemos conducir por ti», argumentando que nadie les había pedido que lo hicieran. De la misma manera, una inexplicable vena antiecologista le tentó a encabezar el cartel con vistas a una cumbre de negacionistas del cambio climático organizada por el Instituto Heartland en 2009, identificando ecologismo con comunismo. Finalmente, Aznar no acudiría a dicho encuentro, noticia que el Partido Popular recibió con gran alivio.

Antes de terminar, no puedo por menos que llamar la atención no solo sobre el giro ideológico protagonizado por Aznar desde que se convirtió, con todo merecimiento, en el líder de la derecha española hasta ahora, sino y sobre todo, en relación con la transformación de su propia imagen. Su ego le ha llevado a cambiar su aspecto sobrio y recatado de antaño por un desaliño premeditado, con una melena negro zaino que sacude al viento, descorbatado y luciendo pulseritas de colores. Llama la atención su excelente forma física, que, quizá, no se corresponde del todo con su edad y sus características, empeñado en pulverizar récords y marcas de deportistas jóvenes y profesionales.

Palabras suyas fueron las siguientes: «Al final, ser presidente consiste en recibir la última llamada. Hay un momento en el que no cabe consultar a nadie más y uno se enfrenta en soledad a la decisión». José María Aznar aún es un hombre joven, con un potencial enorme para la política activa, para la docencia y para empresas y proyectos de interés nacional e internacional. Tal vez, sumido en la humildad de esa soledad, superando la indiferencia por la guerra, practicando la tolerancia, aceptando la crítica y admitiendo otros modelos de conducta, sea capaz de recuperarse a sí mismo y de reconciliarse con el resto del mundo.

Estoy segura de que este ejercicio de introspección le proporcionaría la paz que parece haber perdido y, resurgiendo de sus cenizas como el Ave Fénix, rescataría al estadista que añoran los dirigentes y afiliados de su partido y al que admiran muchos jóvenes españoles.

De ser así, bienvenido de nuevo, presidente Aznar.

José Luis Rodríguez Zapatero

Defender la alegría como una bandera, defenderla del rayo y la melancolía...

«Presidente, estas señoras son una auténtica institución». Así nos presentó el nuevo secretario general, Nicolás Martínez-Fresno, que ya había ejercido este papel en la última etapa de Felipe González, así como también la dirección del departamento de Protocolo, durante bastantes años. El segundo acompañante, José Enrique Serrano, a quien conocíamos de largo, igual o mejor, alabó igualmente nuestro buen hacer. En fin, que éramos todos «perros viejos» en estas lides.

No tengo ninguna duda de que en el ánimo de ambos solo estaba hacernos un cumplido, pero la verdad es que no sé si me gustaba mucho eso de ser una «auténtica institución». Me sentía como los dinosaurios, imprescindibles para explicar la evolución de las especies, pero caducos y extinguidos, y cuyo único destino parece reducirse a la mera exposición en las vitrinas de los museos del ramo. Además, cuando uno tiene ante sí a un jefe más joven, le invade una cierta desazón, un regusto de nostalgia que incomoda y desasosiega.

Por lo demás, el primer encuentro fue distendido y agradable. El presidente, al que se veía satisfecho y muy animado, continuó la broma: «Ah, ¿sí?... O sea, ¿usted ya estaba aquí cuando el 23-F?» o «¡No me diga que usted trabajó con Adolfo Suárez! Estupendo, espero que tengamos ocasión, porque me van a tener que explicar muchas cosas... Es una suerte contar con colaboradoras tan expertas».

Y continuó con la rueda de reconocimiento y el periplo de presentaciones. José Enrique Serrano, encantador y discreto, como le recordábamos, nos guiñaba el ojo en un gesto de complicidad. ¡Las vueltas que da la vida! Ocho años atrás, Serrano, al traspasar los poderes al Partido Popular, entregó a Carlos Aragonés las llaves del despacho del director del Gabinete del presidente, y ahora este se las devolvía de nuevo.

