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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (2 page)

En una de sus excursiones a la casita de pesca vio las líneas siguientes escritas con lápiz en una de las partes del entablado:

SONETO

¡Ve, lápiz! ¡Leal a los s uspiros de tu amo! Ve, dile a la Diosa de la escena de hadas,
la próxima vez que sus leves pasos serpeen estas verdes arboledas,
de donde surgen todas sus lágrimas, su dulce congoja.

¡Ah! pinta su figura, sus ojos por su alma iluminados,
la dulce expresión de su rostro pensativo,
la sonrisa del alba, la gracia animada.

El retrato reemplaza bien la voz del amante;
expresa todo lo que su corazón siente, diría su lengua;

¡Pero, ah, no todo su corazón está triste!

¡Que a menudo las sedosas hojas florecidas esconden
la droga que escabulle la chispa vital!

¡Y aquel que clava su mirada en esa sonrisa de ángel,
recelaría de su encanto, o pensaría que podría seducirle!

El poema no estaba dirigido a ninguna persona, por lo que Emily no pudo atribuírselo, aunque ella fuera sin duda la ninfa de aq uellas sombras. Al no tener la menor sospecha sobre a quién pudiera estar destinado, se decidió a permanecer en la duda; una duda que hubiese sido más dolorosa para una mente menos ocupada que la suya. No estaba dispuesta a sufrir por esta circunstancia, pese a que al principio no pudo evitar recordarlo con frecuencia. La pequeña vanidad que había excitado (ya que la incertidumbre que le impedía suponer que había inspirado el soneto, la impedía también dejar de creerlo) desapareció, y el incidente se perdió en su pensamiento entre sus libros, sus estudios y el ejercicio de la caridad.

Poco después de aquello se sintió muy inquieta por una indisposición de su padre, que se vio atacado por una fiebre que, pese a no tener el aspecto de ser peligrosa, afectó considerablemente a su constitución. Madame St. Aubert y Emily le cuidaron con celo infatigable, pero su recuperación fue muy lenta, y cuando empezaba a mejorar su salud, la de madame pareció declinar.

El primer lugar al que acudió, después de sentirse lo suficientemente bien como para dar un paseo, fue a su pabellón de pesca favorito. Le llevaron una cesta con provisiones, con libros y el laúd de Emily. El envío no incluía cañas u otros aparejos de pesca, porque nunca había sentido placer alguno en torturar o destruir.

Después de haberse entretenido alrededor de una hora en temas de botánica, fue servida la cena. Dio las gracias porque le hubiera sido permitido visitar de nuevo aquel lugar, y la felicidad familiar le hizo sonreír una vez más bajo aquellas sombras. Monsieur St. Aubert conversó con ánimo poco habitual y todos los objetos despertaban sus sentidos. El placer refrescante de ese primer contacto con la naturaleza, tras el dolor de la enfermedad y el confinamiento en su habitación, está por encima de la comprensión, y también de las descripciones, para los que tienen salud. Los bosques y los pastos, el tumulto de flores, el azul cóncavo del cielo, la brisa suave, el murmullo de la corriente limpia, e incluso el murmullo de todos los insectos, parecieron revivificar su alma y hacerle valorar más su existencia.

Madame St. Aubert, reanimada por la recuperación de su marido, olvidó la indisposición que la había oprimido últimamente. Caminó por el bosque y conversó con él y con su hija, mirándolos alternativamente con una ternura que llenaba sus ojos de lágrimas. St. Aubert lo comprobó en más de una ocasión y le reprochó amablemente sus emociones; pero ella no pudo sonreírle, agarró su mano y la de Ernily y lloró más intensamente. Él consideró que aquel entusiasmo le conmovía hasta resultarle doloroso. Su rostro asumió un tono serio y no pudo evitar un suspiro casi secreto. «Tal vez algún día recordaré estos momentos como la cumbre de mi felicidad, con lamentos sin esperanza. Pero no hagas que caiga en una anticipación sin sentido. Espero que no viviré para sufrir la pérdida de los que más quiero.»

Para descargar su mente, le pidió a Emily que tocara el laúd del que ella lograba arrancar tonos tan dulces. Cuando se acercaba al pabellón de pesca, se sorprendió porque alguien estaba interpretando una exquisita melodía en aquel instrumento. Se quedó en un profundo silencio, temerosa de moverse y más aún de que sus pasos le impidieran oír alguna nota de aquella música o turbar a quien la producía. Todo estaba quieto alrededor del edificio y no se veía a nadie.

Continuó escuchando, llena de timidez, que se acrecentó al recordar los versos que había visto escritos a lápiz y dudó entre acercarse o regresar con sus padres.

