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Authors: Nicholas Wilcox

Los falsos peregrinos (36 page)

BOOK: Los falsos peregrinos
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—Ésa es la iglesia —señaló el guía—, y ése el panteón de las momias imperiales.

El monje campanero se deslizó ágilmente desde la terraza y se acercó a los visitantes. Era joven, vestía una sotana con lamparones y tenía la cara llena de granos y sucia.

—Son cristianos extranjeros —le explicó el guía—. Vienen del país de los francos y quieren ver al abad.

El monje sonrió, se sorbió los mocos con ruidoso desenfado, les hizo señas de que aguardaran, entró en la cabaña comunal y cerró la puerta detrás de él.

Mientras esperaban, otros monjes de diversas edades, todos con sayales sucios, fueron rodeando a los visitantes con expresión curiosa.

—Parecen amistosos —comentó Lucas.

—Más vale así —dijo Huevazos quien, desde que los vio, acariciaba distraídamente el pomo de la daga,

Se abrió la puerta de la cabaña comunal y salió un monje anciano de barbas largas y venerables, seguido de cinco monjes más jóvenes. Caminó solemnemente hacia los forasteros ayudándose de su báculo.

—¿Sois el abad? —preguntó Vergino en griego.

El monje asintió cerrando los ojos y se irguió con patética solemnidad.

—Venimos del otro lado del mar, del país de los francos —informó Vergino—. Traemos una carta del maestre de la Orden del Temple para el patriarca de Etiopía, el rey sacerdote. Hace cien años, veinte templarios, hermanos nuestros, vinieron aquí. Quisiéramos honrar sus tumbas.

El abad se volvió a uno de sus acompañantes, un hombre aún más anciano que él, al que dos monjes jóvenes sostenían, y le habló rápidamente en un lenguaje desconocido. El anciano asintió y con voz cascada e insegura se internó en un largo parlamento entreverado de jadeos y toses. Cuando terminó, el abad se volvió hacia los visitantes y dijo:

—Esos templarios que decís son los guerreros blancos. En Etiopía los consideramos santos porque ayudaron al rey Lalibela a vencer a los enemigos paganos que amenazaban el reino. ¿Pertenecéis vosotros, por ventura, a la misma comunidad? Vergino asintió.

—En ese caso sois bienvenidos a la tierra de Dios —dijo el abad—. Habéis de saber que no nos hemos olvidado de los guerreros blancos. Cada día se rezan oraciones por los templarios en los monasterios de Etiopía.

—Traemos una carta de nuestro maestre para el rey sacerdote y quisiéramos entregársela personalmente —dijo Vergino—. También quisiéramos rezar ante la tumba de nuestros hermanos.

—Podréis llevar la carta al rey sacerdote y podréis rezar en la tumba de vuestros hermanos. Están en Lalibela, la ciudad santa —repuso el anciano abad en su pedregoso griego.

Vergino tragó saliva. Ahora todo podría echarse a perder. Temía que no supieran de qué estaba hablando o que lo tomaran por loco.

—También quisiéramos rezar ante el Arca de la Alianza —añadió. El rostro del abad se ensombreció.

—Entonces debéis dirigiros a Tana Kirkos y hablar con el patriarca.

—¿Tana Kirkos? ¿Y ese lugar dónde se encuentra?

—Es otra isla y otra comunidad —dijo el etíope—. Están a un día de navegación, hacia occidente. El patriarca os dará la respuesta, si Dios quiere.

Pernoctaron en una de las cabañas. Cenaron sopa de leche agria y cebolla, migada con pan ácimo. Al día siguiente dos monjes jóvenes los acompañaron al embarcadero y se aseguraron de que abandonaban la isla. Desde que preguntaron por el paradero del Arca se habían vuelto más reservados.

