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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (39 page)

Uno a uno escuchamos nuestros nombres y subimos al estrado con el corazón latiendo acelerado y los ojos brillantes por la emoción. Mientras el presidente prendía la medalla en mi solapa, yo le explicaba cuánto significaba para mí que fuera él quien me acompañara en estos momentos y lo orgullosa y agradecida que me sentía. Él, abrazándome con afecto, respondió: «Ángeles, soy yo el que debe darle las gracias. Es un lujo tenerla en mi Secretaría». Jamás olvidaré ese gesto y esas palabras, que han pagado con creces el esfuerzo y la dedicación de tantos años.

Después vinieron las fotos, la alegría y la fiesta, de la que disfrutamos tanto que aún nos gusta recordarla de vez en cuando.

No cabe duda de que todas las visitas oficiales a España de jefes de Estado o de Gobierno se planifican y organizan con detalle y esmero, pero hay algunas que traen especialmente de cabeza a los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargados de la tarea, y a los sufridos funcionarios de los departamentos de Protocolo implicados.

Uno de estos casos, sin duda, lo constituyó la visita de Muammar Al-Gaddafi, presidente de Libia, a quien recibimos en diciembre de 2007. Era la segunda vez que pisaba suelo español tras treinta y ocho años de mandato. La primera fue, de forma fugaz, en Palma de Mallorca, en 1984.

El líder libio llegó a las once de la mañana a Sevilla con agenda privada, para pasar el fin de semana, procedente de París, donde había realizado una visita oficial de cinco días, claramente marcada por la firma de importantes contratos y acuerdos de colaboración entre Francia y Libia.

Ya en París, durante su visita a la Asamblea Nacional Francesa, fue boicoteado por la oposición de izquierda y Sarkozy duramente criticado por doblegarse ante un dictador que no respeta los derechos humanos. ¡Pues bastante le importaban a Gaddafi los dimes y diretes de los franceses, los españoles y todos los europeos juntos! Por mucho que le criticaban, todos le hacían reverencias. ¡Poderoso caballero es don dinero! Actividades como dar un paseo en barco por el Sena obligaron, «por razones de seguridad», a bloquear sucesivamente los puentes durante varios minutos según recorrían el río Gaddafi y su comitiva.

Durante su estancia en Andalucía, la intención del beduino era dedicar la mayor parte del tiempo al descanso y a la caza, pero después dejó plantados a los organizadores de una montería en su honor.

Pues eso..., que el invitado ya estaba en Sevilla, con su particular kit para las salidas internacionales: una carpa, un camello, cinco aviones y un séquito de aproximadamente trescientas cincuenta personas, incluyendo dignatarios, funcionarios, efectivos de seguridad, guardia personal, agentes de protocolo e incluso mayordomos y camareros, sin olvidar treinta mujeres vírgenes guardaespaldas que le protegerían en todo momento. Se trata de una parte de su famosa «guardia amazónica», que está compuesta por doscientas muchachas vírgenes y expertas en artes marciales y en el uso de las armas de fuego. En 2006, cuando el libio visitó Nigeria para participar en una Cumbre africana, se produjo un incidente internacional a cuenta de estas «ángeles de Gaddafi», que tomaron al asalto el aeropuerto fuertemente armadas. El Gobierno nigeriano le negó la entrada en el país durante varias horas, hasta que finalmente el mandatario libio aceptó participar en la Cumbre «desarmado».

Sobre las cinco y cuarto de la tarde y con una comitiva de dieciséis coches de alta gama, hacía su entrada en el fastuoso hotel hacienda La Boticaria, de la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira. Numerosos curiosos y periodistas contemplaban el espectáculo entre fuertes medidas de seguridad, cuando a las mismas puertas del establecimiento y siguiendo el rito musulmán, Gaddafi sacrificó un cordero.

Mientras saludaba a la dirección del complejo hotelero, decenas de operarios montaban su jaima, donde permanecería a la espera de que el presidente de FAES y ex presidente del Gobierno, José María Aznar, acudiera a La Boticaria para compartir una cena en privado. El motivo de la deferencia es que Aznar fue el primer presidente español que visitó Trípoli, en 2003, y también el primer líder internacional que lo hacía tras el levantamiento por parte de la ONU del embargo comercial y aéreo impuesto al régimen de Libia desde 1992. La medida era consecuencia de su negativa a cooperar en la investigación del atentado del avión de Pan Am, que se estrelló en la localidad escocesa de Lockerbie y en el que perecieron doscientas setenta personas. Tan agradecido se mostró Gaddafi con Aznar por su gesto, que le regaló un magnífico caballo árabe, de nombre El rayo del líder.

Gaddafi decidió canjear la jornada de caza por una visita imprevista a Málaga para ver el mar desde la zona de El Morlaco y cenar en un conocido restaurante de la capital malagueña. ¡Solo un ligero cambio de planes!