En ese momento la música cesó y, tras una nueva duda, reunió el valor suficiente para acercarse a la cabaña. Entró sin hacer ruido y la encontró vacía. Su laúd estaba en la mesa y todas las demás cosas en su sitio, por lo que empezó a creer que la música procedía de otro instrumento, hasta que recordó que cuando entró detrás de monsieur y madame St. Aubert, el laúd estaba a la izquierda en una silla cerca de la ventana. Se asustó, aunque no supiera de qué. La oscuridad de la tarde y el profundo silencio de aquel lugar, interrumpido únicamente por el ligero temblor de las hojas, la llenaron de aprensiones. Quería salir de allí, pero sintió que perdía el conocimiento y se sentó. Cuando trataba de recuperarse, su mirada se fijó en aquellas líneas escritas a lápiz. Sintió una sacudida, como si hubiera visto a un desconocido, pero decidida a superar sus temores, se levantó y fue hacia la ventana. Al lado del primer soneto habían añadido otros versos, en los que se mencionaba su nombre.

Habían desaparecido sus dudas y sabía que habían sido escritos para ella, pero ignoraba, como antes, quién los había escrito. En ese momento, le pareció oír el ruido de unos pasos en el exterior y, asustada, cogió el laúd y salió corriendo.

Encontró a sus padres en un estrecho sendero que se abría en el valle.

Al llegar a una pequeña altura, rodeada por las sombras de las palmeras y orientada hacia los valles y llanuras de Gascuña, se sentaron en el césped.

Recorrieron con la mirada el glorioso escenario y aspiraron el dulce aroma de las flores y de las hierbas, mientras Emily cantó varias de sus arias favoritas, acompañándose con el laúd, con su habitual delicadeza de expresión.

La música y la conversación les entretuvieron en aquel lugar encantador hasta que los últimos rayos del sol se extendieron por la llanura; hasta que las líneas blancas que cubrían las montañas, por entre las que corría el Garona, se oscurecieron, y el manto de la tarde se extendió sobre el paisaje. St. Aubert y su familia se levantaron y abandonaron el lugar. ¡Madame St. Aubert no sabía que lo dejaba para siempre!

Cuando llegaron al pabellón de pesca echó de menos su brazalete, y recordó que se lo había quitado después de cenar y se lo había dejado en la mesa cuando salían a pasear. Después de registrarlo todo, con la activa ayuda de Emily, no tuvo más remedio que resignarse a la idea de que lo había perdido. Lo que más apreciaba de aquel brazalete era una miniatura de su hija que colgaba del mismo, con un parecido asombroso, y que había sido pintada hacía unos pocos meses. Cuando Emily se convenció de que el brazalete había desaparecido, se ruborizó y quedó pensativa. El hecho de que un desconocido hubiera estado allí durante su ausencia, la distinta posición del laúd y los nuevos versos escritos con lápiz, parecían confirmar que el poeta, el músico y el ladrón eran una sola persona.

Aunque la combinación de la música que había oído, los versos que había leído y la desaparición de su retrato resultaba especialmente notable, se sintió irresistiblemente arrastrada a no mencionarlo. Sin embargo, decidió, en secreto, que no volvería a visitar la cabaña de pesca sin ir acompañada de monsieur o de madame St. Aubert.

Regresaron pensativos al castillo. Emily rumiando los incidentes que acababan de pasar; St. Aubert reflexionando con gratitud sobre las bendiciones que le rodeaban, y madame St. Aubert turbada y perpleja por haber perdido el retrato de su hija. Al aproximarse a su casa, observaron una agitación nada común; se oían voces distintas, criados y caballos pasaban entre los árboles y, finalmente, oyeron el ruido de las ruedas de un carruaje. Al llegar a la puerta principal del castillo, vieron un landó allí detenido. St. Aubert distinguió a los lacayos de su cuñado, y en la entrada encontró a monsieur y madame Quesnel, que ya habían entrado. Habían salido de París hacía algunos días y se dirigían a la propiedad, a unas diez leguas de La Vallée, que monsieur Quesnel había comprado hacía algunos años a St. Aubert. Era el único hermano de madame St. Aubert, pero sus encuentros no habían sido frecuentes debido a que sus caracteres no congeniaban.

Monsieur Quesnel había vivido siempre en el gran mundo. El esplendor era el primer objetivo de su gusto por las cosas, y su carácter abierto le había acercado a casi todas las personas que había conocido. Para un hombre de esas inclinaciones, las virtudes de St. Aubert no resultaban interesantes, y la simplicidad y la moderación de sus deseos eran considerados por él como una debilidad intelectual y una visión estrecha de la vida. El matrimonio de su hermana con St. Aubert había mortificado su ambición, ya que su propósito era que esa relación matrimonial le ayudara a todo lo que él más deseaba, y algunas propuestas anteriores las recibió de personas cuyo rango y fortuna colmaban sus más altas esperanzas. Pero su hermana, que también había sido cortejada por St. Aubert, comprendió, o creyó que comprendió, que felicidad y esplendor no son la misma cosa y no dudó en renunciar a lo segundo con tal de conseguir lo primero.