Tana Kirkos era otra isla escarpada y verde, pero en la meseta superior había pequeños huertos y la comunidad parecía más activa. Los monjes, aunque tampoco eran un dechado de limpieza, estaban menos sucios que los de Daga Stéfanos. El anciano abad los recibió en una estancia fresca y oscura, a la luz de unas lamparillas de aceite que iluminaban los muros cubiertos de frescos que representaban santos y escenas bíblicas.

—¿Queréis ver el Arca, el sagrado
tabot
? —sonrió paternalmente—. En ese caso seguidme.

Vergino y Beaufort se miraron perplejos. Así de fácil. Rodeado por su séquito de monjes, el anciano se encaminó hacia la iglesia. El templo estaba oscuro, aunque aquí y allá brillaban lamparitas de aceite a los pies de los santos y las vírgenes pintados en los muros. Discurrieron por un ambulatorio circular hacia otro débilmente iluminado por una solitaria lamparilla Una espesa cortina les cerró el paso.

—Aguardad aquí —ordenó el patriarca.

Y desapareció tras el velo. Lo oyeron trastear, abriendo quizá una alacena de madera, y reapareció al momento con un envoltorio en las manos, una gastada pieza de terciopelo antiguo con bordados de plata deshilachados.

Beso el envoltorio con unción y mostró su contenido. Eran dos tablas de piedra del ancho de una mano y quizá tan largas como un pie, lisas por un lado y algo curvadas por el otro.

—Éstos son los sagrados
tabotat
—declaró. Vergino y Beaufort se miraron perplejos.

—Creo que no nos hemos explicado bien —objetó Vergino—. Lo que estamos buscando es el Arca de la Alianza, el Arca de Dios. Había en el muro frontero un dibujo que representaba un carro de bueyes tirando de lo que, a todas luces, no podía ser más que el Atea: un cajón de regular tamaño con la tapadera adornada con dos ángeles de alas extendidas, todo ello envuelto en una nube y precedido por un hombre coronado que tocaba una lira y danzaba; evidentemente, el rey David.

—Ésta es el Arca que buscamos.

—¡Ah! —El patriarca se propinó un golpe en la frente como si acabara de caer en una obviedad y sonrió. Emitió una prolija e incomprensible parrafada y se apresuró a envolver las tablas y a devolverlas a su sitio. Luego les hizo señas para que lo siguieran. Salieron afuera a través de los oscuros y curvos pasillos y fueron tras él monte arriba, seguidos de un nudoso séquito de jóvenes novicios. A pesar de su edad, el abad ascendió a buen paso por entre las rocas que formaban un zócalo en torno a la cumbre. Era evidente que el sendero, casi invadido por la maleza, se utilizaba raras veces. Un colibrí alzó el vuelo sobresaltado por la presencia de extraños. Otros dos o tres pájaros mayores se limitaron a posarse en las copas de los árboles vecinos para contemplar a los visitantes.

Llegaron a una nave desarbolada y el patriarca buscó entre la hierba unas piedras talladas en forma de columna, con la parte superior ahuecada. Lucas pensó que podían ser abrevaderos para caballos, pero en seguida advirtió lo absurdo de su razonamiento.

—Éste es el lugar sagrado del Arca y éstas son las piedras del sacrificio —dijo el patriarca señalando las piedras ahuecadas—. Aquí se recogía la sangre.

Vergino miró a Beaufort y éste se encogió de hombros con resignación.

—Pero ¿y el Arca? —preguntó Vergino—. ¿Dónde está el Arca?

—Aquí estuvo durante cientos de años —informó el patriarca—. No a la intemperie, sino dentro de una tienda de piel de cabra que se renovaba con frecuencia. Pero los sacrificios se realizaban sobre estas piedras. Lamentablemente, la trasladaron al santuario de Aksum, e hicieron mal porque hace como trescientos años la reina Judita llegó al santuario con la intención de llevársela.

—¿Y qué ocurrió?

—Que los celadores del Arca la habían puesto a salvo un día antes, gracias a Dios. La ocultaron en una isla del lago Zwai. Allí hay hipopótamos. ¿Habéis visto alguna vez hipopótamos?