Bueno, pues por fin ya le teníamos en Madrid, con una agenda muy comprimida para estar de regreso en Trípoli antes de la fiesta del Sacrificio, la más importante para los musulmanes. Tras su llegada a Barajas, mantuvo su primer encuentro con el presidente Zapatero en El Pardo, donde se alojaría durante poco más de veinticuatro horas. Como si de un circo ambulante se tratara, de nuevo a montar la jaima para recibir a los invitados, puesto que dormiría en el interior del Palacio. Cinco toneladas de leña para calentar la tienda beduina le aguardaban a su llegada.

Después, visita al Museo del Prado a puerta cerrada, donde se interesó por Goya y Velázquez, y para acabar la jornada, cena en La Moncloa, vestido de occidental. Pero... al regresar, le esperaba una sorpresa: María La Coneja, bailaora de la compañía de Rafael Amargo, le amenizó la fiesta hasta la media noche. La Coneja, experta en actuaciones para mandatarios extranjeros, calificó a Gaddafi de «patriarca gitano» y confesó que en pocas ocasiones había visto a sus espectadores tan obnubilados. Según cuentan, Muammar estaba tan absorto en la actuación que llegó a tocar tímidamente las palmas.

Se lo pasó tan bien que los empresarios españoles interesados en el mercado libio, durante su visita del día siguiente, hicieron negocios por un montante calculado entre once y doce mil millones de euros en proyectos comerciales y de infraestructuras. ¡No está nada mal! Así que, entre reverencias y agasajos, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, le entregó la Llave de Oro de la ciudad.

Al día siguiente almorzó en privado con los Reyes en el Palacio Real. Llegó en su propio automóvil, una limusina de color verde oscuro, en lugar del Rolls Royce habitual de las visitas de Estado, vestido con chilaba, además del manto color marrón y el tradicional gorro negro. Desde el podio, el Rey y su invitado escucharon los himnos nacionales de Libia y España, mientras se disparaban las veintiuna salvas de honor.

Gaddafi tiene un aire entre místico y excéntrico, y es un dictador cruel y peligroso. Nació en el desierto de la ciudad de Sirte, en el seno de una familia de beduinos. Se graduó en Derecho con veinte años y después ingresó en una academia militar, completando su formación en el Reino Unido. Asumió el poder en 1969, tras un golpe de Estado, y durante los años ochenta, sus enfrentamientos con Estados Unidos, que le acusaban de dar apoyo al terrorismo, culminaron en un ataque americano con misiles a territorio libio en 1986, en el que murió Jana, una de sus hijas adoptivas. No se sabe con certeza cuántas mujeres han sido sus esposas, con consentimiento o sin él, pero ha tenido ocho hijos. El mayor, Sayf Al-Gadafi, ya le representa en algunos actos oficiales.

Personajes como estos son los que en La Moncloa nos sacan de la rutina y aportan color y originalidad a los actos oficiales, aunque supongan en muchos casos problemas de conciencia. Gaddafi no es ahora más democrático que hace treinta años, pero los multimillonarios contratos que firma con Europa parecen convertirle en un «buen presidente africano».

Muchos opinan que Zapatero ya no es el mismo, que se ha hecho vanidoso, quizá porque ha sido menospreciado demasiadas veces. Algunos le acusan de excesiva concentración de decisión política en su persona, de minusvalorar a su Gobierno y a la Administración, de no confiar en casi nadie y de vivir fuera de la realidad. Uno de los más duros en sus críticas es el propio Felipe González, que arremete contra el presidente acusándole de padecer el síndrome de La Moncloa mucho antes que ninguno de sus inquilinos.

¿Pero en qué consiste esta patología que afecta a los habitantes del palacete sin remisión y extiende sus efluvios, con más virulencia si cabe, en los siguientes niveles del poder? Es fácil. Se trata de un conjunto de síntomas que acaban derivando en verdadero Alzheimer que hace olvidar todas las promesas y los buenos propósitos de los candidatos electos antes de tomar posesión de su cargo. Y ahí está el meollo de la cuestión: poseen el cargo... Y entonces todos los razonamientos que tienen que ver con procurar el bienestar de los ciudadanos, servir al pueblo, prometer no cambiar, seguir en contacto directo con los votantes, etc., todo eso se diluye más deprisa que un azucarillo en agua cuando se atraviesa la verja del complejo en un coche oficial con cristales tintados y se sienta uno en el sillón desde donde se dirige el país. Lo que un político quiere es gobernar, liderar, dirigir, y es estúpida la pose de disimulo. Es como si los deportistas de élite no reconocieran que la finalidad de sus actuaciones es ganar, vencer o dominar.

El poder abduce, fagocita, posee una vertiente transformadora de las personas y si hace estragos entre los que lo ostentan de forma temporal, qué no hará en los dictadores, en los sátrapas de los regímenes totalitarios que se perpetúan durante décadas, aplastando sin misericordia a cualquiera que levante la voz en su contra.