Monsieur Quesnel había sacrificado la paz de su hermana a su propia ambición, y de su matrimonio con St. Aubert expresó en privado su desagrado en su momento.

Madame St. Aubert, aunque ocultó aquella postura insultante a su marido, sintió, por primera vez en su vida, que el resentimiento anidaba en su corazón. Pensando en su propia dignidad y en la prudencia, contuvo cualquier manifestación de aquel resentimiento, pero había en sus maneras hacia monsieur Quesnel una cierta reserva que él comprendió y sintió.

En su propio matrimonio no siguió el ejemplo de su hermana. Su esposa era italiana, una rica heredera y, por naturaleza y por educación, una mujer banal y frívola.

Decidieron pasar la noche con St. Aubert, y como el castillo no era suficientemente grande para acomodar a sus criados, éstos fueron enviados al pueblo más próximo. Cuando concluyeron los saludos y las disposiciones para pasar la noche, monsieur Quesnel comenzó a hacer una exhibición de su inteligencia y sus contactos, mientras que St. Aubert, que ya llevaba bastante tiempo retirado para sentir interés por la novedad de esos temas, escuchó con paciencia y atención, lo cual su invitado confundió con la humildad de que estuviera maravillado. Quesnel comentó las pocas festividades que permitían a la corte de Enrique III en aquel período turbulento
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con una minuciosidad que compensaba su afán de ostentación. Al comentar el carácter del duque de Joyeuse, un tratado secreto, que él sabía que se estaba negociando con el Porte, y el modo en que había sido recibido Enrique de Navarra, monsieur St. Aubert recordaba lo suficiente de sus experiencias anteriores para estar seguro de que su invitado se relacionaba únicamente con una clase inferior de políticos, y que a la vista de las materias en las que intervenía, no alcanzaba el rango que pretendía. A las opiniones expuestas por monsieur Quesnel, St. Aubert prefirió no replicar, al darse cuenta de que su invitado no tenía humanidad para sentir o discernimiento para percibir lo que era justo.

Madame Quesnel, mientras tanto, manifestaba a madame St. Aubert su sorpresa por soportar aquella vida en un rincón remoto del mundo, alejada del esplendor de los bailes, de los banquetes y de las procesiones que acababan de ofrecerse en la corte, como ella las describía con la intención de despertar su envidia, en honor de las nupcias del duque de Joyeuse con Margarita de Lorena, hermana de la reina. Describió con la misma minuciosidad la magnificencia de lo que había visto, de lo que ella había quedado excluida. Emily escuchaba atentamente con la curiosidad ardiente de la juventud engrandeciendo las escenas. Madame St. Aubert, echando una mirada a su familia, sintió, mientras una lágrima caía por su mejilla, que aunque el esplendor pueda alcanzar en algún momento la felicidad, sólo es la virtud la que consigue que sea permanente.

—Hace ya doce años, St. Aubert —dijo monsieur Quesnel—, desde que compré las propiedades de tu familia. Y hace cinco que estoy viviendo allí, porque París y sus proximidades es el único lugar del mundo para vivir. Estoy tan inmerso en la política y son tantos los asuntos que llevo entre manos que me resulta difícil escaparme aunque sólo sea un mes o dos.

St. Aubert permaneció silencioso y monsieur Quesnel prosiguió:

—A veces me pregunto cómo tú, que has vivido en la capital y que has estado acostumbrado a la compañía, puedes vivir en otra parte, especialmente en un lugar tan remoto como éste, donde no puedes oír ni ver nada y, en consecuencia, no tienes conciencia de lo que sucede.

—Vivo para mi familia y para mí —dijo St. Aubert—; me basta con estar al tanto de la felicidad, antes conocía la vida.

—Quiero gastar treinta o cuarenta mil libras en mejoras —dijo monsieur Quesnel, sin prestar atención a las palabras de St. Aubert—, porque tengo el proyecto, para el próximo verano, de traer aquí a mis amigos, al duque de Durefot y al marqués Ramont, para que pasen uno o dos meses conmigo.

A la pregunta de St. Aubert sobre las mejoras que proyectaba, contestó que tiraría todo el ala este del castillo, para construir en esa zona los establos.

—Después construiré una
salle a manger,
un
salón,
una
salle au commune
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y varias habitaciones para los criados, ya que en la actualidad no hay espacio para acomodar a una tercera parte de mi propia gente.

—Era suficiente para todo el servicio de nuestro padre —dijo monsieur St. Aubert, preocupado por la idea de que la vieja mansión fuera mejorada de ese modo—, y no era nada pequeño.

—Nuestras nociones han crecido desde aquellos días —dijo monsieur Quesnel—; lo que entonces se entendía como un estilo decente de vivir, ahora no podríamos soportarlo.

A pesar de la calma de St. Aubert, enrojeció al oír aquellas palabras, pero su ira no tardó en ceder ante las buenas maneras.

—Los alrededores del castillo están llenos de árboles, talaremos algunos de ellos.

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