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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (20 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Hermano, tenemos visita —anunció Beaufort.

Vergino salió de su ensimismamiento, levantó la cabeza y miró al visitante. Cuando lo reconoció se puso en pie alarmado.

—Alain, ¿qué haces aquí? ¿Nos has seguido?

—Nos trae muy malas noticias —adelantó Beaufort—: El maestre y todos los templarios de Francia han sido encarcelados por orden de Felipe.

El rostro de Vergino se puso color ceniza y la sangre desapareció de sus labios.

—¿Qué? —acertó a murmurar—. ¡No es posible!

Alain de Perrault bajó la mirada y asintió.

—¿Y el papa? —preguntó Vergino.

—El rey Felipe ha actuado con permiso del papa.

Vergino se dejó caer nuevamente en el poyo con la mirada extraviada sobre el suelo empedrado, y con un ademán los invitó a sentarse. Parecía que había envejecido varios años en un momento. Posó una mano sobre el brazo de Alain.

—Cuéntanos cómo ha sido.

—¿Puedo comer algo antes?

El pobre hombre tenía hambre atrasada de muchos días y no se había saciado con la sopa y el bollo. Beaufort entró en la casa y le sacó las sobras de la cena. El mendigo devoró el pan y el pescado.

—Fue el catorce de setiembre —comenzó a relatar con la boca llena—, poco después de amanecer. Yo había salido de los rezos y me dirigía a la Casa de las Cuentas cuando sonaron grandes golpes en la puerta de San Juan. El hermano portero descorrió la mirilla y al ver a los hombres del rey, armados, con el propio Guillermo de Nogaret y el capitán Alain de Pareilles a la cabeza, se descompuso y abrió. Al instante entraron más de cien arqueros del rey con todas sus armas, con el senescal Lorigni al frente, que se colocó en el centro del patio y ordenó a voces acordonar el Temple, registrar el barrio y arrestar a los freires. Los arqueros obedecieron sin rechistar. El portero, a todo esto, había corrido a avisar al maestre, que salió revestido con el collar de su dignidad y, después de sosegar a los templarios jóvenes que lo rodeaban, suplicándole que les permitiera usar las armas, fue adonde estaba Nogaret con sus guardias y le advirtió que invadir el espacio sagrado era un delito canónico castigado con la excomunión, pero el canciller exhibió una bula papal que autorizaba el expolio.

—¡Una bula del papa! —exclamó Vergino, incrédulo.

—Con sus sellos y sus firmas —aclaró Alain de Perrault—. Los hombres del rey sacaron a los hermanos al patio, los desarmaron y los encadenaron con grilletes en los pies. A dos que se resistieron en la armería los mataron. Yo, cuando vi el cariz que tomaban los acontecimientos, crucé el pasadizo que une la Casa de las Cuentas con la tesorería y a través de los desvanes del archivo alcancé la poterna de la muralla sur, donde encontré a otros hermanos, una docena o cosa así, que habían tenido la misma idea y se escaparon como yo. Un abacero de Sainte Genevieve, que me debía ciertos favores, me ocultó en su casa durante cinco días, hasta que pudo meterme en un carro de pucheros que salía hacia Bicetre, y desde allí, por caminos rurales, andando de noche y escondiéndome de día, robando fruta en los huertos y mendigando, conseguí llegar a Marsella, a la casa de unos tíos míos, que me agenciaron pasaje en un barco chipriota. Hace una semana, cuando tocamos puerto en Túnez, el contramaestre me invitó a una taberna. Supongo que me administró algún soporífero con el vino porque cuando desperté me había robado la bolsa, en la que llevaba una docena de monedas de oro que pude tomar prestadas de la tesorería, y el barco no estaba ya en el puerto. Por lo visto, algunos patrones drogan a sus pasajeros para robarles el dinero, y aun creo que tuve suerte porque otros los matan o los venden como esclavos. He perdido las doblas, que eran toda mi fortuna, y aunque he recurrido a los cónsules cristianos, ninguno me ha socorrido ni me ha empleado. Nadie quiere cuentas con un templario fugitivo.