Aunque menos de las que sería deseable, me consta que hay personas que saben ejercer el poder de una forma positiva; el poder como autoridad, sin caer en la prepotencia, ni en la arrogancia ni en la soberbia. Despiertan respeto y admiración entre sus subordinados, pero nunca temor, miedo o envidia, porque admiten la crítica y la opinión encontrada. Lo ideal, como apuntaba Ortega y Gasset, es que el poder se otorgue a personas con verdadero altruismo, que no solo tengan las manos limpias, sino también la mirada, que vengan a servir y no a ser servidos. El «cargo», cuya raíz gramatical es la misma que la de «carga», no puede convertirse en una auténtica «carga» para los que otorgan el «cargo».

Pero no debemos quedarnos en la superficie del problema. No todo es culpa del síndrome; también lo es la necedad, la ineficacia y la mediocridad de quienes ostentan el poder, que parece corruptor en sí mismo y no hay humano que se libre de su maléfico influjo, aunque en algunos casos sus efectos son más evidentes que en otros.

Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero experimentaron el síndrome. Solo Leopoldo Calvo-Sotelo quedó incontaminado, debido, posiblemente, al escaso tiempo que detentó el poder. La enfermedad suele dar la cara a partir de la segunda legislatura y se hace especialmente resistente a cualquier antídoto si las urnas proporcionan la mayoría absoluta.

A Adolfo Suárez, convencido de sus axiomas, se le fue el tema de las manos y llegó a ofrecerse de nuevo al Rey, tras haber dimitido y designado sustituto, para recuperar la Presidencia del Gobierno después del 23-F. Tal vez rozó el delirio cuando la Transición se convirtió en un éxito reconocido dentro y fuera de España, y Suárez, pensando en exportar el modelo, llegó a sugerir la misma estrategia para solucionar el problema de Oriente Medio, que comparaba con un «gran ajedrez», como si uno pequeño no tuviera los mismos cuadros y las mismas piezas.

Felipe González derivó en un cierto caudillismo y el país se le quedó pequeño, por lo que prefirió ampliar horizontes y traspasar fronteras en su empeño por llevar a cabo misiones de naturaleza internacional, a la vez que se enteraba de los problemas de España por los periódicos.

José María Aznar aprendió de su antecesor que no se deben desatender los asuntos de casa, pero se le olvidó que lo que no se puede es gobernar como si el país fuese un coto privado. Le dominó el mesianismo y se volvió egocéntrico y despótico. Los desatinos y desvaríos le llevaron a ejercer su santa voluntad contra viento y marea y a apoyar la política agresiva de Estados Unidos en contra de la opinión del 80% de los ciudadanos. Muchos de sus colaboradores pensaban que el presidente había perdido el rumbo y se precipitaba hacia la pérdida de la mayoría absoluta que tan meritoriamente había conseguido. Pero lo que perdió fueron las elecciones.

José Luis Rodríguez Zapatero también se ha infectado. El primer síntoma que lo demuestra no es el alejamiento de la realidad, sino la intolerancia a las críticas. Pero ¿por qué? Porque los que gobiernan están convencidos de que lo hacen bien o muy bien, premisa que les refuerzan los que les rodean y, por tanto, no escuchan lo que se les dice si no coincide con lo que esperan oír. Claro está, quedan fuera del razonamiento las críticas provenientes de la oposición, que se interpretan como la tarea lógica que le corresponde, cuando no se justifica con deslealtad o escasa amplitud de miras ante los problemas del país.

Zapatero ha entrado más bien en el síndrome de la madrastra de Blancanieves. Se mira al espejo y se pregunta, o, mejor, afirma directamente, que él es lo mejor que le ha pasado a España en su historia reciente. Este comportamiento megalómano va en progresivo detrimento de las buenas intenciones que caracterizan los primeros pasos de todos los gobernantes.

Pero no nos engañemos. El síndrome de La Moncloa igualmente podría denominarse síndrome del Banco Santander o de Caja Madrid o de la Torre Picasso. Afecta por igual a la cúpula de cualquier organización, por muy democráticamente que funcione, porque todo el que tiene poder acaba rodeado de una corte de aduladores que le presentan una visión distorsionada de la realidad y le conducen al ostracismo, a la insensatez y a un proceso degenerativo que para los observadores habituales nos resulta tan patético como inevitable.

A pesar de la durísima y destructiva oposición ejercida por el Partido Popular durante toda la legislatura, el Ejecutivo de Zapatero logró estar en cabeza en los sondeos de intención de voto, adelantándose incluso en más de siete puntos a mediados de 2007. Pero a comienzos de 2008 la ventaja del PSOE había quedado reducida al 1,5%, siendo Zapatero el líder mejor valorado. Finalmente, la cita con las urnas se fijó para el 9 de marzo, aunque se barajaron varias fechas, con el fin de no hacerla coincidir con los días cercanos al 11-M y evitar que su triste recuerdo pudiera ser objeto de manipulación electoral.

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