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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (9 page)

¿No es ésta la hora,
la hora santa, cuando a las alturas sin nubes
de esa concavidad estrellada sube la luna,
y a este mundo inferior en calma solemne,
da señal, que para el oído del Cielo que escucha
la voz de la Región debe suplicar? Hasta el niño
lo sabe, y, despierto por ventura, sus manos pequeñas
levanta hacia los dioses, y a su inocente lecho
hace bajar una bendición.
[11]

El canto de medianoche de los monjes no tardó en quedar silencioso, pero Emily continuó en el ventanuco, contemplando la puesta de la luna. El valle quedó sumido en las sombras, dispuesto a prolongar su estado de ánimo. Por fin, se retiró a la cama y se hundió en un tranquilo sueño.

Capítulo V
Mientras en el rosado valle
amor exhala sus suspiros infantiles, liberado de la angustia.

THOMSON

S
t. Aubert, suficientemente recuperado tras la noche de descanso para continuar el camino, emprendió de nuevo el viaje con Emily y Valancourt hacia el Rosellón, a donde esperaba llegar antes de que cayera la noche. Los escenarios que recorrieron eran tan salvajes y románticos como los anteriores con la diferencia de que la belleza, que surgía aquí y allá, llenaba el paisaje de sonrisas. No aparecían tantas arboledas por las montañas, cubiertas con pastos y flores. Un valle pastoril se abría bajo la sombra de las colinas, con los hatos y rebaños extendiéndose por las orillas de un riachuelo, que las refrescaba en un verdor perfecto. St. Aubert no podía lamentar el haber elegido aquel fatigoso camino, aunque también ese día se vio obligado varias veces a bajar del carruaje y a caminar entre los rugosos precipicios y a subir andando algunos desniveles montañosos. La maravillosa variedad de todo aquello le compensaba, y el entusiasmo que se advertía en sus jóvenes acompañantes, despertaba el suyo, así como los recuerdos de todas las deliciosas emociones de sus primeros años, cuando los sublimes encantos de la naturaleza se le desvelaban por primera vez.

Encontró un extraordinario placer en conversar con Valancourt, y en escuchar sus ingeniosas observaciones. El fuego y la sencillez de sus maneras parecían identificarle con los escenarios que les rodeaban. St. Aubert descubrió en sus sentimientos la justicia y la dignidad de una mentalidad elevada, limpia de todo contacto con el mundo. Comprobó que sus opiniones se formaban en él mismo más que ser imitaciones; eran el resultado del razonamiento y no del aprendizaje.

Del mundo parecía no saber nada, y pensaba bien de toda la humanidad, porque su opinión reflejaba la imagen de su propio corazón.

St. Aubert, que a veces se detenía para examinar las plantas silvestres del sendero, observaba con complacencia a Emily y Valancourt, según seguían su camino; él, con gesto animado, señalándole algún detalle importante del paisaje.

Ella, escuchando y observando con una mirada de seriedad tierna, que descubría lo elevado de su mente. Parecían dos enamorados que nunca hubieran salido más allá de las montañas de su tierra natural, cuya situación les había apartado de todas las frivolidades de la vida común; cuyas ideas eran sencillas y grandiosas, como los paisajes por los que se movían, y que no conocían otra felicidad que no fuera la de la unión pura y afectiva de los corazones. St. Aubert sonrió, suspirando ante el romántico cuadro de felicidad que había imaginado y volvió a suspirar al pensar lo poco que el mundo sabía de la naturaleza y la sencillez como placeres románticos.

—El mundo —dijo, continuando la línea de su pensamiento— ridiculiza las pasiones que rara vez siente; sus escenarios y sus intereses, distraen la mente, depravan el gusto, corrompen el corazón y el amor no puede existir para aquellos que han perdido la fe en la dignidad de la inocencia. Virtud y sabor son casi lo mismo, porque la virtud es poco más que un gusto activo y el más delicado afecto de cada uno se combina en el amor verdadero. ¿Cómo es posible entonces que busquemos amor en las grandes ciudades, donde el egoísmo, la disipación y la insinceridad ocupan el lugar de la ternura, la sencillez y la verdad?

Faltaba poco para el mediodía, cuando los viajeros, al llegar a una parte especialmente peligrosa del camino, se bajaron del carruaje. El sendero ascendía cubierto por los bosques y en lugar de seguir tras las mulas, entraron a refrescarse en su sombra. A veces, el espesor de las ramas impedía que vieran el paisaje, y otras, les descubría aspectos parciales del escenario distante, que permitía a la imaginación recrear otros más interesantes, más sugestivos que los que contemplaron sus ojos. Los viajeros se abandonaban con frecuencia a estos juegos de la fantasía.

Las pausas de silencio, que ya antes habían interrumpido las conversaciones de Valancourt y Emily, eran aquel día más frecuentes. Valancourt caía una y otra vez de la más animada vivacidad al silencio más profundo y en su sonrisa se advertía en ocasiones una melancolía natural, que Emily comprendía muy bien porque su corazón estaba interesado en los sentimientos que escondía.