—¿Y qué hay de los cientos de templarios de Francia?

—En todas partes ocurrió lo mismo: los arqueros del rey arrestaron a los hermanos en las encomiendas, en los castillos y en las granjas; han confiscado todas las propiedades y han despedido a los servidores y a los hermanos asociados. Muchos se han visto en la calle sin trabajo y nadie se atreve a ayudarlos por miedo a la excomunión.

Vergino meditó unos momentos y exhaló un profundo suspiro.

—Hermano, no debemos afligirnos en exceso —repuso posando una mano amistosa en la rodilla del mendigo—, A fin de cuentas, los dos santos del Temple sufrieron prisión. Deberíamos estar dispuestos a padecer como ellos.

Alain dirigió a Beaufort una mirada alarmada que no le pasó desapercibida a Vergino.

—Tranquilízate, buen amigo, no estoy loco —dijo esbozando una sonrisa triste—. Me refería a san Pedro ad Vincula y a san Juan el Bautista. Los dos sufrieron prisión.

—¡Ay, y los dos fueron ejecutados! —suspiró Pierre de Perrault.

—San Juan fue ejecutado, buen amigo —replicó Vergino—. San Pedro fue liberado por un ángel, aunque, ciertamente, tiempo después también sería ejecutado. Todos tenemos que morir, y morir por la espada puede ser un fin noble para un monje guerrero. No olvides, dulce amigo, que tú eres también un monje guerrero.

Alain asintió sin mucha convicción. No había manejado la espada desde hacía veinte años y después de tanto tiempo sentado ante el ábaco se le había desarrollado el trasero.

—¿Conoces los motivos del atropello?

—No soy jurista, hermano, pero todo está relacionado con una acusación terrible. Un antiguo prior de Mountfaucon, un tal Esquin de Floiran, acusa a la orden de delitos execrables.

—Conozco a ese individuo —repuso Vergino—. Es un resentido. Lo expulsaron del Temple hace seis años. Hace un par de veranos compareció ante Jaime II, el rey de Aragón. Un hermano nuestro de Lérida escribió una larga carta denunciándolo, pero el maestre pensó que no era peligroso.

—¿Por qué había de serlo?

—Acusó al Temple de cometer herejías, pero el rey aragonés no le prestó ningún crédito.

—Pues parece que Felipe se lo ha prestado —repuso Beaufort.

—Debimos figurárnoslo —se lamentó Vergino—. Se adivina la mano de Nogaret. El legista real sabe cómo manipular las mentiras para que parezcan verdades: es su oficio.

—Esquin de Floiran compareció ante el Consejo Real —corroboró Alain—. También confirmaron su testimonio otros antiguos templarios expulsados de la orden. Vergino asintió:

—Y el débil Clemente V ha consentido el atropello.

—Todos los templarios de Francia están arrestados —dijo Pierre Alain de Perrault—. Nos acusan de iniquidad y herejía. Aseguran que renegamos de Cristo para ingresar en la orden, que escupimos sobre la cruz e intercambiamos besos obscenos, que nuestros capellanes omiten las palabras de la consagración cuando dicen misa; que somos sodomitas; que adoramos a un ídolo pagano barbudo al que llamamos Bafomet.

—¿Cómo es posible que nadie reaccione contra esa tropelía? —preguntó Beaufort—. ¿Acaso no tenemos armas? ¿No somos guerreros?…

Vergino lo interrumpió con un gesto conciliador.

—Recuerda que antes que guerreros somos frailes sujetos al voto de obediencia. Y esa misma ley y nuestra regla nos prohiben levantar la espada contra un cristiano.

29

Estaban en la cámara alta. Pedro Vergino había escuchado a Alain de Perrault con semblante grave, interrumpiéndolo pocas veces para pedirle aclaraciones. Cuando no tuvo más preguntas que formular, el freiré se levantó y se asomó a la ventana. Estaba amaneciendo y la línea del horizonte clareaba sobre el mar gris y vacío. En el cobertizo del corral, Huevazos hacía unas migas de pastor mientras tarareaba una canción obscena. El estimulante aroma de la comida llenaba toda la casa.

