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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (4 page)

Hasta aquellos momentos nunca había sentido Emily la importancia de las lecciones que le habían enseñado a contener su sensibilidad, y nunca las había practicado con un triunfo tan completo. Pero cuando pasó la última hora, se sintió hundida bajo el peso de su dolor y comprendió que había sido la esperanza, tanto como la fortaleza, las que la habían sostenido. St. Aubert estuvo algún tiempo demasiado necesitado de consolarse a sí mismo para poder hacerlo con su hija.

Capítulo II
Podría revelar una historia, cuya palabra más leve
atormentaría tu alma.

SHAKESPEARE

M
adame St. Aubert fue enterrada en la iglesia del pueblo próximo; su esposo y su hija la acompañaron hasta la tumba, seguidos por u na larga fila de campesinos que sentían sinceramente la desaparición de aquella excelente mujer.

Al regresar del funeral, St. Aubert se encerró en su habitación. Cuando salió, su rostro estaba sereno, aunque con la palidez del dolor. Dio instrucciones para que se reuniera la familia. Sólo estuvo ausente Emily, que oprimida por la escena de la que acababa de ser testigo, se había retirado a su habitación para llorar a solas. St. Aubert la siguió a donde estaba; cogió su mano en silencio, mientras ella continuaba llorando, y pasaron algunos momentos antes de que pudiera dominar su voz y hablar. En tono tembloroso, dijo:

—Mi Emily, voy a rezar con mi familia; te unirás a nosotros. Tenemos que pedir al cielo su ayuda. ¿En qué otra parte podríamos buscarla?, ¿en qué otra parte podríamos encontrarla?

Emily secó sus lágrimas y siguió a su padre hasta el salón en donde se habían reunido los sirvientes. St. Aubert leyó, con voz baja y solemne, los rezos de la tarde y añadió una oración por el alma de la desaparecida. Mientras lo hacía, su voz se quebró con frecuencia, sus lágrimas cayeron sobre el libro, y finalmente se detuvo. Pero las sublimes emociones de la devoción pura elevaron gradualmente sus pensamientos por encima de este mundo hasta llevar el consuelo a su corazón.

Cuando terminaron de rezar y los criados se retiraron, besó tiernamente a Emily y dijo:

—Me propuse enseñarte, desde tus primeros años, el deber de dominarse. Te he señalado su gran importancia en la vida, no sólo porque nos preserva de tentaciones varias y peligrosas que podrían apartamos de la rectitud y la virtud, sino porque en los límites de lo que nos podemos tolerar están los de la virtud. Cuando nos excedemos llegamos al vicio y a su consecuencia, que es el mal. Todos los excesos son malos, incluso los de la pena, que admirable en su origen, se convierte en una pasión egoísta e injusta y nos lleva a liberamos de nuestros deberes. Y por nuestros deberes entiendo los que tenemos con nosotros mismos y con los demás. La complacencia excesiva en el dolor inquieta la mente y casi la incapacita para volver a participar en las inocentes satisfacciones que la benevolencia de Dios ha establecido para ser el sol resplandeciente de nuestras vidas. Mi querida Emily, recuerda y practica los preceptos que te he dado con tanta frecuencia y que tu propia experiencia te ha mostrado para tu bien.

»Tu penar es inútil. No creas que esto es solamente un lugar común, sino que la razón debe controlar el dolor. No trato de ahogar tus sentimientos, hija mía, sólo trato de enseñarte a que los domines. Porque, cualesquiera que sean los males que pueda traer un corazón demasiado susceptible, nada se puede esperar de uno insensible; y, por otra parte, todo es vicio cuando se busca el consolarse sin una posibilidad de bondad. Conoces mis sufrimientos y estás convencida de que las mías no son simples palabras, en esta ocasión, aunque las haya repetido para destruir incluso las fuentes de la emoción más honesta, o para mostrar una ostentación egoísta de falsa filosofía. Quiero que veas que puedo cumplir con lo que aconsejo. Y te he dicho todo esto porque no puedo verte perdida en un dolor inútil, y no lo he dicho hasta ahora porque hay un tiempo en el que es razonable que cedamos a la naturaleza. Ése ha pasado, y el excederse puede convertirse en hábito, con lo que se mermaría la elasticidad del espíritu hasta que fuera imposible recuperarse. Emily, debes estar dispuesta a evitarlo.

Emily sonrió a su padre a través de las lágrimas:

—Querido padre —dijo con voz temblorosa—, te demostraré que merezco ser tu hija.

Pero una mezcla de emociones de gratitud, afecto y pesar la envolvió. St. Aubert dejó que llorara sin interrumpirla y después empezaron a hablar de temas generales.