—Entonces iremos al lago Zwai —dijo Beaufort.

—Sí decidís ir, yo os enseñaré el camino. Es un lugar bello, dicen, con grandes cañaverales y orillas fangosas donde se refrescan los hipopótamos, pero quizá os interese saber que el Arca tampoco está allí.

—¿No acabas de decirnos que la escondieron allí para salvarla de la reina Judita?

—Y es cierto, pero, setenta años después, otro rey descendiente de Judita se convirtió al cristianismo y permitió que el Arca regresara a Aksum.

—El Arca, entonces, ¿dónde está? —suspiró Vergino, resignado.

—Os la he mostrado —respondió el patriarca con una dulce y condescendiente sonrisa—. Son los sagrados
tabotat
de la iglesia.

—Pero ésa no es el Arca que llegó de Israel —objetó el templario.

—Es igual que el Arca —respondió el anciano—. Garantiza la presencia de Dios y la condición sagrada del templo. Por lo demás, existen más de veinticinco mil
tabotat
repartidos por todas las iglesias de Etiopía. El Arca está donde esté cada uno de ellos.

Vergino suspiró.

—Entonces, para aclaramos, ¿dónde se encuentra ahora el Arca?

—El Arca está en toda Etiopía, en los
tabotat
—. Huevazos estuvo tentado de expresar su admiración con un silbido. A aquellos locos podría ocurrírseles ahora visitar veinticinco mil lugares. A él le daba igual, con tal de comer caliente cada día, pero al paso que iban se harían viejos antes de encontrar el Arca y probablemente, cuando regresaran a Castilla, todos los que quedaran allí habrían muerto y ninguno de los nuevos se acordaría de ellos.

—Pero lo que nosotros buscamos es el Arca auténtica —explicó Vergino—. Quiero decir, ya sé que todos los
tabotat
son auténticos representantes del Arca, pero nosotros buscamos la caja de madera de acacia dorada y adornada con querubines que construyó Salomón y que sus sucesores trajeron de Israel. El guía sonrió y asintió con la cabeza.

—Esa Arca ya no está aquí. Estuvo en tiempos, pero ya no está.

—¿No es éste Debra Sehel, el monte del perdón? —Lo es, pero el Arca no está aquí —insitió el abad—. O, mejor dicho, está en nuestros
tabotat.

—Sí; eso ya lo sabemos —repuso Beaufort—; en cada iglesia etíope hay varios
tabotat
que sustituyen al Arca, pero nosotros buscamos la original, la primera, la auténtica.

El anciano les dirigió una mirada recelosa. Había desaparecido la sonrisa condescendiente.

—¿Para qué queréis saberlo?

—Para protegerla —repuso Beaufort sin titubear.

—Está protegida —replicó el anciano.

—A pesar de todo debemos entregar un mensaje del papa cristiano al sumo sacerdote o al custodio del Arca.

Los otros etíopes se miraron. El anciano se encogió de hombros.

—Está bien —concedió—. El Arca original está en Aksum, pero haréis el viaje en balde. Todos los
tabotat
de las iglesias representan el Arca con igual valor.

—Incluso siendo así, queremos ir al santuario para postrarnos ante el Arca.

—No puede rezarse ante ella.

—¿Acaso los cristianos etíopes no le rendís culto?

El anciano pareció escandalizado.

—¡Por supuesto que sí! —replicó—. ¡Es nuestra más sagrada reliquia, pero nadie puede verla ni rezar ante ella sino el guardián del Arca!

—¿Solamente un hombre?

—Solamente un hombre —asintió el anciano—. Cuando está: muy viejo y a punto de morir instruye a su sucesor. Solamente el guardián del Arca la ve. Por lo demás, permanece encerrada en su santuario y solamente se saca en procesión una vez al año, durante el
timkat
.