St. Aubert se sintió mejor en la sombra y continuaron en ella, siguiendo lo mejor que podían la dirección del camino, hasta que se dieron cuenta de que le habían perdido totalmente. Habían seguido cerca del borde de un precipicio, arrastrados por la belleza del espectáculo, mientras que el camino torcía hacia una colina lejana. Valancourt llamó a Michael, pero no oyó que le contestara, sólo su propia voz y su eco entre las rocas. Sus variados esfuerzos por regresar al camino tampoco tuvieron éxito. Mientras lo buscaban se apercibieron de una cabaña de pastor, que asomaba entre las ramas de los árboles a cierta distancia.

Valancourt corrió hacia allí para pedir ayuda. Al llegar sólo vio a dos niños pequeños jugando en el césped que había ante la puerta. Miró en el interior, pero no había nadie. El mayor le dijo que su padre estaba con el ganado y que su madre había bajado al valle, pero que no tardaría en regresar. Se quedó pensando qué otra cosa podía hacer, y en ese momento oyó la voz de Michael gritando desde las colinas que estaban por encima. Valancourt le contestó inmediatamente y trató de llegar a él, siguiendo la dirección del sonido. Después de luchar con las ramas y evitar los precipicios, llegó junto a Michael y pudo convencerle de que se callara y le escuchara. El camino estaba a considerable distancia del lugar donde se encontraban St. Aubert y Emily; el carruaje no podía volver fácilmente hasta la entrada del bosque y como el camino que él había seguido habría sido muy fatigoso para St. Aubert, Valancourt buscó ansioso un ascenso más fácil que el que acababa de recorrer.

Mientras tanto, St. Aubert y Emily se habían acercado a la cabaña y descansaron en un banco rústico, sujeto entre dos pinos que le daban sombra, hasta que Valancourt, cuyos pasos habían comprobado, regresara.

El niño mayor dejó su juego y se quedó observando sin moverse a los desconocidos, mientras que el más joven continuó con sus entretenimientos, presionando a su hermano para que le acompañara. St. Aubert contempló con placer aquel cuadro de sencillez infantil, hasta que le trajo a la memoria a sus propios hijos, que había perdido más o menos a la edad de aquéllos, así como a su madre. La idea le hizo sumirse en sus pensamientos y Emily al observarlo comenzó a cantar una de esas arias ligeras y sencillas que a él tanto le gustaban y con las que sabía mostrar la dulzura más cautivadora. St. Aubert la sonrió a través de sus lágrimas, cogió su mano y la presionó con afecto. Después trató de disipar las ideas melancólicas que se habían adueñado de su mente.

Emily seguía cantando cuando se aproximó Valancourt, que tuvo muy buen cuidado en no interrumpirla, quedándose a corta distancia para escuchar. Cuando concluyó se unió a ellos y les dijo que había encontrado a Michael y también un camino por el que podrían ascender por la montaña hasta el carruaje. Señaló hacia el bosque mientras la mirada de St. Aubert se fijaba en las dificultades del camino. Ya estaba cansado por el paseo anterior y la subida le resultaba excesiva. No obstante, pensó que sería menos fatigosa que el accidentado camino que habían seguido y decidió intentarlo. Emily, siempre preocupada por él, propuso que se quedara a descansar y que tomara algo antes de reemprender la marcha. Valancourt volvió al carruaje para traer los alimentos.

A su vuelta les propuso que subieran algo más por la montaña, a una zona en la que el bosque se abría a una vista mucho más amplia. Se preparaban para ello cuando vieron a una mujer joven que se unía a los niños y les acariciaba llorando.

Los viajeros se interesaron en su preocupación, deteniéndose para observarla.

Había cogido en brazos al más pequeño, y al darse cuenta de la presencia de los desconocidos se secó las lágrimas y se dirigió a la cabaña. St. Aubert le preguntó la causa de su pena y fue informado de que su marido, que era pastor y vivía allí en los meses de verano para vigilar el ganado que llevaba a pastar a aquellas montañas, había perdido la noche anterior, su pequeña propiedad. Un grupo de gitanos, que llevaban algún tiempo por aquella zona, se habían llevado varios corderos de su amo.

—Jacques —añadió la mujer del pastor—, había ahorrado un poco de dinero con el que había comprado algunos corderos, que ahora tendrán que pasar a su amo para compensarle de los robados. Pero eso no es lo peor, cuando se entere su amo no le volverá a confiar el cuidado de su ganado. ¡Es un hombre muy duro! ¡Y si es así, qué les ocurrirá a nuestros hijos!