La primera persona que vino a presentar sus condolencias a St. Aubert fue monsieur Barreaux, un hombre austero y que parecía no tener sentimientos. Se habían conocido por su interés en la botánica y se habían encontrado con frecuencia en sus paseos por las montañas. Monsieur Barreaux se había retirado del mundo, y casi de la sociedad, para vivir en un castillo muy agradable en las faldas de los bosques, cerca de La Vallée. También se sentía desilusionado con la humanidad; pero, al contrario que St. Aubert, no sentía piedad o consideración por los demás, sentía más indignación por sus voces que compasión por su debilidad.

St. Aubert se vio algo sorprendido a su llegada; ya que, aunque le había pedido en varias ocasiones que fuera al castillo, nunca hasta entonces había aceptado la invitación; y ahora se presentaba sin ceremonias o reservas, entrando en el salón como un viejo amigo. La llamada de la desgracia parecía haber suavizado toda la rudeza y prejuicios de su corazón. La infelicidad de St. Aubert había sido la única idea que había ocupado su mente. Era en sus maneras más que en sus palabras, como parecía capaz de mostrar su simpatía por sus amigos. Habló poco de la causa de su dolor, pero el minuto de atención que le concedió y la modulación de su voz y la mirada amable que la acompañaba, procedía de su corazón y se dirigían al de ellos.

En este período de tristeza, St. Aubert fue igualmente visitado por madame Cheron, la única hermana que le vivía, que llevaba viuda varios años y ahora residía en su propiedad cercana de Toulouse. Sus entrevistas no habían sido frecuentes. En sus condolencias no hacían falta palabras; ella no tenía plena conciencia de esa mirada mágica que habla de inmediato al alma o de la voz que actúa como un bálsamo en el corazón; pero supo expresar a St. Aubert toda su simpatía, elogió las virtudes de su esposa desaparecida y les ofreció lo que ella consideraba como consuelo. Emily lloró incesantemente mientras hablaba. St. Aubert estuvo tanquilo, escuchando en silencio lo que decía y después cambió de tema.

Al marcharse insistió, tanto en él como en su sobrina, para que le hicieran una pronta visita.

—El cambio de ambiente os entetendrá &mdhash;dijo&mdhash;, y no es bueno dejarse llevar por el dolor

St. Aubert reconoció naturalmente la verdad de sus palabras; pero, al mismo tiempo, se sintió más reacio que nunca a dejar aquel lugar que había quedado consagrado a su pasada felicidad. La presencia de su mujer había santificado cada rincón del castillo y, cada día, mientras se suavizaba gradualmente la intensidad de sus sufrimientos, se dejaba llevar por el tierno encanto que le unía a aquella casa.

Pero hubo algunas visitas más difíciles de soportar. Una de ellas fue la de su cuñado, mosieur Quesenl. Un asunto de gran interés le obligó a retrasar su viaje y en su deseo de liberar a Emily de sus emociones, se la llevó con él a Epourville. Mientras el carruaje entraba por el bosque que rodeaba los dominios que habían sido de su padre, sus ojos aceptaron una vez más, desde la avenida de castaños, los torreones que adornaban los esquinazos del castillo. Suspiro al pensar en todo lo que había pasado desde la última vez que había estado allí y en que aquella era ahora propiedad de un hombre que ni lo reverenciaba ni lo valoraba.

Entraron en el camino, cuyos árboles tanto le habían hecho disfrutar cuando era niño y cuya sombra melancólica se correspondía ahora con el pesar de su espíritu. Cada detalle del edificio, que se distinguía por su aire de pesada grandeza, iba apareciendo sucesivamente entre las ramas de los árboles; en ancho torreón, el arco de la entrada que conducía a los patios, el puente levadizo y el pozo seco que lo rodeaba todo.

El ruido de las ruedas del carruaje hizo que saliera un numeroso grupo de criados a la entrada, donde St. Aubert se apeó y desde la que condujo a Emily hacia el vestíbulo gótico en el que ya no colgaban las armas ni las antiguas banderas de la familia. Las habían quitado y el artesonado de roble estaba pintando de blanco. Tampoco estaba la gran mesa que solía ocupar el último tramo del vestíbulo, en la que el amo de la mansión hacía gala de su hospitalidad y en la que corría la risa, y la canción de convivencia que había sonado tantas veces. Incluso los bancos que rodeaban la habitación ya no estaban allí. Los pesados muros habían sido decorados con ornamentos frívolos y cada detalle denotaba el gusto falso y los sentimientos corrompidos de su dueño actual.

St. Aubert siguió a un alegre criado parisino hasta un salón, en el que se encontraban sentados monsieur y madame Quesnel, que le recibieron con educación artificial y que tras unas pocas palabras formales de condolencia parecían haber olvidado que tenían una hermana.

Emily sintió que se le saltaban las lágrimas, pero eran por cierto resentimiento. St. Aubert, en calma y deliberadamente, mantuvo su dignidad sin asumir importancia, y Quesnel se sintió deprimido por su presencia sin conocer exactamente la causa.