—Tendrás hambre, buen amigo —preguntó Vergino volviéndose hacia el mendigo.

—He tenido hambre desde que salí de París —suspiró Pierre de Perrault—. Quizá Dios me tenía reservada la pobreza al final de mi vida.

Vergino pensó que la orden también era el refugio de algunos pusilánimes incapaces de enfrentarse con la vida. A cambio de obediencia ciega, la orden pensaba por ellos y les ofrecía amparo, un techo y un plato de sopa, los redimía de los sinsabores y los trabajos de la libertad. Quizá el Temple estaba purgando ese pecado. Huevazos había colocado la sartén de humeantes migas sobre unas trébedes en el centro de la sala. Lucas Cardeña entregó una cuchara al invitado. Comieron en silencio las sabrosas migas doradas acompañándolas de aceitunas pasas. Terminada la colación, Beaufort con el brazo sobre los hombros del contable del Temple, lo acompañó afuera, lo abrazó en silencio y le entregó cinco sueldos de oro.

Alain de Perrault miraba las relucientes monedas en la mano extendida del guerrero con la misma perplejidad con la que un perro mira la vara del castigo en la mano que antes lo acarició.

—Entonces, ¿no puedo unirme a vosotros, hermano?— Beaufort negó con la cabeza.

—Lo siento, Alain, pero no puedes.

—Seré vuestro más humilde criado—. Beaufort sacudió tristemente la cabeza.

—No puedes. Si todavía te sientes fiel a la orden, debes comprender que tenemos razones para rechazar la presencia de otros hermanos. Lo siento.

Le tendió nuevamente las monedas. Pierre de Perrault las recogió e intentó besar la mano que se las entregaba, pero Beaufort se lo impidió. Abrazó nuevamente al contable y lo besó en las mejillas.

—Que Dios te proteja. Se dio la vuelta y regresó a la casa.

Vergino meditaba a la sombra del emparrado. Sentado en el poyo de piedra, con la barbilla apoyada en el pecho, era la imagen del abatimiento.

—¿Qué haremos ahora? —le preguntó Beaufort. La retorcida parra descolgaba sus tiernos pámpanos hasta rozar las cabezas. Vergino alcanzó uno, se lo enroscó distraídamente en el dedo y tiró con suavidad hasta arrancarlo, pero luego se contuvo como si hubiese advertido un estropicio y quisiera respetar incluso aquel mínimo trazo de vida.

—Una vez —dijo—, de joven, estuve en Tierra Santa. —Se quedó pensativo y añadió—: Yo no quería regresar a Francia, pero el maestre me repatrió después de lo de las gargantas de Tofat.

Beaufort miró a su compañero como si lo viera por vez primera. Las gargantas de Tofat. Un episodio tan luctuoso como el de la batalla de los Cuernos de Hattin, aunque bastante menos conocido. Los sarracenos atacaron un convoy de aprovisionamiento del castillo de Shaizar. En cuanto se vieron en peligro, los veinte auxiliares turcopolos desertaron, dejando a los nueve templarios a merced de una banda de sarracenos diez veces más numerosa. Los freires se refugiaron en un desfiladero de las montañas del Líbano donde había una fuente, pero la encontraron seca y durante diez días tuvieron que beber sangre y orines, mientras resistían los ataques de una masa ululante de enemigos e iban cayendo uno tras otro. Al décimo día, los del castillo, alertados por las bandadas de buitres que sobrevolaban la montaña, relacionaron este fenómeno con el retraso del convoy, sospecharon lo ocurrido y acudieron a rescatar a sus compañeros. Sólo encontraron con vida a tres, heridos y exhaustos, en medio de un desfiladero sembrado de cadáveres que se pudrían al sol.

Beaufort no disimuló su admiración. Hacía quince años que conocía a Vergino, si es que alguien podía conocerlo realmente, puesto que era poco sociable. Lo había tomado por uno de aquellos hermanos a los que la orden reservaba para la ciencia y el conocimiento, los de la piel blanca y las manos suaves, que jamás empuñaron una espada, que sólo sabían de Tierra Santa por los libros y que desconocían el ardor del combate, el sabor de la sangre y el miedo en la boca reseca. De pronto advertía que tenía delante a un Vergino distinto, a un antiguo héroe de las gargantas de Tofat.