El rostro inocente de la mujer y la sencillez de sus maneras al relatar lo sucedido inclinaron a St. Aubert a creer su historia. Valancourt, convencido de que era cierto, le preguntó cuál era el valor de los corderos robados, y al oírlo se volvió con una mirada de desaliento. St. Aubert dejó algún dinero en su mano, Emily también sacó algo de su pequeño bolsillo y se dirigieron hacia la montaña. Valancourt se quedó atrás y habló con la mujer del pastor que se había quedado llorando de gratitud y sorpresa. Le preguntó cuánto dinero le faltaba para reemplazar los corderos robados y comprobó que era una suma algo menor de todo lo que llevaba encima. Se sintió profundamente contrariado. «Esa suma —se dijo a sí mismo—, haría completamente feliz a esta familia, está en mi poder dársela, ¡el hacerles completamente felices! Pero, ¿qué será de mí? ¿Cómo podría llegar a casa con el poco dinero que me quedaría?» Se quedó un momento indeciso entre convertir en felicidad la ruina de aquella familia y el considerar las dificultades de proseguir su viaje con aquella pequeña cantidad.

Estaba en medio de su indecisión cuando apareció el pastor. Los niños corrieron a su encuentro y él cogió a uno de ellos en sus brazos mientras el otro se colgaba de su ropa. Su aspecto desesperado decidió a Valancourt al momento. Dejó caer el dinero que tenía, a excepción de unos pocos luises y se volvió tras St. Aubert y Emily, que subían lentamente. Valancourt había sentido muy pocas veces aquella ligereza en su corazón; sus más alegres espíritus bailaban con satisfacción; todo lo que le rodeaba le parecía más interesante o hermoso' que antes. St. Aubert observó la infrecuente vivacidad de su rostro:

—¿Qué es lo que os complace tan profundamente? —preguntó.

—¡Qué hermoso día! —replicó Valancourt—, ¡cómo brilla el sol, qué puro es el aire, qué panorama tan encantador!

—Es, en verdad, encantador —dijo St. Aubert, cuyas experiencias anteriores le habían permitido comprender la naturaleza de los sentimientos de Valancourt—. ¡Qué lástima que los ricos, que podrían disfrutar de este sol, pasen sus días en la tristeza, en la sombra fría del egoísmo! ¡Para vos, mi joven amigo, que el sol brille siempre como en este momento, que vuestra propia conducta os dé el resplandor unido de la benevolencia y la razón!

Valancourt, conmovido por el comentario, sólo pudo replicar con una sonrisa de gratitud.

Continuaron su camino entre los árboles hasta llegar a una cumbre sombreada que Valancourt les había indicado y los tres prorrumpieron en exclamaciones. Más allá del lugar donde estaban, la roca se elevaba perpendicularmente en un enorme muro hasta una considerable altura para caer llena de salientes. Los tonos grises contrastaban con el verdor brillante de las plantas y de las flores silvestres que crecían por sus costados y se oscurecían por la sombra de los pinos y los cedros que se agitaban por encima. Hacia abajo, cuando la vista caía abruptamente hacia el valle, todo estaba cubierto de arbustos, y más abajo aún aparecían las copas espesas de los castaños, por entre las que subía el humo de la cabaña de los pastores. Por todas partes aparecían las majestuosas cumbres de los Pirineos, algunas exhibiendo enormes riscos de mármol, cuya apariencia cambiaba a cada instante, al variar la luz que caía sobre su superficie; otras, todavía más altas, mostrando sólo puntos nevados, mientras que las zonas más bajas estaban cubiertas casi invariablemente por bosques de pinos y robles, que se extendían hasta el valle. Éste era uno de esos estrechos que se abren desde los Pirineos hacia el Rosellón, y cuyos pastos y cultivada belleza forman un contraste decidido y maravilloso con la romántica grandeza que les rodea. Desde la montaña se veían las zonas bajas del Rosellón, desdibujadas con la luz azul de la distancia, cuando se unían con las aguas del Mediterráneo. Más allá aparecían los veleros, blancos a la luz del sol, y cuyo avanzar era perceptible según se acercaban al faro. En ocasiones se veía también algún barco en la distancia, que servía para marcar la línea de separación entre el cielo y las olas.

Al otro lado del valle, frente a la zona donde descansaban los viajeros, un paso rocoso se abría hacia Gascuña, invariablemente rodeado de bosques y solitario sin la presencia siquiera de cabañas. En algunas partes un alerce gigante arrojaba su larga sombra sobre el precipicio y aquí y allá alguna cruz monumental coronaba los acantilados, para informar al viajero del destino de aquel que se había aventurado hasta sus alturas. El lugar parecía un auténtico escondite de bandidos, y Emily, según miraba, casi parecía esperar verles salir de alguna cueva en busca de su botín. Pronto, algo no menos terrorífico la hizo estremecerse, un patíbulo, situado sobre una roca próxima a la entrada del paso, por encima de las cruces que había visto antes. Eran jeroglíficos que contaban una historia real y espantosa. No quiso hacerle indicación alguna a St. Aubert sobre ello, pero no pudo evitar un escalofrío y el que se sintiera deseosa de continuar el camino y de que pudieran llegar al Rosellón antes de que cayera la noche. Era nece sario, no obstante, que St. Aubert tomara algún refrigerio y, sentándose en el césped seco, abrieron la cesta de las provisiones, mientras,

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