Después de una conversación general, St. Aubert solicitó hablar con él a solas; y Emily, al quedarse con madame Quesnel, no tardó en enterarse de que gran número de invitados acudirían al castillo y tuvo que oír que nada de lo que había pasado, que era irremediable, podía impedir la fiesta que se había organizado.

St. Aubert, al enterarse de que tendrían compañía, sintió tal emoción, mezcla de disgusto e indignación contra la insensibilidad de Quesnel, que se dispuso a regresar a su casa inmediatamente. Pero fue informado de que también acudiría madame Cheron para reunirse con él. Cuando miró a Emily consideró que había llegado el momento en que la enemistad de su tío podía ser perjudicial para ella, y decidió no incurrir con su conducta en lo que podía ser juzgado como indecoroso por las mismas personas que en aquel momento mostraban tan poco sentido del decoro.

Entre los visitantes reunidos en la cena había dos caballeros italianos de los que uno, llamado Montoni, era pariente lejano de madame Quesnel. Un hombre de unos cuarenta años, de belleza poco común, con aspecto varonil y expresivo, pero cuyo rostro exhibía, por encima de todo, más la arrogancia de la imposición y la rapidez de discernimiento que cualquier otra característica.

El signor Cavigni, su amigo, parecía tener alrededor de los treinta, inferior en dignidad, pero igual que él en la agudeza de su rostro y superior en la insinuación de sus maneras.

Emily se sorprendió al oír cómo madame Cheron saludaba a su padre.

—Querido hermano —dijo—, me preocupa verte tan enfermo; ¡no debes abandonarte!

St. Aubert contestó, con una sonrisa melancólica, que se sentía como siempre; pero los temores de Emily le hicieron ver entonces que el aspecto de su padre era peor de lo que él decía.

Si el ánimo de Emily no hubiera estado tan oprimido, se habría divertido con las nuevas personas que conoció y la variedad de la conversación que mantuvieron durante la cena, que fue servida en un estilo de esplendor que sólo muy raramente había visto antes. De los invitados, el signor Montoni había venido recientemente de Italia y habló de las conmociones que agitaban el país, y de los diferentes partidos con mucho calor, y lamentó después las probables consecuencias de los tumultos. Su amigo habló con un ardor similar de la política de su país; alabó al gobierno y la prosperidad de Venecia, y destacó su decidida superioridad sobre el resto de los estados italianos. Se volvió entonces hacia las damas y habló, con la misma elocuencia de las modas parisinas, de la ópera fra ncesa
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y de las costumbres de aquel país, y en este último tema no dejó de citar lo que es tan particularmente agradable para el gusto francés. La adulación no fue detectada por aquellas a las que iba dirigida, aunque su efecto al producir una atención sumisa, no escapó a su observación. Cuando pudo liberarse de la asiduidad de otras damas, se dirigió en ocasiones a Emily; pero ella no sabía nada sobre las modas parisinas o sobre las óperas; y su modestia, sencillez y maneras correctas formaron un decidido contraste con las de sus compañeras femeninas.

Después de cenar, St. Aubert se escapó de la habitación para ver una vez más el viejo castaño que Quesnel hablaba de talar. Según estaba bajo su sombra y miraba entre las ramas, vio aquí y allá los fragmentos de cielo azul temblando entre sus hojas; los acontecimientos de sus primeros años cruzaron por su mente, con los rostros y el aspecto de sus amigos, muchos de ellos fuera ya de este mundo, y se sintió como un ser aislado que sólo contaba con Emily para confiar su corazón.

Se vio perdido entre las escenas de aquellos años que volvían a su imaginación, hasta que su sucesión se centró en el cuadro de su esposa moribunda. Regresó para intentar olvidarlo, si es que era posible.

St. Aubert ordenó que prepararan su carruaje a una hora temprana, y Emily observó que estaba más silencioso que de costumbre en su camino de regreso, pero pensó que era el efecto de su visita a un lugar que le hablaba tan elocuentemente de su juventud, sin sospechar cuál era la causa de la pesadumbre que él le había ocultado.

Al entrar en el castillo Emily se sintió más deprimida que nunca porque echó aún más de menos la presencia de su querida madre. Siempre que había salido de aquella casa, había sido recibida a su regreso con sus sonrisas y cariño. Ahora todo estaba en silencio y desamparado.

Lo que la razón y el esfuerzo no puede conseguir, lo logra el tiempo. Según pasaba semana tras semana, cada una de ellas se llevaba algo de la intensidad de su aflicción, hasta que se fue concentrando en la ternura de lo que el corazón considera como sagrado. St. Aubert, por el contrario, declinaba visiblemente.

Emily, que había estado en todo momento a su lado, fue la última persona en advertirlo. Su constitución no se había recuperado del todo del último ataque de fiebre y el disgusto por la muerte de madame St. Aubert había reproducido su nueva enfermedad. El médico le ordenó que viajara, ya que era evidente que la pena se había apoderado de sus nervios, ya debilitados por su situación anterior. El cambio de escenario podría, al distraer su mente, colaborar en su recuperación.

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