Vergino se percató de la admiración de su compañero y sonrió levemente como excusándose por haberla provocado.

—Era muy joven entonces, claro.

El anciano templario se levantó y echó a andar hacia el campo. Beaufort lo siguió. Por el camino polvoriento comenzaban a transitar los hortelanos más madrugadores. Pasaron junto a una reata de burritos inverosímilmente cargados. El arriero, más acémila que los cuadrúpedos a su cargo, descargaba furiosos varazos en los animales al tiempo que, con voces destempladas, manifestaba sus dudas sobre la honestidad de las madres que los habían parido.

El camino atravesaba un erial cubierto de yerbajos y arbustos que se inclinaban según los vientos dominantes. Estaban cerca de la playa y se oían batir las olas. De pronto se encontraron en un laberinto de ruinas, fuertes muros de obra antigua, arcos, bóvedas melladas por el tiempo que afloraban acá y allá entre las higueras silvestres y la vegetación invasora. Después de vagar por las ruinas desembocaron en una especie de plaza central y tomaron asiento en un fuste de columna que hacía de hunco, al resguardo de un acebuche. Delante de ellos brotaba de la tierra un sillar en el que se conservaban algunas letras. Vergino se inclinó, apartó una mata de jaramagos y recorrió la inscripción con el índice. La piedra estaba tan gastada que apenas se distinguían las letras. El templario leyó:

—«Carthago.» Pone Carthago. ¿Puedes leerla?

Beaufort era hombre de pocos latines, pero siguiendo el dedo del maestro consiguió descifrar la palabra. Vergino se incorporó y dejó vagar la mirada por los alrededores. El sol acababa de romper sobre el horizonte y lo inundaba todo con una luz vivísima que dispersaba las nieblas del mar y revelaba un panorama distante de muros coronados de hierba, arcos, dinteles, ventanas abiertas al cielo, en distintas fases de ruina, y fuertes muros desmoronados.

—¡Esto fue Cartago! —dijo Vergino, melancólico—. La ciudad de Aníbal.

Prosiguieron el paseo entre las ruinas hasta un espacio despejado en el que brotaba la yerba entre las fisuras de las losas rotas.

—¡Estos pórticos, estas columnatas, tanta grandeza…! —murmuró—. La ciudad fundada por Dido, la hermosa, la ciudad que desafió el poder de Roma, la que la derrotó tantas veces, la ciudad que dominaba los mares con su escuadra y cuyo comercio allegaba tributos de los confines de la tierra. Los marinos de esta ciudad alcanzaron la tierra hiperbórea, a la que los cristianos, después de más de mil años, no conseguimos llegar. Sus naves conocían el camino de la tierra de los negros y el de las fuentes del oro. Esta ciudad era el emporio del mundo, más poderosa que Roma, que París, que Atenas, más sabia que todas ellas juntas… —Abarcó con un ademán el anfiteatro desplomado—. Y, sin embargo, mira en qué vino a parar todo ello, mira en qué quedó el orgullo, la grandeza y la elocuencia de los Barca. ¿Dónde está la memoria del hombre que condujo un ejército de elefantes a través de las cordilleras itálicas?… Sólo queda una desolada ruina habitada por lagartos, y la brisa del mar y el viento del desierto se conciertan para arrancarle lamentos a las piedras; los pies descalzos de los pastores han sustituido a las sandalias doradas, las cabras pastan donde el senado se reunía para deliberar los asuntos del mundo, la miseria lo invade todo, las higueras locas destruyen los frisos —miró a Beaufort—. Tarde o temprano, la ruina se ceba sobre todas las grandezas. Pasó la confusa Babilonia; pasaron los jueces de Israel; pasaron los faraones, pasó Roma, la fuerte… todos pasaron. Y ahora quizá haya llegado la hora del Temple.

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