—¿El
timkat
?

—Es la fiesta mayor. La fiesta en que se sacan los
tabotat
para que bendiga al pueblo.

—¿Y cuándo es el
timkat
?

El anciano sonrió por primera vez.

—Dentro de seis días.

—¿Podremos llegar al santuario del Arca? —preguntó Vergino—. ¿Podremos asistir al
timkat
?

—No será necesario que viajéis hasta el lugar del Arca, —repuso el abad—. El
timkat
se celebra en toda Etiopía. Ese día todas las iglesias sacan en procesión sus
tabotat
. La santidad es la misma que la del Arca, de la que manan los poderes de todos los
tabotat
del reino.

—Sin embargo, los que tienen el Arca misma también la sacan ese día en procesión.

—Sí, la sacan en Aksum.

—En ese caso iremos a Aksum —intervino Beaufort— Hemos hecho un largo viaje solamente para ver el Arca.

El abad sonrió y sacudió la cabeza. Estos guerreros blancos no entienden.

—Aunque vayáis a Aksum no podréis ver el Arca —advirtió—. El Arca sale de su santuario completamente cubierta de paños y envuelta en nubes de incienso porque su poder es tan grande que mata a los que la observan directamente. ¿No habéis leído las Escrituras?

—Sí —respondió Vergino—, pero no sabíamos que ese poder perdurara después de tanto tiempo.

El abad sonrió ante la simpleza que acababa de oír.

—Es el poder de Dios —replicó dulcemente—, es el misterio divino: perdura siempre.

—¿Y el guardián del Arca? —preguntó Beaufort—. ¿Él no siente ese poder?

—Dios, nuestro Señor, permite que el guardián del Arca la vea y siga vivo. Él cuida de ella. Pasa el resto de su vida atado a ella. Jamás puede abandonarla. Vive dentro del santuario y duerme a los pies del Arca. Es su esclavo.

—En ese caso iremos a Aksum.

—Antes os sugiero que vayáis a Lalibala. Sólo os desviaréis un poco del camino y podréis rezar en las tumbas de los guerreros blancos que ayudaron al gran rey a recuperar el territorio.

Aquella noche, Vergino y Beaufort conferenciaron. Quedaban días suficientes para visitar Lalibala y llegar a Aksum a tiempo para el
timkat
. Por otra parte, no les convenía presentarse en Aksum demasiado pronto. Decidieron llegar a la ciudad la víspera de la fiesta, confundidos entre la multitud de romeros que ese día acudirían al santuario.

Al día siguiente despidieron al guía y tomaron el camino de Lalibala entre bosquecillos de tamarindos, sembradíos, huertas y páramos rocosos. Era un camino muy animado, pues también lo hacían campesinos de la comarca y peregrinos que acudían a la ciudad santa, los ricos a caballo o en asno y los pobres a pie. Muchos llegaban de lejos, para cumplir promesas. Era tierra cristiana, la cruz aparecía por todas partes en las decoraciones de las viviendas y hasta en los bordados que adornaban los atalajes de los animales.

A los tres días llegaron a Lalibela. La ciudad santa constaba de una docena de casas decentes y un par de albergues de peregrinos Al fondo se levantaba la montaña Abouna Josef, una mole verdigris en medio de un desierto de arbustos reseco.

En aquel desolado cerro de roca roja volcánica que la erosión moldeaba en suaves contornos, el rey Lalibela había construido su Jerusalén particular a la orilla polvorienta de una rambla a la que llamaban río Jordán. En la roca sobre la que se asentaba el pueblo habían tallado trece iglesias rupestres que los peregrinos visitaban una tras otra para ganar los mismos privilegios espirituales que si visitaran Jerusalén llevando en la mano pequeños cabos de vela encendidos. En las gargantas que rodeaban Lalibela se había establecido una multitud de eremitas que habitaban en cuevas apenas mayores que un sepulcro y vivían de la caridad de los devotos.

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