José Enrique Serrano desembarcó en La Moncloa de la mano de Narcís Serra en la última etapa de Felipe González. Abogado y profesor, optó por ejercer la alta política siempre como actor secundario, llevando a cabo una labor impagable de asesoramiento en el amplio abanico de temas que el Gabinete del presidente tiene asignados. Aunque menos cercano que otros posibles candidatos, Zapatero optó por la seguridad y la experiencia de un hombre curtido en las mil batallas en las que tuvo que bregar a lo largo de los años duros de la corrupción y la amenaza constante al Estado de Derecho.

Durante estos primeros días, desde las filas del Partido Popular se ocuparon de recordar el historial de Serrano como arma arrojadiza contra el nuevo presidente, a tenor de su elección de una persona tan marcada por el «felipismo». Otros opinábamos que la designación suponía un signo de madurez.

José Luis Rodríguez Zapatero es un hombre tranquilo, que gana extraordinariamente en la distancia corta. Es mucho más atractivo de lo que aparece en televisión y sus ojos, azulísimos, son limpios y sinceros. Su carisma es de otro tipo y su estilo no es el del líder arrollador que maneja masas. Zapatero se mueve en otros parámetros; irradia paz, sosiego y optimismo y, tras la última etapa vivida en España, de confrontación y convulsión, tal vez muchos españoles deseábamos un poco de serenidad en nuestras vidas. Irremediablemente, su victoria electoral estaba ligada a la moderación, arrastrando el estigma de la tristeza por los acontecimientos que la precedieron.

Pero además de unas elecciones generales, el Partido Socialista había ganado un nuevo líder, después de una larga travesía por el desierto de la desorientación y la falta de liderazgo. Apoyado por once millones de votos, la cuota de sufragios más alta que nadie ha sido capaz de aglutinar en ninguna convocatoria electoral, Zapatero representaba un estilo alternativo, pero también la esperanza de un hombre nuevo, un dirigente sin hipotecas previas que aseguraba que el poder no le iba a cambiar cuando respondía a los jóvenes que le gritaban la noche electoral: «Zapatero, no nos falles».

Según dicen, el único que de verdad confiaba en sus posibilidades de victoria era él mismo, y pensaba: «Si lo de Bono, que sí que fue difícil, lo conseguí, ¿por qué no voy a ganar ahora a Rajoy?». Estaba convencido de ello, y cuando uno cree en sí mismo y en lo que piensa, consigue transmitirlo a los demás y el mensaje traspasa dermis y epidermis y se fija en la médula espinal de quienes están expectantes y deseosos de encontrar quien les transmita el mensaje que quieren oír. En honor a la verdad, es preciso decir que si alguien creyó en su éxito sin atisbo de duda, con más fuerza aún que él mismo, fue su mujer. Sonsoles Espinosa le profesa una fe sin fisuras y una confianza basada en el triunfo que repetidamente ha conseguido en todos sus desafíos políticos. No hay que olvidar que Zapatero, hasta ahora, no ha perdido jamás una votación trascendental.

Bueno, pues en aquellos días, mientras media España respiraba aliviada ante una victoria que se percibía como una ráfaga de esperanza y un soplo de brisa atenuante del drama vivido, la otra mitad asistía aturdida a un inesperado vuelco electoral sin acertar a adivinar dónde y cómo se había fraguado tan inesperada y contundente derrota.

Para nosotras, el futuro inmediato se dibujaba con optimismo, tras conocer a la nueva mujer que tomaría las riendas de la Secretaría, Gertrudis Alcázar. De oídas, sabíamos de su inteligencia y eficacia, pero los comentarios que la precedieron se quedaron cortos. Ella odia su nombre, pero funciona mejor que una marca comercial. «Dice Gertru que el presidente ha dicho», «Hay que hablar con Gertru urgentemente»... Y el presidente: «Háblalo con Gertru»... Gertru por aquí, Gertru por allá. No hay nada que tenga relación con el presidente que no pase primero por ella. Su poder mediático es mucho, teniendo en cuenta que el presidente confía en su criterio ciegamente. Todos conocen el peso de sus opiniones, pero ella se mantiene en una posición de prudencia y discreción extremas.

Desde ese primer sábado, entre nosotras y las nuevas compañeras que se incorporaron a la Secretaría provenientes de las filas del partido o de sus instituciones filiales, hubo un feeling perfecto y se vislumbró una rápida y eficaz colaboración destinada a producir buenos resultados. Almorzamos juntas y organizamos lo que sería el resto del fin de semana, puesto que el presidente trabajaría de inmediato en la promesa estrella de su campaña: la retirada inmediata de las tropas de Irak.

Efectivamente, el domingo 18 de abril de 2004, la actividad fue intensa en La Moncloa, y en el transcurso de la mañana el presidente dio la orden que suponía el regreso para mil trescientos soldados españoles que permanecían en Irak. El proceso de retirada se planeó escalonadamente y con una duración de entre treinta y cincuenta días.

En una comparecencia sorpresa, el lunes 19 de abril de 2004, y contra el pronóstico de muchos que aseguraban que, a pesar de su deseo, no podría cumplir su compromiso, el presidente apareció ante las cámaras, flanqueado por la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, y el ministro de Defensa, José Bono, para anunciar el repliegue del contingente español «en el menor tiempo y con la máxima seguridad posibles», ante las escasas perspectivas de una resolución de la ONU para hacerse con el control político y la dirección militar del país.

En la noche del sábado anterior, Zapatero había recibido en La Moncloa a Javier Solana, alto representante de la Unión Europea en Política Exterior y de Seguridad. Durante el encuentro, contrastaron opiniones y valoraron información reservada con el fin de tomar la mejor decisión.

La credibilidad de Zapatero subió como la Bolsa al hacer «honor a la palabra dada y mantener su promesa de presidir un Gobierno que nunca actuaría de espaldas a la voluntad de los españoles». Tras el anuncio, cientos de personas se concentraron espontáneamente en la Puerta del Sol para celebrar la noticia.

Finalmente, y seis días antes de la fecha acordada en un principio, el último soldado español abandonó «sin novedad» territorio iraquí a las 14:57 horas del 21 de mayo de 2004. Así se lo comunicaba al ministro de Defensa, el general José Manuel Muñoz, jefe del contingente de Apoyo al Repliegue Español, cuando los últimos seiscientos soldados, en su mayoría legionarios, salieron del país árabe para iniciar un trayecto de ocho horas con destino a la base estadounidense Camp Virginia, en Kuwait. El traslado se realizaría en tres aviones, mientras el material que les acompañaba viajaría a bordo de tres buques.

Tras nueve meses de misión, el contingente español cedió a las tropas estadounidenses los cometidos operativos en el transcurso de una ceremonia en Diwaniya, que dejaba de ser Base España.

Así comenzaba la VIII Legislatura, con buen pie y, sobre todo, con una esperanza en el futuro basada en el cumplimiento de las promesas electorales, que iban a materializarse con una cadencia temporal prudente pero indefectible. Y con un Gobierno singular, del que formaban parte ocho mujeres, es decir, que por primera vez en la historia política española teníamos un Gobierno paritario, un Gobierno moderno, fiel reflejo de nuestra sociedad actual. Y para hacer hincapié en esta circunstancia, estas ocho mujeres, desconocidas hasta entonces para el gran público, decidieron acceder a la propuesta de la glamourosa revista Vogue para realizar un reportaje especial que celebraría el acontecimiento. La iniciativa no gustó a muchos y fue calificada en algunos círculos como una «sesión de pasarela» frívola e impropia de las máximas representantes del Ejecutivo español y del Partido Socialista.

El controvertido reportaje se realizó en el marco incomparable de los jardines y en la puerta de acceso al edificio del Consejo de Ministros, aprovechando la disponibilidad común de las agendas de las ministras, desde el final de la reunión del viernes, 9 de julio, y las cinco de la tarde; aproximadamente cuatro horas de intenso calor que combatieron con la buena sintonía entre ellas, dada su inexperiencia en el arte de posar.

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